Domingo, 31 de diciembre de 2006 | Hoy
NOTA DE TAPA
De la literatura rural a los libros de cocina criolla, de la gauchesca al artesanado, el mate está incorporado a los ritos argentinos más profundos y, como tal, se erigió en un emblema para ofrecer al turista. Ezequiel Martínez Estrada, Ricardo Güiraldes y Benito Lynch fueron algunos de los escritores que, con acento campero o intimista, le escribieron poemas o lo usaron para cincelar picarescas estampas.
Por Claudio Zeiger
Es bastante probable que una eventual lectura de esta nota, o del poema de don Ezequiel Martínez Estrada con su dulce estribillo (“de ti a mí, mano a mano, el mate viene y va...”), sea acompañada por un mate, y una tajada de pan dulce que se anticipa al de la noche de Fin de Año o que sobró de anoche para el desayuno del primer día del año.
Es también probable que el mate se haya convertido en uno de esos objetos silenciosos, casi invisibles de la vida cotidiana. No reparamos en él, disuelto como está en nuestra vida doméstica. Esa bombilla muy usada y que empieza a taparse seguido, la yerbera descolorida. Cuando nos movemos por la casa, ya ni sabemos dónde dejamos el mate, que puede aparecer en los lugares más insólitos, como adentro del placard o la heladera, o se quedó olvidado en un rincón, oculto tras una pila de cd. Y sin embargo, en este mismo tiempo y en este mismo lugar (y al calor del creciente turismo) hay un auge del “arte” del cebar y el compartir mates, calabazas con ribetes dorados, los mates de plata (intocables souvenirs) se ofrecen en las plazas o locales especializados. En rigor, se trataría del eje de un capítulo de la gastronomía criolla, hecha de pastelitos dulces, bizcochitos, alfajores cordobeses y tortas fritas.
Y también es el mate un rastro, una huella, un capitulillo breve en la literatura nacional, mucho menos presente de lo que podría suponerse (ni se lo menciona en la Ida de Martín Fierro, por ejemplo).
En otros tiempos los escritores solían salir retratados con el equipo de mate, o con la pava y el mate (difícilmente la azucarera), gesto que hoy resultaría demodé o casi una provocación contra la figura del escritor que sale recostado en su biblioteca o fumando, envuelto en un humo insinuante, neutro y globalizado. Y mientras el mate era un ícono infaltable en el cine nacional y un tic ya hartante en las ficciones de la televisión popular (desde El Rafa a Gasoleros o Campeones), iba lentamente desapareciendo como guiño costumbrista en los libros de los nuevos narradores.
Desde luego, el mate literario es básicamente rural, mientras que nuestra experiencia del mate es mayoritariamente urbana y doméstica, como ya se esboza en el poema de Martínez Estrada. El gesto del mate como cifra de la intimidad se refuerza en la foto de Estrada y su mujer.
En cambio, es obvio que cuando escribió un poema al mate (“Mate”), Ricardo Güiraldes estaba esbozando descripciones imaginarias de una literatura rural, con resabios gauchescos y color local: fogón, rueda y no pocas imágenes insólitas dignas del “barrilete cósmico”. Lo llamó, al mate, “pequeña curcubitácea sonora como un coco”; “poronguito ilusorio”; “corazoncito caliente”. Enredado toda su vida en ensoñaciones de niño bien, tironeado entre el espiritualismo y el naturalismo, el gauchaje y el mujererío, Güiraldes se atrevió a afirmar que “la coquetería gaucha a veces orifica los labios, y deben haberse equivocado al darte un sexo masculino que más bien corresponde a la bombilla”, para finalmente aventurarse en una temeraria afirmación, cuando suscribió que el mate es “mamadera prostituta que te das a todos los labios y te sientas en todas las manos hasta estar lustrosa de manoseos”. Eso sí, como corresponde a un argentino medular de las primeras décadas del siglo XX, el poema está fechado en “París, enero de 1920”. (Para terminar con Güiraldes: si bien el mate tiene su presencia en su famosa novela rural, la primera bebida que se menciona en Don Segundo Sombra no es el mate (ni la caña ni la grapa, ni siquiera el vino) sino... la cerveza.
Otra intensa escena con mate aparece en la excelente novela de ambiente campero El inglés de los güesos de Benito Lynch. Ahí el autor deja registro de “una de las más groseras y perversas bromas que haya inventado la malicia gauchesca: caldear la bombilla de mate”.
Contradiciendo a sus compatriotas, que prohibían en sus empresas en el país el consumo de mate por considerarlo antihigiénico (la idea no explicitada era que podía transmitirse la tuberculosis), en la novela de Lynch el inglés Mr James acepta el mate que le ofrecen. ¡Y tiene su merecido!
“Apenas los labios ávidos se aplicaron a la bruñida bombilla de cobre, mister James, con un sordo rugido, arrojó lejos de sí el mate y se llevó ambas manos a la boca en un ademán de dolor desesperado.”
Durante varios días anda con la jeta encendida, pero su flema no le impidió volver a interesarse por la ingrata infusión.
Hoy, como en una repetición invertida de lo que sucedía en El inglés de los güesos, el mate se sigue ofreciendo for export con una amabilidad cool, sin caldear la bombilla; se ofrece como un producto autóctono altamente civilizado, una particularidad regional en la era global, un tono argentino de la diversidad. Ahora hay bares que venden mate como café (idea inexplicablemente tardía) y se vende a los japoneses como una bebida energizante (como si fuera un producto de esos que se toman en el gimnasio, o en la discoteca con vodka), aunque las referencias de la literatura gauchesca, de los viajeros extranjeros y de los especialistas en gastronomía criolla coinciden en señalar que era el complemento de la vida en la llanura, un factor de supervivencia más que un suplemento vitamínico. El mate y la carne eran las fuentes de energía para cubrir esas extenuantes distancias donde parecía habitar la nada.
Algo de esas distancias infinitas –cierto aire pensativo, el peso lento de los rituales, los gestos en el aire– nos habitan todavía cuando una tarde, por ejemplo la de este comienzo de año, pensemos en lo que depara el futuro, mientras el mate se entibia a un costado, sobre la mesa, cerca de la computadora o la televisión, al borde del precipicio del balcón, o apoyado en una repisa inestable. Al borde del olvido, pero ahí.
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