POESíA
El secuestro y desaparición de Miguel Angel Bustos durante la última dictadura privaron a la poesía argentina de un autor único, bendecido por autores tan disímiles como Gelman, Marechal y Mujica Lainez, y cuya ausencia todavía late. La edición de su poesía completa es, así, no sólo un acto de justicia sino la posibilidad de acceder a un universo original que, lamentablemente, nadie más volvió a habitar.
› Por Juan Pablo Bertazza
Visión de los hijos del mal
Poesía completa de Miguel Angel Bustos
Argonauta
457 páginas
Hay vidas rápidas y muertes jóvenes que, además de haber vaciado una generación, constituyen pérdidas irreparables para la literatura argentina. El secuestro y desaparición de Miguel Angel Bustos por parte de un grupo paramilitar –ocurrido el 30 de mayo de 1976– asfixió un itinerario poético que, si bien había alcanzado un desarrollo impresionante, fue silenciado a tal punto que todavía hoy resulta un tanto ajeno, desconocido. Dicho de otra forma, nos impidieron ver envejecer a un joven brillante –apadrinado y reconocido por luminarias como Juan Gelman, Leopoldo Marechal (en un acto insólito en él, le prologó un libro), Manuel Mujica Lainez y Enrique Pezzoni-– que, como suele pasar con los grandes discípulos, seguramente habría sido un excelente maestro. Como si, además de todo, nos hubieran arrancado un puente generacional, un invaluable canal transmisor de la experiencia poética.
Y sin embargo muy poco de su militancia se trasladó a la escritura: al leer la poesía completa del también dibujante y periodista Miguel Angel Bustos –que editó Argonauta con un excelente prólogo de su hijo Emiliano, también poeta, y viene a completar aquella antología realizada por José Luis Mangieri diez años atrás– llama la atención la escasez de referencias políticas directas, aunque dicho esto con reservas porque ahí está, por ejemplo, el poema “Sangre de agosto” sobre la masacre de Trelew (ver recuadro). Al mismo tiempo, Bustos encarna una vitalidad que no suele tener la poesía panfletaria y que tal vez vaya de la mano con el humor que impregna algunas anécdotas de su vida, como la que incluye otro valioso libro, lanzado el año pasado por el Centro Cultural de la Cooperación, que reúne sus notas y ensayos periodísticos: una vez que se encontraron Mujica Lainez, Bustos y otros escritores, luego de que Manucho presentara a su joven acompañante como un “sobrino”, Bustos hizo reír al autor de Misteriosa Buenos Aires con un chiste acerca de la “numerosa y, tal vez, interminable familia del autor particularmente inclinada a los sobrinos”. Tampoco parece compartir su poesía tantos rasgos con la generación del ‘60 con la que coincide cronológicamente. Si bien sería injusto reducir la poesía de Gelman, Pizarnik, Olga Orozco, César Fernández Moreno o Lubrano Zas a lo conversacional, es cierto que la obra de Bustos parece apuntar hacia otro lado. Bustos es de esos poetas que dan la sensación de manejar toda la paleta de colores, a tal punto que siempre están inventando nuevas tonalidades. Desde la simpleza ósea hasta el fraseo laberíntico, desde la profunda ingenuidad de sus dos primeros libros –Cuatro murales (1957) y Corazón de piel afuera (1959)– hasta el iluminador barroquismo que nace con Visión de los hijos del mal (1967) y culmina en ese libro capital de la poesía argentina que es, sin duda, El Himalaya o la moral de los pájaros. Bustos maneja con maestría una gama donde se entrelazan relampagueantes ideas con imágenes de honda sensualidad, lo lírico con lo narrativo, el fragmento (“El muerto es un niño que no juega./ El loco es un niño herido que juega./ El niño es un niño que niño.”) con el caudal oceánico de un lenguaje incontenible. Y eso mismo puede rastrearse, incluso, en la diversidad de los motivos recurrentes de su poesía –el cristal, el Tigre (tanto el animal como la localidad), el zoológico, el aquelarre, las uvas–, y en algunos de sus recursos como palabras en otro idioma (francés y portugués, sobre todo), cortes de verso extrañísimos, cuasionomatopeyas y hasta sistemas alternativos de acentuación (como el uso obsesivo del circunflejo en su inédito “Paisajes que duelen”). Claro que en Bustos todo ese material no se pierde en la nada sino que termina construyendo una cosmogonía original, con algo de las sabidurías milenarias (tanto indígena como china), la tradición maldita del Conde de Lautréamont, la “poesía pura” de Mallarmé y el sincretismo letra/dibujo de Henri Michaux (es sugestivo, al respecto, que además de ser él dibujante, el gran amor de su vida haya sido su segunda mujer Iris Alba, ilustradora de varias tapas de Sudamericana, entre las cuales se destaca la de El banquete de Severo Arcángelo).
Así como la poesía de Bustos no acostumbra hablar de política, tampoco resulta autorreferencial, es decir, no es una poesía que abunde en poéticas. Sin embargo, cuando sí aparece lo hace con tanta lucidez que, prácticamente, deja sin valor cualquier comentario. Eso sucede, por ejemplo, en su poema “Oboe para metales y palabras”: “Me acuerdo que éstos no son poemas hago ensayos de mundo desplazando pueblos enteros”. O en una frase que anotó en la hoja que servía de carátula a sus notas en La Opinión, y que define a la perfección la vigencia de su obra: “Los ensueños de la erudición tienen la velocidad del deterioro del papel. Lo que se escribe con sangre permanecerá mientras haya hombres en la tierra”.
Sangre de agosto
(publicado en Nuevo Hombre, nº 46, agosto de 1973)
1
Puede la nieve cubrir la tierra por un siglo
trazar el frío un jardín de flores azules en el hielo
mientras el desierto soporta la hambrienta luz del cielo
blanco.
Puede el sur ser más bello que el norte de fuego
pero para mí siempre será Trelew la región de la muerte
de mis hermanos.
No olvido la sombra de los rendidos en el aeropuerto
(las armas en el suelo
sonrientes como acabadas de nacer
con el coraje intacto
entregadas a un enemigo infame)
y aquella imagen de muerte del capitán de la Marina
surgida de las cenizas de batallas imaginarias
prometiendo garantías en nombre de un sistema inmoral.
(Otras escenas iguales en vileza
forman la historia oficial de mi patria.
Bravos capitanes sucios como éstos
asaltan la imaginación de nuestros hijos
para gobernar en sus almas
un vasto país corrupto).
2
Hermanos queridos
compañeros presentes para siempre
asesinados en un cuartel de tinieblas en el sur
cuando aquí en Buenos Aires
la incipiente primavera
abría el sol verde del sueño.
Hermanos míos
muertos para que nosotros alcancemos la vida
oculta en días no nacidos
corazones abiertos hacia el mar.
Playa de Copacabana
(16 de mayo de 1960, inédito)
Anoche murió el mar
nadie sabe que tembló
quieto
allá en las aguas.
Las gaviotas nos miran mudas
y luego se dan a volar.
Los niños que duermen en la arena
hablan de la larga noche del mar.
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