› Por Marta Dillon
Empecé a viajar en colectivo a los 6 años, algo impensable hoy, al menos para las hijas de clase media, pero moneda corriente cuando despuntaban los años setenta con su euforia libertadora. No eran grandes tramos, apenas de la escuela a casa, paradita detrás del asiento del chofer para no sacarle la mirada al camino, para contar las cuadras sin perderme y leer clarito los carteles de las calles. Después de Artigas seguía Bolivia, el acopio de coraje para decir “la próxima” y bajarme en Condarco a menos de una cuadra de mi casa. Esa aventura cotidiana me fue envalentonando y al año de comenzar ya no era sólo el 181, si no el 106 a casa de una amiga y el 53, desde Nazca y Paéz hasta la puerta de la casa de mis abuelos. No puedo decir que no hubiera temblor en esas aventuras, más cuando el chofer me pedía que le quitara los ojos de la nuca o cuando tenía que llevar de la mano a alguno de mis hermanos. Con temblor y todo, eran experiencias necesarias para “ayudar en casa” como se suponía que teníamos que hacer las nenas. Y eran toda una fuente de poder. Podía moverme, podía llevar a mis hermanos, podía ahorrarle a mi mamá un viaje con los más chiquitos a cuestas. Podía. Aunque pronto me dejaron ese poder abollado como a una lata de tomates mal apilada en el supermercado. El problema de no poder moverme demasiado de un lugar estratégico desde donde relojear el camino me convirtió, más de una vez, en presa fácil de tontos de mano boba que levantaban la pollera del uniforme como al descuido o de basuras de poca monta que estampaban sus bultos a la altura de mi nuca. Me incomodaba, me daba miedo; no tenía voz para gritar y tampoco hubiera sabido qué gritar. Como tampoco supe qué decir cuando caminando hacia la parada me topé con un tipo que venía caminando y masturbándose como si la calle le perteneciera y yo que venía achinando los ojos desde lejos porque no entendía qué le pasaba ni por qué se movía de ese modo me comí el “te gusta, pendeja, ¿no?” cuando lo tuve a mi altura y la sorpresa me dejó paralizada. Creo que el peor de esos abusos callejeros de los que todas tenemos registro –y cuando digo todas, digo todas– lo sufrí ya un poco más grande, a los 11, en un colectivo repleto del que me bajé en plaza Flores para ir a clase de inglés con un extraño pegote sobre mi uniforme de la escuela y una sensación contradictoria que no tenía con quién compartir, con quién evaluar, con quién desarticular. Yo sentía que me tocaban, me había dado vuelta más de una vez con cara de basta sin distinguir a quién tendría que dirigirla. Parecía una conjura o un bang bang, no sé, había más de un tipo alrededor. Había puesto los codos para atrás como habíamos hablado con algunas amigas para defendernos de los “apoyos” indeseados sin ningún resultado, había cambiado de lugar como pude en ese colectivo atestado y la mano –las manos– no dejaron de hurgarme. Me acuerdo de la saliva pasando por mi garganta. Me acuerdo de las ganas de bajarme y la certeza de que si lo hacía me iba a perder. Y me acuerdo también de sentir alguna sensación que no había sentido antes, mezcla de culpa y calor, lo que alguien podría llamar placer, aunque para mí el placer es muy otra cosa. Ese calor fue lo peor, porque me dejaba todavía más sola. Y ese enchastre en la pollera que me dejó afuera de la clase de inglés, llorando en la plaza Flores, sin saber si había sido mi culpa, si me habían hecho pis encima, si eso podría embarazarme o si alguna vez podría volver a tomar un colectivo. Lo hice. Por supuesto. Volví en colectivo a casa. No me quedaba otra. Lo que me había pasado no se podía contar, entonces estaba segura de que “eso” hablaba de mí y no de los que me habían abusado.
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