Rasguña las piedras
Nacido en Cerdeña, periodista, escritor y dramaturgo muerto prematuramente a los 43 años, Sergio Atzeni responde a una tradición italiana de paisajes ásperos y problemática social e intimista a la vez. Radar recorre El hijo de Bakunín (su obra más difundida en Europa y uno de los títulos del proyecto editorial Un mar de sueños, concebido para la difusión de la cultura italiana en la Argentina), donde se reconstruye la vida de un minero comunista que quizás fue un galán proletario o quizás un farsante.
POR GUILLERMO SACCOMANNO
Entre los años ‘80 y ‘90, mientras el escritor sardo Sergio Atzeni traducía al italiano autores latinoamericanos, comparaba esta narrativa exuberante con su propia tradición: “Nosotros, en esta isla, en cambio, reímos de vez en cuando, quizá cuando hemos bebido, y somos desconfiados”. La literatura latinoamericana le despertaba admiración por su riqueza y falta de prejuicios. Lector entusiasta de Vargas Llosa, García Márquez, Borges y Cabrera Infante, entre otros, Atzeni prestaba atención a escrituras que, por su desparpajo, contrastaban con su propia tradición, que es la de un paisaje marcado por la austeridad y el laconismo. Analizando con fascinación al brasileño Jorge Amado, Atzeni arribaría a una conclusión: “El modelo literario de Amado es inaplicable a nuestra realidad. Tiene una alegría, un gusto por la vida, una extroversión en sus relatos que aquí en Cerdeña sonaría ridícula, porque nosotros no somos así. No somos alegres en absoluto. Somos personas un poco tristes, bastante serias”.
Al traducir a los autores latinoamericanos, Atzeni empezó a interesarse en el experimento lingüístico, la combinatoria de lenguajes, la hibridización de escrituras que pensaba ejemplares en su vitalidad. Nacido en Guspini, en la Cerdeña meridional, además de traductor, Atzeni fue también un periodista comprometido con los conflictos regionales. Si bien abandonó su isla para trasladarse a la península (concretamente, a la Turín de Cesare Pavese), Atzeni no dejó de escribir para los diarios sardos. Sus raíces permanecieron siempre en primer plano y, como Pavese, se adentró en el estudio de mitos y leyendas que recrearía literariamente. Es en este punto donde su preocupación por la lengua lo conecta con aquellos escritores de la posguerra que proyectaban consolidar una literatura nacional. “Conocer la historia de la propia tierra es un derecho y un deber al que ninguno de nosotros debe renunciar”, escribió.
Pero, cabe preguntarse, ¿en qué consiste este conocimiento? La definición puede encontrarse en otro escritor nacido antes en Cerdeña: Antonio Gramsci. “Conocimiento es poder”, reflexionó Gramsci mientras estaba confinado en la cárcel por el fascismo. “Pero el problema es complejo también en otro aspecto: no basta con conocer el conjunto de las relaciones en cuanto existen en un momento dado, y como sistema dado, sino que hay que conocerlas también genéticamente, en su modo de formación, porque cada individuo es, además de la síntesis de relaciones existentes, también la de la historia de esas relaciones: es el resumen de todo el pasado.”
En De cómo vivir entre piedras, John Berger reflexiona sobre la vida de Gramsci, el marxista, y su relación con Cerdeña. “Lo que uno percibe aquí en Cerdeña con más fuerza es la presencia de la piedra”, anota Berger a propósito de Gramsci. “Mires donde mires, ves piedras en contacto con otras piedras. Y, sin embargo, en esta tierra despiadada, uno roza algo delicado: hay una manera de poner piedra que revela irrefutablemente un acto humano, totalmente diferenciado del azar de la naturaleza.” No es casualidad entonces que Atzeni, en una conferencia sobre “Novela e historia” pronunciada en la Universidad de Parma como invitado a una cátedra de literatura angloamericana, fuera tajante al considerar que “la historia es la narración verídica de las vicisitudes del hombre sobre este planeta”. Es decir, eso de “poner piedra sobre piedra”.
Habrá que recordar esta idea, pues es el objetivo esencial de Atzeni: el registro de lo verídico como vía hacia la verdad. Y habrá que tener presente esta idea porque explica, como el paisaje de piedra en que se mueven sus héroes dolientes, esa combinatoria entre lo primitivo y la delicadeza.
El hijo de Bakunín (1991) de Atzeni es una novela breve y dura (dura como las piedras, como la explotación en una mina) compuesta por treinta y dos voces, de hombres y mujeres, que responden a la búsqueda que hace un periodista sobre Tullio Saba, un minero sardo que, según algunos, era un galán proletario y, según otros, un farsante provocador. El contexto de la historia es el que comprende las luchas obreras en lo que va desde el anarquismo pionero pasando por el fascismo hasta llegar a la crisis del comunismo luego de Stalin. La constitución de Tullio Saba como personaje es engañosa, fantasmal. “Descubrirás lo que queda de un hombre después de su muerte en las palabras y en la memoria de los demás.” Una escritura fragmentaria propone pistas y arma un rompecabezas cuya imagen nunca permanece fija. Tullio Saba es, de acuerdo con las diferentes versiones, tanto un pícaro como un héroe. Cada versión puede ser una estampa mínima de pocas líneas o bien puede ocupar tres páginas. Las evocaciones, los recuerdos, trampean. Lo real se vuelve entonces subjetivo, inasible.
Un antecedente probable de esta obra de Atzeni: En el bosque, esa nouvelle de Ryosuke Akutagawa que narra la investigación policial de un crimen. Distintas versiones de un crimen que no alcanzan para resolverlo. Finalmente, una médium aporta su versión y, de este modo, aclara el misterio. En la novela de Atzeni también hay un crimen y compromete al personaje protagónico. Al investigarse el crimen, alguien, un minero, declara: “Conté el sueño, otra cosa no sabía”. Más tarde, una mujer interrogada dice “haber sido visitada en sueños por la víctima, que le ha revelado el nombre del asesino”. Cuando le preguntan si su conocimiento de los hechos procede de la intervención de una médium, vuelve a repetir que simplemente ha soñado. Pero Atzeni no se ciñe con ortodoxia al mecanismo prolijamente detectivesco de Akutagawa, que se orienta a un ordenamiento de los sucesos en función de la aclaración del enigma. Más bien lo astilla y conforma su historia con esquirlas de oralidad. En este sentido, su método de composición parece arrimarse más al Faulkner de El sonido y la furia, otro antecedente probable. Pero allí donde Faulkner busca romper el lenguaje experimentando el monólogo interior y aplicándolo a las distintas perspectivas de una historia, Atzeni, atento a los registros de habla, avanza en otra dirección: la vertiente de lo documental, planteando la frontera turbia que divide realidad y ficción. O, si se lo prefiere, según sus propios términos, entre historia y novela.
Dos cuestiones entonces surgen en la lectura de El hijo de Bakunín: la puesta en tela de juicio de un punto de vista hegemónico, el cuestionamiento de la presunta ecuanimidad del escritor como demiurgo y la desconfianza de las fórmulas realistas tradicionales, recurriendo a la técnica periodística de recolección de testimonios. Un rasgo, una descripción, un comportamiento, una anécdota parecen de pronto configurar al personaje. Pero al rato estas voces, que se creían confiables, serán desmentidas por otras que echarán por tierra toda certeza. Lejos de operar como una broma retórica, el mosaico viene a cuestionar la noción de verosimilitud (ver la reflexión anterior de Atzeni sobre historia, novela y lo verídico). Así, toda presunción de dominio de la verdad deviene en fábula. No obstante, a través de esta apuesta, darles la palabra a los otros, a los testigos y/o segundones de la historia, apelando a la polifonía y sometiendo al lector al ejercicio sistemático de la duda, Atzeni consigue un efecto de realidad poco habitual. El chisme, la maledicencia de pueblo, la idealización del minero rebelde por parte de los vencidos, todos estos testimonios terminan por urdir una telaraña y, en las versiones que se contradicen unas con otras, se repara que el gran protagonista de El hijo de Bakunín no es Tullio Saba, el minero, sino el conjunto de quienes lo conocieron, quienes creyeron conocerlo o apenas lo rozaron. Así, la narración, discutiendo todo el tiempo la búsqueda misma de la verdad, conquista mediante los supuestos de la imaginación popular un andamiaje de pequeñas ficciones individuales que se parece demasiado a la historia. En tanto, surge una pregunta nueva. Si el protagonista de esta historia fragmentaria no es ya el sujeto de los relatos sino quienes lo predican, ¿a quién se le cuenta esta historia? ¿No será entonces el autor el verdadero héroe de esta novela? Atzeni no se deja subyugar con la figura de autor y propone un juego de ocultamientos sutiles y revelaciones parciales acerca de sí. Este efecto lo consigue en la medida en que, cada tanto, intercala una alusión al narrador poniéndola en boca de los hablantes. Quizá, se advierte, no hay acá, en este tramado, tanto un héroe como un fantasma y, de haber una heroicidad, ésta corresponde a hombres y mujeres anónimos. No es mucho lo que se puede saber de quien va compilando las voces, pero éstas, con sus observaciones acotadas sobre el narrador, resultan eficaces para corporizarlo. Se intuye que quien indaga sobre Tullio Saba es un periodista. “Un periodista comunista con un arito”, dice alguien. Otro lo amenaza: “Quítate ese arito, maricón”. Y no falta quien le reprocha: “Eres raro. ¿Te lo han dicho alguna vez? No, no es por el arito. También Maradona lo lleva”.
Sobre el final, Atzeni salta a un distanciamiento brechtiano: “Todo lo que han dicho lo he grabado en mi Aiwa, todo lo que he grabado lo he transcripto, sin agregar ni quitar una palabra. No sé cuál es la verdad, si existe. Sobre los hechos se posa el velo de la memoria, que lentamente se distorsiona, transforma, convierte en fábula, el narrar de los protagonistas no menos que los informes de los historiadores”.
El hijo de Bakunín fue adaptada al cine por Gian Franco Cabiddu. El film circuló por distintos festivales, obteniendo numerosos premios. Se lo considera una de esas obras resistentes que se oponen al borramiento de las identidades periféricas.
Sergio Atzeni, prácticamente desconocido en nuestro país, escribió denuncias políticas, y con conciencia militante desplegó igual pasión por el teatro, la música y los comics. Su obra narrativa abarca varias novelas: Apólogo del juez bandido, Pasábamos en la tierra ligeros y Bellas mariposas. A los cuarenta y tres años, después de dos décadas de una actividad intelectual frenética y después de algunos libros que rápidamente le habían deparado popularidad en Italia y en Europa, dejando inédita una novela de título profético, El quinto paso es el adiós, se mató al caerse de uno de los acantilados de su isla.