libros

Domingo, 11 de julio de 2004

En carne viva

WOOLF, LA VOZ PROPIA
Soledad Vallejos

Longseller
Buenos Aires, 2003
142 págs.

POR MARTíN DE AMBROSIO

Virginia Woolf (1882-1941) convivió con el colapso de la sociedad victoriana y, podría decirse, en cierto sentido es una de las escritoras que resumen el final de una época. Pese a su modesto socialismo, su militante feminismo y a algunos supuestos affaires homosexuales que ciertamente la distancian de ese paradigma cultural tan fructífero para la Inglaterra imperialista del siglo XIX, Virginia fue criada dentro de ese rígido marco victoriano: está claro que sentía repulsión por los deseos sexuales y, aun casada con Leonard Woolf, rechazaba cualquier encuentro, no le gustaba que la besaran y no toleraba el contacto físico. Incluso llegó a escribirle al esposo: “La violencia de tu deseo físico a veces me irrita, no me atraes física- mente. Hay momentos, cuando me besaste el otro día, por ejemplo, en que tengo la impresión de ser de piedra”. El amor con su marido tiene tan poco de sexual que insinúa un par de veces en sus diarios los deseos de tener hijos, pero sin pasar por esos engorrosos trámites, por otro lado imprescindibles. Si ha de creerse en el psicoanálisis, tal vez semejante represión sexual la haya llevado a las alucinaciones, la manía depresiva y a los numerosos intentos de suicidio que jalonan su vida hasta el último, que fue exitoso. En el medio, Virginia Woolf construye una sólida carrera como novelista, se codea con el grupo de Bloomsbury, y hasta funda una editorial que se da el lujo de rechazar un manuscrito con nombre de héroe griego que le acercó un irlandés de apellido Joyce.
Soledad Vallejos, periodista del suplemento Las12 de este diario y también autora de George Sand, escritora indomable y de Colette, entre la literatura y la transgresión, muestra en esta biografía una gran versatilidad para llevar adelante el relato de un modo clásico, cronológico, enlazando algunos sucesos de la vida de Woolf con sus principales obras. Vallejos, hábilmente, impide que sus opiniones se inmiscuyan en un relato que cuenta, por ejemplo, cuán conflictivos fueron los procesos de escritura de Mrs. Dalloway, Orlando o Entreactos y los intentos infructuosos de Leonard por lograr una estabilidad emocional para Virginia.
Paralelamente a esa lucha contra los demonios internos, se puede entrever un poco de la vida social de aquellas elites inglesas que jugaban a la vanguardia, adherían a alguna variante de socialismo pese a su situación material y buscaban una revolución en el plano estético. Así es que se narran algunos encuentros dignos de mención con Sigmund Freud (Adrian, hermano menor de Virginia, sería luego uno de los primeros psicoanalistas de Gran Bretaña), Bertrand Russell (“las matemáticas son la forma más elevada de arte”, anotó Virginia que le dijo el filósofo), y su relación con Katherine Mansfield y Vita Sackville-West, de quienes estuvo enamorada.

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