Domingo, 10 de julio de 2005 | Hoy
Por Jorge Lafforgue
La literatura es una rama de la historia. Pero, a la vez, la historia es un relato tensionado entre las apuestas literarias y el rigor de las ciencias.
Por ende, la historicidad de la literatura está en la base de su constitución.
Un ejemplo que lo atestigua: los géneros literarios no poseen límites inmutables, en cuanto ningún género determina su espacio para siempre.
Los géneros, pues, antes que sus espacios tienen circunstancias.
La crítica y el ensayo son aquellos géneros donde la historia se manifiesta en forma menos solapada, más ostensible, se diría sin ficción. Aunque tal manifestación no quiere decir que lo efímero y lo circunstancial constituyan su signo.
Según arrecien los vientos de los tiempos, los géneros aparecen y desaparecen del campo literario sin pedir permiso. La historia de la literatura está vertebrada por este proceso de turbulencias y cambio.
Un ejemplo de estos tiempos vertiginosos: el correo electrónico, el instantáneo e-mail, está desplazando aceleradamente las cartas tradicionales (desde la pluma a la máquina de escribir), que configuraron el género epistolar. Género que, bien se sabe, mucho había tardado en ser admitido como tal.
Claro que los escritores no escriben ni dejan de escribir por cuestiones de límites; sus incitaciones son otras, ostensiblemente otras.
Escribir es desordenar. El orden pone paños fríos, cauteriza, remienda, tapa, esconde: ordena.
¿La crítica? Suele hablar de géneros y de otras clasificaciones y desclasificaciones. Suele ordenar. Aunque no siempre, felizmente.
De donde –y que me perdonen los griegos– los géneros tal vez no sean más que una simple comodidad de los catedráticos o de los críticos para no naufragar en el mar de la poesía.
¿Se quiere decir acaso que la poesía escapa a la crítica? ¿Que el poder de penetración de la crítica no logra horadar el centro de la turbulencia insomne que gesta la poesía?
La crítica está en la base del Conocer, la poesía en la del Ser.
Entre Kant y Heidegger se labró el debate fundamental de la filosofía moderna.
¿Conocer para ser? O ¿ser para conocer?
Es muy probable que hoy como nunca antes, con modestia –o con radicalidad, como lo quiere Wittgenstein– se nos plantee la necesidad de una poesía centralmente crítica y de una crítica centralmente poética.
Frente a tales evidencias, ¿no estamos en el reino de la pura ficción?
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