Domingo, 22 de enero de 2006 | Hoy
NOTA DE TAPA
Después de haber realizado una trilogía sobre Marte que lo volvió fundamental en el ámbito de la ciencia ficción, el norteamericano Kim Stanley Robinson tomó un tema de agenda actualísima para la nueva trilogía que aún está escribiendo: el cambio climático y el calentamiento global. En esta entrevista, el autor vuelca su aguda visión acerca de la ciencia, el capitalismo y las utopías, y explica por qué el cyberpunk fue un aliado de Reagan.
Por Martín Pérez
Un poco de tenis, unas horas de trabajo en su granja, y en el medio la escritura de algunas páginas de su próxima novela. No es raro que el norteamericano Kim Stanley Robinson asegure que, a contramano del retrato del artista sufrido, el mejor momento de su vida de escritor es cuando está escribiendo un primer borrador. “Amo la rutina de esta clase de días”, confiesa. “Mi esposa está en el trabajo, mis hijos en la escuela, yo escribo durante dos o tres horas y después me dedico al jardín, hago algo de deporte y me ocupo de mi familia cuando llega a casa. Muy civilizado. Casi una vida normal”, cuenta desde su privilegiado hogar en la localidad de Davis, en el Valle Central de California, Estados Unidos.
Considerado como uno de los principales escritores de la ciencia ficción actual, la tan normal vida literaria y familiar de Robinson está matizada por detalles no tan normales, como una obsesión de más de tres lustros con Marte, cuyo fruto fue una monumental e indispensable trilogía, ambientada en el año 2027 y que a través de casi dos mil páginas –divididas en tres volúmenes: Marte Rojo, Marte Verde y Marte Azul y publicadas durante la década del noventa– narra los primeros doscientos años de su colonización, un trabajo que lo ubicó en un lugar de privilegio dentro del género. Tampoco es normal, al menos entre los escritores de ciencia ficción norteamericanos, una fascinación por Astor Piazzolla que confiesa apenas se entera de que las preguntas provienen desde un lugar llamado Argentina. “Apenas escucho hablar de Argentina, pienso en Piazzolla. Soy un gran fan de su música: lo escucho mucho, he leído varias biografías e incluso visité el que fue su hogar en Nueva York. Debo tener unos cincuenta o sesenta discos, que cubren toda su carrera. Así que, desde esta específica e intensa perspectiva, esto significa que Argentina es una gran parte de mi vida.”
Ese primer borrador que Robinson confiesa estar escribiendo de manera tan agradable, es el del tercer volumen –aún sin título, según confiesa su autor– de una trilogía sobre el cambio climático que arranca con Señales de lluvia, una novela que acaba de ser publicada en castellano por Minotauro. Pero es recién en el segundo volumen –titulado Fifty Degrees Below, y que recién fue publicado en Estados Unidos– que aparece el personaje de Edgardo Alfonso, un argentino que vive en Washington DC y que trabaja para el gobierno norteamericano, tal vez el homenaje más flagrante hacia la patria de su admirado Piazzolla dentro de la obra de Robinson. Aunque ya había hecho sonar su música, eso sí, en el muy marciano Mar de Hellas de su anterior trilogía, hacia el siglo veintitrés. “Para sugerir el crucial papel que Edgardo tiene en la primavera política norteamericana que imagino hacia el final de Fifty Degrees Below, es que titulé el último capítulo como una obra de Piazzolla: Primavera Porteña. Si, así, en castellano. Poco importa que, en realidad, los acontecimientos que se narran en la novela ocurran en noviembre, pleno otoño en los Estados Unidos. Después de todo, en Buenos Aires en esa época es primavera. Así que me imaginé que era un buen guiño hacia quienes, a esa altura de la narración, todavía sabían de qué estaba hablando.”
A la manera de El día después de mañana, aquella tan apocalíptica película del Hollywood más reciente, la última trilogía de Robinson imagina un apocalipsis inminente, vinculado al calentamiento global que la clase política norteamericana insiste en negar. Pero elige como centro del desastre, en vez de la tan cinematográfica Nueva York, el mucho más ejemplificador escenario de Washington DC. “Cuando imaginé la inundación de Washington en mi novela, pensaba en esa libertad existencial que, según J. G. Ballard, viene junto con cualquier desastre. Así que escribí esa inundación como un evento casi idílico. Claro que, luego del Katrina y la inundación de Nueva Orleans, ahora ese comienzo se lee de manera muy diferente. Pero es como en las tragedias griegas: uno no quiere tener razón, pero sin embargo la tiene.” Algo parecido podría decir Charlie Quibbler, uno de los protagonistas de Señales de lluvia, un esforzado asesor en materia de medio ambiente de un senador norteamericano de la oposición, pero tan ciego en materia de estos temas como quienes están en el poder. Traducida de manera tan descuidada como un best seller cualquiera, algo que no es muy común en el catálogo de Minotauro, tal vez Señales de lluvia no sea el mejor de los trabajos de Robinson. Pero tanto la urgencia de su temática, como la lograda humanidad de sus protagonistas –seres tan aburridos como burócratas o científicos, mientras que la novela no lo es–, hacen que sea un digno eslabón dentro de la bibliografía del más respetado utopista del género desde la aparición de Ursula K. Le Guin en la década del setenta, con libros como Los Desposeídos. Porque la fascinante trilogía de Marte de Robinson, a pesar de dedicarse a especificar científicamente las posibilidades de la colonización, es en realidad un ensayo político sobre la creación de una utopía, sobre la posibilidad –o no– de un mundo más justo, acá nomás, apenas un planeta más allá. “La idea de que las utopías pueden ser algo aburrido de vivir y de leer es simplemente un ataque político en defensa del statu quo. Una utopía no es un estado idílico, sino el nombre de una dinámica positiva de la historia, ya que la historia es algo que no deja de suceder jamás, y no un estado de cosas inevitable y eterno, como se suele retratar al sistema político actual.”
Cuando uno es pequeño, suele asustarse al darse cuenta de que el sol alguna vez debería apagarse inevitablemente. Pero luego uno se tranquiliza pensando que, cuando eso suceda, no va a estar aquí para verlo. Y entonces se dedica a leer sobre catástrofes semejantes en novelas de ciencia ficción... Pero todo hace pensar que vamos a terminar viviendo catástrofes similares en el transcurso de nuestra vida.
–Una de las cosas que más me interesaron de este asunto del calentamiento global y el cambio climático abrupto es que parece que ya ha comenzado y que vamos a vivir para verlo. Cuanto más pienso en ello, lo veo cada vez más cercano a mi trilogía sobre Marte, cuyos protagonistas discutían proyectos sobre transformar climáticamente el planeta, algo denominado Terraformación. Nosotros parecemos estar terraformando la Tierra, pero sin discutir sobre el asunto ni saber siquiera lo que estamos haciendo. Necesitamos saber qué es lo que está sucediendo, y necesitamos saberlo rápido. Porque, según parece, estamos viviendo todos dentro de una novela de ciencia ficción que estamos escribiendo todos juntos.
Cuando a Kim Stanley Robinson algún periodista norteamericano le pregunta, a la luz de los temas que laten en el corazón de sus historias, la razón por la cual ciencia y capitalismo no logran una combinación productiva, el escritor responde cosas tan contundentes como: “Nada puede combinarse productivamente con el capitalismo, porque es parasitario por definición”. Por respuestas semejantes, es que Robinson suele ser denominado como la voz de la izquierda dentro de la ciencia ficción norteamericana. Lo cual no deja de ser algo extraño, ya que en otros tiempos, hacia fines de la época de oro del género, los escritores que solían tener tanto interés como tiene Robinson en la primera parte del rótulo bajo el cual se publica lo que escribe –la de la ciencia, digamos– estaban generalmente ubicados hacia la derecha. Los “izquierdistas” de aquella época, mientras tanto, eran quienes se interesaban más por la ficción. “Así fue”, dice Robinson. “Pero la verdad es que no hay ninguna razón para que la ciencia ficción centrada en la ciencia tenga que estar ubicada políticamente a la derecha. Esa actitud siempre fue parte de un malentendido, por parte de aquellos ubicados en la izquierda, sobre la naturaleza utópica de la ciencia. Ellos sólo la veían como un brazo del poder, y no como uno de los orígenes del poder, cooptado por el mal, pero listo y esperando para trabajar para el bien. Y eso es, en parte, de lo que tratan mis novelas.”
¿Cuál es, entonces, la naturaleza de la relación entre la ciencia y el capitalismo?
–¡Me ha tomado varios libros pensar en eso como para poder resumirlo en una simple respuesta! Pero lo intentaré: es algo muy complicado, pero fueron creciendo históricamente juntos, y creo que pueden ser conceptualizados como hermanos siameses, dominando en este momento la historia mundial. Pero individualmente tienen diferentes logros y métodos, y lo que me preocupa es mostrar cuán utópico puede ser el método científico, cómo puede ser la metodología de la paz y la justicia, y la base de una sociedad sustentable. Y cómo debe resistir el convertirse en un mero instrumento de un capitalismo mundial y devorador. Porque veo al capitalismo como una especie de feudalismo tardío, una flagrante explotación de los muchos por los pocos, un poder jerárquico basado en la violencia, y que prefiere destruir el mundo antes que cambiar sus métodos o su economía, esa búsqueda de beneficios que es su único valor. Por eso es que mi visión es algo maniquea, con la ciencia del lado del bien y el capitalismo del lado del mal, y los dos enfrentados en combate por el destino del mundo, los únicos dos poderes que quedan aún en pie. Necesitamos entender esto y elegir de qué lado ponernos, y usar la ciencia para reformar el capitalismo hasta alcanzar cierto estado de cosas poscapitalista del que todos podamos sentirnos orgullosos.
A la hora de elegir referentes, después de Piazzolla, Robinson nombra otros escritores argentinos, como Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Manuel Puig y W. H. Hudson, un modelo a seguir en la descripción de tierras y paisajes lejanos. Pero, dado que cuando comenzó a leer ciencia ficción fue hacia la época en la que aquella Nueva Ola que renovó el género hacia fines de los ‘60, sus preferencias confesas y más específicas se inclinan hacia el lado de los hoy clásicos y fundamentales Ursula K. Le Guin, Gene Wolfe, Samuel R. Delany y Thomas M. Disch, el polaco Stanislaw Lem y los hermanos Arcadi y Boris Strugatski, por ejemplo. Los cuatro escritores del mundo anglosajón nombrados inicialmente formaron parte de una generación que, al decir de Ballard, supo fijarse más en el espacio interior que en el espacio exterior. Pero hacia la década del ‘80, cuando Robinson comenzó a publicar su primera trilogía, la de California, otros vientos soplaban en el género, los del cyberpunk, que Robinson –lector de los buscadores del espacio interior, pero con ganas de perderse en el espacio exterior, como lo hizo decididamente al ir en busca de Marte– no duda en calificar aún hoy como un estilo reaganiano. “Siempre me pareció que lo que el cyberpunk estaba diciendo era: ya no se puede ganar, el capitalismo ya ganó y va a ganar para siempre, así que hay que dedicarse a lo de uno y centrarse en la esquina de tu calle, que en ese momento era como un permanente decorado del cine negro. Por eso es que periódicos como el Wall Street Journal y otros medios defensores del sistema capitalista aplaudieron tan rápido al cyberpunk durante los años de Reagan. Porque encajaba en su programa, y ayudaba a que la gente abandonase toda resistencia política. Mi idea de la ciencia ficción es mucho más activista.”
Mientras el cyberpunk dominaba la escena de la ciencia ficción de los ‘80, Robinson publicó su trilogía californiana, o del Orange County. Tres novelas ligeramente interconectadas, y que aún no han sido traducidas al castellano, que narran tres posibles futuros para California: The Wild Shore (1984), en la que la región lucha por volver a la civilización después de haber sido destruida, al igual que el resto del país, por una guerra nuclear; The Gold Coast (1988), que retrata a una California sobreindustrializada; y Pacific Edge (1990), que la presenta ecológicamente sana, una suerte de síntesis entre la primera y la segunda novelas. Luego, sí, vendría la trilogía de Marte, seguida por Antártida (1997), casi un resumen más cercano en el tiempo y en el espacio de los problemas marcianos.
Antes de su actual trilogía del cambio climático, Robinson publicó una ambiciosa ucronía bautizada Tiempos de arroz y sal (2002), en la que la historia del mundo cambia con la devastación total de Europa por la peste negra. Se trata de un enorme volumen que cuenta cómo el mundo llega al mismo nivel de civilización actual, pero sin Occidente, motorizado por las civilizaciones china, musulmán e hindú, una idea políticamente demasiado incorrecta para el mundo post-11 de Septiembre. “Tiempos de arroz y sal es un libro algo fatalista, o determinista, sobre la naturaleza del progreso científico humano, sin importar qué cultura es la que reine sobre el planeta”, explicó Robinson en su momento, que despliega en las más de setecientas páginas del libro su fascinación por el budismo, utilizando la reencarnación para unir los relatos en los que está basada la novela. “Más que un escritor budista, me gusta pensar que hago lo que cada novela necesita de mí para existir. Hacho leña, cargo baldes de agua, corro cinco millas, escribo cinco páginas... ¡Si vamos a llamar a eso religión, creo que sería más un Novelista Zen antes que un Budista Zen! ¿Cuál es mi religión? La novela.”
“Un futuro ubicado apenas un poco más adelante que el presente.” Ese es el escenario de la ciencia ficción a la que se dedica Kim Stanley Robinson en Señales de lluvia, el primer volumen de su trilogía climática, cuyo primer germen apareció ya en su trilogía anterior. “Cuando estaba escribiendo sobre la terraformación de Marte pensaba, al leer sobre el clima: ya estamos terraformando la Tierra, alguna vez voy a tener que escribir sobre eso”, cuenta Robinson. “Cuando me dediqué a Antártida, ya tenía esa historia en la cabeza, e incluso era parte del proyecto. Fue entonces cuando me crucé con la frase cambio climático abrupto y al investigar descubrí que unos experimentos con el hielo extraído de las zonas polares demostraban que el clima de la Tierra había cambiado abruptamente en la primera era glaciar en apenas tres años.”
Si a esa pretensión de estar adelantado en el tiempo apenas unos pasos se le suma una particular mirada sobre el sistema político dominante en Norteamérica, se entiende por qué es que lejos de ser una novela catástrofe, a Robinson le gusta decir que su nueva trilogía es una farsa utópica. O una comedia negra utópica. “Necesitaba esos términos para describir de la mejor manera posible lo que estoy intentando hacer con esta trilogía, y también para alertar a los lectores de que la idea de ‘utopía’ no tiene por qué significar necesariamente un estático e inalcanzable estado de ‘perfección’ política. Así que, si la utopía es un proceso dinámico para hacer una sociedad más justa, entonces es correcto hacer una comedia negra, porque con la evidencia que tenemos hasta ahora, éste es un proceso en el que venimos bastante mal, y la constante y dolorosa comedia, cuasi quijotesca, viene de comparar nuestras aspiraciones con los verdaderos logros o la carencia de ellos. Así que la comedia negra es en la actualidad el tono perfecto para la novela utópica.”
A pesar de ese tono de comedia negra, no parece haber en su trilogía un lugar para un presidente como George Bush. ¿Por qué?
–Es que, con él, dejaría de ser una comedia. Es un auténtico desastre, y no quiero escribir sobre él, es algo que envenenaría al libro. Por eso la Casa Blanca está ocupada en mi trilogía por una especie de abuelo benigno y astuto, que pretende ser un cowboy porque le divierte y le conviene. Como Reagan, pero más agradable. Y espero que semejante personaje parezca real.
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