Una saga familiar danesa logra sus pinceladas más fuertes en el humor cáustico y la angustia ante la disgregación.
› Por Alicia Plante
Cabeza de perro
Morten Ramsland
Salamandra
380 páginas
Cuatro generaciones de una volátil familia noruegodanesa cargan sobre el lector enroscadas en una espiral de historias improbables que se permiten una a otra con gracia y coherencia. Se trata de una narración sin héroes, más bien con víctimas, en algunos casos de los grandes o pequeños delitos cometidos por ellos mismos. Son personalidades grotescas, patéticas, absurdas, pero también hilarantes y de algún modo verosímiles en sus incapacidades y su manejo idiota de las circunstancias. El daño que los victimiza a veces se lo infligen unos a otros, es una crueldad intrafamiliar digamos, distraída o indiferente pero nunca ingenua. Cada tanto deslumbran algunos gestos de ternura, pero en general esta multiplicación de padres, esposos, hermanos, abuelos, primos y tíos se debate en situaciones claustrofóbicas. No es fácil para el lector mantener sus identidades y vínculos a flote sobre los vaivenes en tiempo y espacio a que el autor los somete, instalándolos en un nivel rayano en la confusión. Morten Ramsland, el joven autor de Cabeza de perro. es licenciado en Literatura danesa e Historia del arte, y esta es su primera novela después de una colección de poemas y varios libros para chicos.
El relato comienza en 1944 a manos de un hombre joven del cual no sabemos casi nada durante buena parte del libro, hasta que también a él le llega el turno de nacer y crece mirando a su bella hermana y a su prima pelirroja y aporta su dote de perversiones y desconciertos. Es entonces el nieto de Askild hablando de su abuelo el que abre la narración contando su huida del campo de concentración nazi al que había sido enviado por capricho, porque no sabían qué hacer con el pequeño asesino de un militar alemán, y cómo es perseguido por perros y soldados a través de una planicie cubierta de hielo. Este abuelo Askild es sin duda el personaje principal de la saga, el eje de casi todos los hechos, aun cuando ni él ni el autor se lo propongan. Un hombrecito mezquino que no obstante divierte, egoísta, ridículo y borracho, antiguo contrabandista y ladrón, un fracasado como ingeniero naval al que despiden de incontables astilleros por su falta absoluta de sentido de realidad en el diseño de barcos y que arrastra a su mujer y sus tres hijos de una ciudad a otra en busca del empleo en que finalmente reconocerán su talento. Entre otras canalladas, en su haber como adulto y como padre está el robo al hijo de su amada colección de monedas antiguas para pagarse dos cervezas, el bastonazo iracundo con que rompió la nariz del menor por una travesura de mal final, hasta su persistencia en la pintura de cuadros de pésimo estilo cubista reflejando cada hecho importante en la vida de la familia.
A pesar de todo, Askild no sólo divierte: también emociona por momentos con su inmediata autenticidad. Aquel hijo mayor, Niels, apodado Orejotas obviamente por tenerlas enormes, nació dentro del retrete de la casa y su padre a duras penas logró rescatarlo de ese primer escenario para los signos del destino. Orejotas es otro perfil muy trabajado por Ramsland, pero ciertamente no el único. Hay, por ejemplo, tres caracteres femeninos (Bjork, esposa de Askild; Leila, primera esposa de Orejotas; Stinne, la seductora hermana del relator) que gravitan con peso propio en la narración. Aunque tampoco se salven.
Es posible reconocer ciertas constantes que se reiteran en los personajes y que podrían atribuirse a determinaciones genéticas, a modelos que se impusieron o interpusieron a través del tiempo, o tal vez a algo como un destino grupal confiado a manos sucesivas. Esas constantes son, por un lado, la atracción atávica del mar y los barcos como alternativa a una convivencia asfixiante, y la pintura como la otra via regia hacia una liberación por cuyos bordes sólo el relator merodea hacia el final del libro. Esta articulación del dibujo y la pintura como pasaporte a la libertad enrola a los que no navegan, y todos, pintores o marineros, buscan exorcizar el pánico o la culpa. En realidad nadie lo consigue.
En otras palabras, el humor cáustico y el empleo del absurdo por parte de Ramsland son un barniz que apenas esconde su profunda inquietud ante el poder disgregador del tiempo cuando la familia, más que unida, parece condenada a sí misma.
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