libros

Domingo, 11 de julio de 2004

La verdad absoluta

Historia de la ciencia (1443-2001)
John Gribbin

Trad. Mercedes García Garmilla
Crítica
Barcelona, 2003
550 págs.

Por Leonardo Moledo

Escribir una historia de la ciencia es difícil, ya sea en quinientas páginas o en una sola; la Historia de la ciencia de Gribbin, que aquí se comenta, opta por las quinientas y no escapa a las generales de la ley. Desde ya, un comentario y crítica debe demorarse tanto en los aspectos históricos propiamente dichos, como en los literarios y metodológicos.
Ante todo, está el enfoque: en la coda final, unas tres páginas que cierran el libro (y que tal vez deberían abrirlo) Gribbin lo explicita: “Aunque cada científico y cada generación de científicos existe y trabaja en el contexto de su época, construyendo sobre lo que se ha hecho antes y con la ayuda de la tecnología que tiene a su alcance, sin embargo su contribución la realiza como individuo. Por consiguiente me ha parecido natural utilizar un planteamiento esencialmente biográfico para la historia de la ciencia”.
Con esta petición de principios, es natural que el libro de Gribbin resulte finalmente más una historia de científicos que de teorías o problemas; centrada, desde ya, en las figuras emblemáticas (Copérnico, Galileo, Newton, Faraday, Darwin, entre una larga lista), clásicos, con toda justicia, de la hagiografía del tema.
Esta manera de concebir la disciplina admite, desde ya, una crítica metodológica; aquellos que consideran que la historia de la ciencia hecha “a la manera de Sarton” representa un estigma, no vacilarán en emitir una dura condena ya sea en nombre de las escuelas sociologistas actuales, de mentalidades (representada por Koyré), o el instrumentalismo de Duhem.
Pero el volumen de Gribbin no pretende ser una historia académica; un poco en la línea que Gribbin cultivó en sus libros de divulgación, trata de aproximarse más bien al relato (de allí el enfoque biográfico, que le viene como anillo al dedo) y, en ese sentido –y sólo en ése–, las historias de vida que aparecen una y otra vez no vienen mal. De todas maneras, el enfoque tiene la desventaja de que, con el correr de las páginas, empieza a hacerse pesado y poco funcional (puede situarse el punto de quiebre en la biografía de John Ray). El lector que ya ha transitado las historias de Newton, Kepler, etc., empieza a sentirse fatigado por la preeminencia de la biografía sobre la teoría y exige un poco más de esta última, más hincapié en las hipótesis en juego y los problemas a resolver que en la personalidad de los descubridores, que tienen un protagonismo excesivo. Porque, al fin de cuentas, no es verdad que los científicos trabajen de manera individual; son científicos en tanto que miembros de un colectivo (de científicos, de personas, de intelectuales, según la posición que se adopte) que piensa al mismo tiempo que ellos, y muchas veces con ellos, y sólo en función de ese colectivo sus descubrimientos adquieren sentido.
Pero sea: es lo que el autor quiere hacer, y dentro de ese panorama sobrepersonalizado hay que destacar como verdaderamente interesante la forma en que Gribbin aborda una figura tan controversial como la de Newton. Por un lado Newton es considerado –seguramente con justicia– el más impresionante científico que jamás haya existido. Este común delirio hagiográfico no oculta el hecho de que Newton fue además una muy mala y desagradable persona, a medias demente, tanto en su contracción obsesiva a la alquimia y a la teología como al empeño con que se dedicó a la destrucción material y moral de sus rivales científicos de la Royal Society (Leibniz, o el brillante Hooke, a quien consiguió casi borrar de los anales científicos). Newton hizo muchísimo por la ciencia, pero mucho daño a la historia de la ciencia, y Gribbin, justamente (y no poco mérito en un inglés), analiza la figura de Newton sin olvidar ninguno –absolutamente ninguno– de esos desagradables parámetros, contraponiéndola a la de Hooke, a quien restablece en sus justos y brillantes méritos.
Hay otro aspecto metodológico (o filosófico) que Gribbin aborda en la coda: “Rechazo la idea kuhniana de las revoluciones dentro de la ciencia y veo el desarrollo del tema como un proceso esencialmente incremental”. Es decir, en la polémica todavía no cerrada que Kuhn inició con La estructura de las revoluciones científicas, Gribbin toma un partido explícito por las tesis gradualistas, y consecuentemente, en sus páginas, la aventura científica se desarrolla paso a paso, por obra y gracia de personalidades individuales, y no se enfatizan los quiebres. Es difícil saber si la interpretación kuhniana es válida; de hecho, no lo es a ultranza, aunque la teoría de las revoluciones y de la ciencia normal proporciona poderosas (e interesantes) herramientas de análisis (que en cierto modo el autor usa al principio, en el escenario de la revolución científica, donde el paradigma kuhniano es más potente, y casi podría decirse inevitable). Pero desde ya, el gradualismo conspira en contra de la tensión novelesca. Además, al dejar de lado la interpretación kuhniana (que dio lugar a la escuela sociologista en historia y filosofía de la ciencia), destierra desde el vamos toda interpretación relacionada con el contexto que si bien no determina las teorías les da muchas veces forma, y menos que menos la consideración de una teoría (o una problemática) como derivada únicamente del contexto cultural (lo cual, a decir verdad, no es tan malo, aunque sólo sea por contrariar la moda). Así, y pese al enfoque biográfico, asistimos a una historia interna en el sentido de Lakatos, aunque sin la ambigüedad que este último proponía en torno de la verdad (otro de los problemas que aparecen al enfrentarse a la historia de la ciencia). Para Gribbin, la ciencia es testimonio de la verdad absoluta, y la marcha de la empresa científica es la de una aproximación paulatina a la verdad.
Dicho todo esto sobre las falencias en el análisis, es preciso aclarar que a Gribbin (al menos en este volumen) no le interesa analizar sino contar y, en ese sentido, y con las precauciones antes señaladas, su historia es razonable. Funciona, más como libro de consulta que como “novela de la ciencia” o lectura académica. Que su alcance, como lo proclama el título, llegue hasta el siglo XXI no es tan crucial como parece a primera vista, ya que Gribbin, lógicamente, es muy cauteloso con los últimos descubrimientos y resultados. También –y ésta es una crítica corporativa– le da menos lugar a las matemáticas, ciencia estructurante si las hay, que el que merecerían.

La ciencia sale del armario

Ahí viene la plaga: virus emergentes, epidemias y pandemias
Mario Lozano
Siglo XXI
Buenos Aires, 2004
126 págs.

Una tumba para los Romanov y otras historias con ADN
Raúl Alzogaray
Siglo XXI
Buenos Aires, 2004
124 págs.

El huevo y la gallina: manual de instrucciones para construir un animal
Gabriel Gellon
Siglo XXI
Buenos Aires, 2004
128 págs.

El cocinero científico: cuando la ciencia se mete en la cocina
Diego Golombek y Pablo Schwarzbaum
Siglo XXI
Buenos Aires, 2004
128 págs.

Por Federico Kukso

Desde que se afianzó como género literario en el siglo XVII con Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo, tolemaico e copernicano (1632) de Galileo Galilei, la divulgación científica oscila permanentemente entre la distorsión y la distancia extrema (horrorizar al lector lego y hacerle jurar que no invertirá nunca más un peso en esta clase de libros). Así, caer en el punto justo en el que estas dos fuerzas se cancelan mutuamente es ya dar por sentado que se ha cumplido con el “mandato divulgativo”: transmitir al público no especializado los conocimientos y resultados a los que ha llegado una peculiar comunidad que muchas veces quiere hacerse oír pero no sabe cómo.
La tarea es ardua, pero los cuatro nuevos títulos de la colección “Ciencia que ladra” (Universidad de Quilmes-Siglo XXI) dirigida por Diego Golombek salen a flote sin aburrir y sin dejar al lector abandonado en la primera página. El primero en salir del laboratorio (en una especie de coming out científico) es el bioquímico Mario Lozano (Universidad de Quilmes, investigador del Conicet) que en Ahí viene la plaga se despacha con historias mínimas de peligros grandes: epidemias mortíferas como la de la viruela que diezmó a la humanidad por siglos, pero que –por suerte y obra y gracia de la investigación médica– fue erradicada del planeta en 1977, con la pequeña salvedad de que dos muestras del virus se confinaron congeladas en un laboratorio estadounidense y otro ruso. Por ahora, ambas aguardan que cualquier loco las robe y, con ellas en mano, desate una guerra bacteriológica global. En Una tumba para los Romanov, de Raúl Alzogaray (del Centro de Investigaciones de Plagas e Insecticidas), la protagonista no es otra que la “molécula de la vida”, el ADN, que, además de contener todas las instrucciones para “construir” un organismo (lo cual no es poca cosa) es capaz tanto de delatar al más perfeccionista de los violadores y asesinos –y ayudar a los detectives científicos a ponerlos tras las rejas– como de identificar a supuestos descendientes de zares y zarinas rusas, y hacer lo mismo con los hijos de desaparecidos durante la última dictadura militar argentina.
La colección se nutre también con toques de embriología (mejor llamada “biología del desarrollo”) que aporta Gabriel Gellon en El huevo y la gallina. Allí, el biólogo se esmera por desmarañar esa suerte de manual de instrucciones que anida en el óvulo fecundado al inicio de la gestación y que hace que la piel de una cebra sea parte blanca y parte negra y que los ojos aparezcan en la cara (y no en la barriga, por ejemplo).
Y, finalmente, para hacerle frente a aquellos que piensan que la ciencia es desabrida, insípida y muy ajena a los vericuetos de la vida cotidiana, en El cocinero científico, Golombek y Pablo Schwarzbaum convierten las cocinas del mundo en pequeños laboratorios caseros donde todo lo que uno diariamente se lleva a la boca tiene una razón de ser: por qué tantos rioplatenses se rinden a los pies de la yerba mate, cómo hacer los huevos hervidos más sabrosos y los secretos del mejor chocolate (prohibido por la Iglesia durante bastante tiempo por ser “obra de magos y hechiceros”) sazonan este libro rebosante de alquimia culinaria que impele al lector a acompañarlo con una bebida y un plato distinto por capítulo.

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