Viernes, 21 de agosto de 2009 | Hoy
La reescritura de Caperucita en clave feminista de Luisa Valenzuela.
Por Veronica Gago
Una Caperucita antropófaga. Que se traga a su propia madre y al lobo. El bestiario masculino –lobos de los que cuidarse, sapos a los que besar– es, para ella, motivo de risa. Ojalá tuviera algo de feroz aquel lobo que anda por ahí, añora esta Caperucita desenfadada, demasiadas veces desencantada del bosque cuando no la satisface lo suficiente como para llenar su canastita. Caperucita, así de suelta y con capa roja ceñida al cuerpo, monologa con su madre y pasa por todos los ánimos que cada quien experimenta con la propia: la comprende, la abandona, la desoye, se siente igual que ella y, finalmente, se la come todita, hasta hablar con su misma voz. “El hecho es que al retomar camino encontré entre las hojas uno de esos clásicos espejos. Me agaché, lo alcé y no pude menos que dirigirle la ya clásica pregunta: espejito, espejito, ¿quién es la más bonita? ¡Tu madre, boluda! Te equivocaste de historia –me contestó el espejo. ¿Equivocarme, yo? Lo miré fijo, al espejo, desafiándolo, y vi naturalmente el rostro de mi madre. No le había pasado ni un minuto, igualita estaba al día cuando me fletó al bosque camino a lo de abuela.” Tal es la versión del cuento que la narradora Luisa Valenzuela reescribió del clásico de Perrault y tituló “Si esto es la vida, yo soy caperucita roja”.
Parodiando esta historia llena de arquetipos femeninos que advierten sobre los peligros de lo desconocido y las tretas varoniles, Valenzuela presenta una Caperuza –como la bautiza– enloquecida: habla por todos, habla de todo, explica por qué prefiere dormir con hombres sabrosos cuando el lobo no está y se muestra dueña del bosque. Pero ella juega todo el tiempo en el bosque, y no sólo cuando el lobo no está. Juega con él, al que llama cariñosamente “Pirincho”, y también se burla de él. Lo provoca cuando se pone una piel de oveja, lo domestica de vez en cuando. Por momentos lo extraña, por momentos lo olvida. Valenzuela, a través de su personaje, desmonta así todos los estereotipos del hombre temible y tramposo y de la niña inocente y engañada. Somete la relación entre ambos a los vaivenes de una relación cualquiera. Por eso, si así es la vida, cualquiera puede jugar a ser Caperucita Roja.
La protagonista del cuento de Valenzuela transita el sendero selvático haciendo confesiones y reflexionando como quien cuenta su historia de vida en clave de autobiografía cómica. Harta de su “vieja” y, a la vez, convirtiéndose ella en su propia madre cuando puede sincerar que comparten los mismos miedos y, a veces, hasta los mismos placeres, revela que no hay distancia entre la niña y la adulta; ni entre la madre/hija, la abuela/madre y la hija/nieta. Todas son estaciones, figuras de tránsito, momentos de pasaje, de ese flujo femenino que hace del bosque su hogar. Y que, coloríncolorado, se vuelve una Caperucita trasvestida: se traga al lobo y habla por él. El último bocado es el monolingüismo masculino tan propio de este tipo de historias tradicionales. Si tal temeridad varonil ya se fue desarmando durante toda la travesía, al final no queda más que como un asunto sobre el cual practicar la parodia y tomarlo, definitivamente, en broma.
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