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Viernes, 7 de agosto de 2009

La perla de Constitución

El jardín maternal de la ex Casa Cuna es una de las pocas instituciones de nivel inicial que se conservan en lugares de trabajo, recibiendo a niños, niñas y bebés del barrio pero con prioridad para hijos e hijas de quienes cumplen tareas en el hospital. Allí, entre doctoras que dan la teta y papás que se hacen cargo del mantenimiento, se aprende tanto a caminar como a convivir.

 Por María Mansilla

Al hombre que llega vestido con ambo verde no sabe qué decirle. Si la chica de la puerta del Jardín le pide que por precaución se lo quite, lo deja en calzoncillos... Así que deja pasar, al hombre y a la situación, por esta vez. Porque todas las personas que caminan desde el Hospital de Pediatría Pedro de Elizalde hasta el edificio de la vuelta –Montes de Oca 16– saben que al atravesar las rejas tienen que quitarse la ropa de fajina: el 50 por ciento del cupo de esta Escuela Infantil es para hijos e hijas del personal de la ex Casa Cuna.

Por eso, hay un perchero que es patrimonio exclusivo de enfermeras, limpiadoras, administrativas y médicas, madres de menores de 6 años. Donde ahora cuelga el saco blanco y el estetoscopio de una doctora que, relajada en un sillón de mimbre, vino a darle la teta a su bebé. El 50 por ciento del cupo restante es para la comunidad, es decir: vecinitos y vecinitas de Constitución.

Este jardín –la Escuela Infantil Número 6, distrito 5, de la ciudad de Buenos Aires– es inusual por varias razones. Una: va de la mano de una larga e interesante historia. Dos: saca un muy bien diez en diversidad: como en un boliche de pueblo, en sus salas conviven hijos de las situaciones sociales más distintas. Tres: el horario es inusual también: abierto de 6 de la mañana a 9 de la noche. Cuatro: en todo el país –incluso en Buenos Aires y a pesar de lo que declama la Constitución porteña–, son pocos los espacios públicos que, como éste, cobijan a niños y niñas de 45 días en adelante y, así, ponen en valor la educación inicial (ver nota aparte).

Esta institución nació como la guardería de la ex Casa Cuna, hace 40 años, cuenta María Elena García Prota, su directora, una simpática mujer con ademanes entusiastas y una trayectoria que incluye profesorado de música y experiencia en una escuela de Ciudad Oculta. “Nació porque las mamás tenían que trabajar y no tenían dónde dejar a sus hijos”, agrega. Se refiere a tiempos en que existía una norma del contrato de trabajo que los gobiernos de facto se encargaron de eliminar: decía que si un ámbito laboral contaba a más de 50 trabajadoras, allí debía haber una guardería. La ley laboral, por la tangente, promovía el acceso a la educación. Un beneficio, un derecho, un alivio, sobre todo para las mujeres atrapadas en trabajos precarizados que no encontraban más opciones que dejar a los chiquitos en casa, solos o bajo el cuidado de los hermanos más grandes.

Pues bien, volviendo a este jardín: creció de golpe en 1986, gracias a un convenio firmado entre las áreas de salud y educación del municipio. Entonces la guardería se graduó en jardín maternal. Dejó de estar en una sala del hospital (al lado de la morgue) y se mudó a la casa donde vivían las monjas, más conocidas como “las monjitas”. Una casa antigua que se llenó de dibujos, corridas, canciones. Un nuevo ring para pelear la histórica batalla por la educación pública.

Lo mismo pasaba en el resto de la ciudad: la decisión de generar espacios y la valoración de contener a los más chicos promovió alianzas entre distintas dependencias oficiales, con organizaciones sociales, gremiales, deportivas... Se abrieron jardines en hospitales, hasta en el club All Boys.

EL PATIO TRASERO DEL JARDIN

El primer alumno en pisar cada mañana esta Escuela Infantil tiene 2 años. Pedro llega con su mamá, Gabriela, que es maestra. Les abre Alicia, que en las planillas figura como “auxiliar de portería”, y entre otras cosas es la que enciende la luz. A las 6 AM también llegan hijos e hijas del personal de enfermería y maestranza del hospital que cumplen el primer turno. Una hora más tarde, los pibes del barrio. En invierno o en verano, siempre es de noche. El promedio de estadía es de 8 horas.

La casa antigua, el nuevo ring, tiene dos pisos unidos por una larga escalera de mármol. Cuando llega Joaquín la maestra le hace upa. Las aulas están arriba. Y Joaquín nació con una discapacidad motora. En la escuela tienen las mejores intenciones, pero no tienen rampa o un Plan B para incluir desde lo arquitectónico a las personas con problemas para caminar. Hoy todos están contentos: en el Garrahan le hicieron un tratamiento con botox en las pantorrillas a Joaquín, a ver si las piernas se le ponen fuertes.

Juan es el papá de Brisa. Vive a unos pasos: en la Fundación Vitra, un centro de rehabilitación para discapacitadxs creado para atender a víctimas de la epidemia de polio de 1956, su esposa fue una de las afectadas. El hombre, encima, está un poco ciego pero nada de eso les impide capear temporales. El destornillador de su mano es para arreglar una canilla que no anda bien. Menos mal: en Infraestructura del gobierno de la ciudad nunca son prioridad estos arreglos, y otros padres, como los médicos, dicen que no tienen idea de cómo solucionarlos.

Los párvulos de “Lactario” acaban de terminar la clase de música, mañana tendrán educación física –y recibirán unos envidiables masajes estimulantes–. Los caminantes de “Deambula” que ya tienen 1 año y medio fueron vacunados, como dice el calendario, con la Quíntuple. En la sala naranja, hay un afiche con fotos que dice: “Así éramos de bebés”, están Fiamma, Jesús, Triana...

La puerta de la sala verde está entreabierta: los de 4 años hacen un trencito mientras suena “Y quiero en la tumba / pollito y arroz / patitas de cabra / con todo el melón / Porque yo en la vida / he sido feliz...”. Sí: les encanta el Negro Rada. Bailando pasan frente al pizarrón, una tiza escribió: “Ladrón”, “Policía”, “Ambulancia”. Charlaron sobre el tema porque empezaron a faltar útiles de algunas bolsitas; no es una clase de astrología pero igual les sirve para entender su universo, cosas que pasan en el barrio, y para no morirse de miedo cuando ven un patrullero. La maestra se llama Sara Veltri. Seguro que la van a extrañar, el año que viene, cuando se jubile. ¿Se sentirán a veces en una escuela de frontera?

Al final de la escalera de mármol está el comedor. Allí están reunidas la directora y la supervisora. Sobre las minisillas charlan sobre el día en el que en ese mismo lugar estuvo Hebe San Martín de Duprat, una prócer: erradicó los programas educativos de la dictadura y, desde su cargo en el gobierno porteño como directora del área, impulsó la independencia del nivel inicial. El Jardín se llama Rosario Vera Peñaloza, otra ídola nacional.

“¿A quién se la dejo?”, pregunta una adolescente que acaba de tocar timbre. Sus brazos están estirados, en las manos tiene a su hijita. Le dijeron en el barrio que acá la iban a ayudar. La directora la recibe, le explica que primero tiene que anotarse, esperar una vacante, esperar hasta fin de año, cruzar los dedos y tener mucha, mucha suerte (ver recuadro). Igual, siempre hay lugar para las urgencias sociales aunque alteren los planes pedagógicos. Lo mismo cuando llega una madre que da señales de ser víctima de la violencia de género: la derivan al servicio ad hoc del Hospital Elizalde.

Los de sala de 5 regresan de una salida en plan del programa Espacios Educadores. En qué consiste: en dar una vuelta y reconocer de cuántos lugares se puede aprender de derechos, “construir ciudadanía”, como un geriátrico, una calesita o el atelier de un pintor. Así se hicieron amigos del artista Marino Santamarina: les dio literalmente una mano para hacer un hermoso mural con esmaltes, venecitas y azulejos que decora la entrada de la escuela.

Casi es de noche. Alejandra Ibarra, la secretaria, está intranquila: el bebé pasó por todos los brazos y ni así encontró consuelo. Su mamá no llega, no responde a los llamados. Son las 9 de la noche. Hay que cerrar. “¿Llamar a un juez y denunciar abandono de persona?”, se pregunta la maestra. “Jamás”, se convence. Afuera ya circulan pocos autos. Brilla el neón que dice “25”, esa línea de colectivos estaciona en el campito de enfrente. Se ve el cielo, que está nublado y bajo, y las dos cúpulas neogóticas de la iglesia Corazón de María, allá atrás, terminan de dar un clima de todo menos romántico.

La escena pasa delante de un afiche rosa con un osito que está armado. El abrazo es su arma defensora. “Abrazar es comprender –dice con letra manuscrita–. El abrazo gratifica, acerca y une. Ahuyenta la soledad y aquieta los miedos. Fortalece la autoestima (‘Caray, ¡quiere abrazarme!’). No necesita un sitio especial. Es democrático, cualquiera puede dar uno. Es portátil. Tampoco cuesta dinero. Hace más alegres los momentos agradables y más llevaderos los difíciles.”

Por fin la madre llega. Desesperada. Abraza a su bebé, llorando de cansada cuenta que no la dejaron salir antes del trabajo y que si nadie atendía al celular es porque ese día se lo llevó su papá, que cuida autos en la calle, y seguro ni lo escuchó. Se despiden con un abrazo.

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Imagen: Juana Ghersa
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