Perro que narra
EL NIÑO PEZ
Lucía Puenzo
Beatriz Viterbo
Rosario, 2004
170 págs.
POR MARINA MARIASCH
Dicen que los perros lo ven todo en blanco y negro. En algunas versiones cinematográficas, la visión canina también está filtrada por el gran angular. Como si los perros, además, vieran el mundo a través de anteojos con demasiado aumento. Serafín, el perro que narra en El niño pez, tiene una mirada que se traduce en un lenguaje joven y contemporáneo. La autora detrás del perro es Lucía Puenzo, una joven que, además de a la literatura, se dedica al cine.
A partir de esa elección que la emparienta con el Bioy Casares de Dormir al sol, Puenzo escribe su primera novela. Mientras se lee, pensar en su versión cinematográfica se vuelve casi inevitable. Las imágenes se trasladan de los paisajes de interiores de una casa de familia de clase media-alta a un escenario sudaca de road movie. Lo vertiginoso de las acciones acerca aún más el texto a ese género. Aquí pasa de todo: una chica, Lala, se enamora de otra chica, mata a su padre y huye. Su mamá también se había escapado, pero con su amante a la India. El padre es un intelectual prestigioso y renombrado, y el que le roba el amor (o al menos el sexo) a su hija enamorada. Y esa falta de respeto es la que desata la tragedia y el viaje.
Es fácil pensar que si El niño pez fuera una película, sería Thelma y Louise. Dos chicas distintas unidas por la pasión, la huida y la catarata de acontecimientos. Destellos de pop, como en esa sub-historia por la que una de las chicas había sido la noviecita de un muchacho que ahora es el galán más destacado de la televisión paraguaya. Todo hace pensar en esa carretera desierta surcada al medio por un descapotable rojo y los cabellos y brazos de dos mujeres al viento. Aunque aquí, en la novela de Lucía Puenzo y en la ruta que une el norte del Gran Buenos Aires con Asunción, no hay descapotables rojos ni desiertos. Igual, reír, llorar, la venganza, el riesgo, el sexo semiviolento, la sangre, son cosas que tienen lugar en los relatos así.
Sin embargo, tal vez sea más exacto comparar El niño pez con La ciénaga de Lucrecia Martel. No tanto por el clima denso, cargado de humedad, que aletarga los gestos y las acciones, sino por esa relación, lateral en la película de Martel, entre la niña de la casa y la empleada doméstica. La protagonista de El niño pez está enamorada de la Guayi, la chica que trabaja limpiando su casa. A Lala le encanta escuchar a la Guayi decir frases en guaraní y bañarse con ella apoyando la espalda contra su pecho. Las dos sueñan con vivir junto al lago Ypacaraí. Para eso juntan plata robándola de las carteras y billeteras que encuentran por la casa y la guardan en una caja de zapatos. Pero cuando la caja está llena, estalla. Estalla el deseo, los celos y la ira que hace que Lala mate a su padre. Pero esto es sólo el punto de partida.
La relación entre la novela de Puenzo y la película de Martel va más allá del hecho de que ambas compartan la presencia de una historia de amor entre mujeres. Puenzo retrata el choque de clases que hay entre Lala y la Guayi de manera similar a como lo hace Lucrecia Martel. Lo más extraño en la novela de Puenzo no es su tendencia a la súper acción, ni la coincidencia de sexo entre las dos protagonistas de la historia de amor, ni tampoco la perspectiva perruna. Lo que hace de esta narración un relato interesante es el cruce social entre la chica de Zona Norte y la paraguayita. Por alguna razón sociológica poco precisa, las calificacionesde “alta” y “baja” que corresponden a las clases de pertenencia se alteran en la relación entre los personajes. Esto mismo sucede en la película de Martel. Y las características de sensatez (frente a la impulsividad), racionalidad (frente a la pasión), inteligencia (frente a la sinrazón), les son adjudicadas, contradiciendo el estereotipo, al personaje de clase inferior. A pesar de ello, cada una de las chicas no pierde las características propias de origen.
Por debajo de todo eso, al fondo del lago, está el niño pez, una figura mítica que tiñe el relato. Pero el mito de origen de este texto probablemente no esté en una leyenda guaraní sino en el árbol frondoso de la literatura de los predecesores contemporáneos. Aquel que dio como fruto a una generación que podría llamarse los hijos de Aira.