CRóNICA
CON McEWAN
Por Rodrigo Fresán (Desde Barcelona)
En vivo y en directo, Ian McEwan (Inglaterra, 1948) es exactamente igual a como uno se lo imagina a partir de sus fotos. Ni más alto ni más bajo de lo que parece y con un eterno aire de recién levantado donde parecen coincidir rasgos de Stan “El Flaco” Laurel y David “Kung-Fu” Carradine. Pero, también, atención, con la inesperada y bienvenida sorpresa –porque uno lo imaginaba tan dark a partir de sus ficciones– de estar dotado de un luminoso y amable sentido del humor y mucha menos pose que sus compañeros de generación literaria. McEwan llegó a Barcelona por tercera vez (y tercera novela) para quedarse tres días, pactó sólo cinco entrevistas, y el resto del tiempo lo pasa escribiendo su nuevo libro en la habitación del hotel, en bares y en ómnibus, “donde se me ocurren las mejores cosas; de vez en cuando, viene bien dejar el escritorio y descolocarse”.
La rueda de prensa pasa veloz. McEwan prefiere primero hablar él, contar cómos y porqués de Expiación y que recién después lleguen las preguntas. Llegan pocas, porque queda poco por saber luego de sus palabras. Le pregunto por el vínculo entre Expiación y The Go-Between de L.P. Hartley (novela que inspiró el film El mensajero del amor de Joseph Losey) y confiesa: “Sí, claro, ahí está: otro niño culpable recordando desde su vejez. La idea era rendirle un homenaje claro, con una mención, cosa queestaba en la primera versión de mi novela. Pero mi editor me advirtió que era imposible desde un punto de vista cronológico. Así que hubo que sacarlo. La novela de Hartley es muy importante para mí. Recuerdo que en sus páginas se describe una determinada portada de la revista Punch y que yo, cuando era joven, busqué esa revista y la encontré y era exactamente como la describía Hartley. Ese fue uno de esos momentos reveladores donde se comprende la manera en que la realidad empieza filtrándose en la ficción para, con el correr de los años, paradójicamente, descubrir que es la ficción la que acaba preservando a la realidad”. Le pregunto sobre la reincidencia en el vínculo fraterno en su literatura –desde su célebre cuento que abre el debut de Primer amor, últimos ritos, “cuento que escribí como una parodia de Henry Miller”, pasando por todos esos hermanos verdaderos, postizos, bestiales, hermosos-. y muestra el auténtico desconcierto de quien jamás había pensado en algo por el estilo.
McEwan se despide de los periodistas invocando dos citas –para él, contradictorias pero complementarias– que funcionaron como contraseñas mientras escribía Expiación, la novela que siempre quiso escribir pero que postergó “hasta acumular la experiencia de treinta años de carrera”: “La primera es de Virginia Woolf y a mí me parece un despropósito. Eso de ‘el personaje ha muerto en la literatura’. La otra es de Henry James y yo la recita como un juramento: ‘Toda ficción deber ser entretenida’”. Y se despide y parte camino a un cuarto de hotel, un bar, un ómnibus.
Al día siguiente, las reglas del juego son diferentes pero McEwan sigue siendo el mismo. Hay más gente –mucha más gente– en el British Council que en veladas similares con Amis, Kureishi e Ishiguro; Expiación ha entrado en las listas de best-sellers en castellano y en catalán (como viene ocurriendo en todos los países en que ha salido la novela) y el público lector mira a McEwan sosteniendo con reverencia ese libro con niña sentada en la tapa como sólo se mira a los escritores a los que se admira y se quiere mucho. “Yo tenía una idea muy clara para la portada de Expiación y se la dije a mi editor y no encontraron ninguna foto de archivo que funcionara. Así que hicieron un casting, entrevistaron a unas trescientas niñas hasta que apareció mi Briony. El fotógrafo la capturó justo en el momento en que decía “¡Qué aburrimiento!”
“Me dijeron que quiere ser actriz y, quién sabe, tal vez pueda aparecer en la película. No escribí el guión, lo está haciendo Christopher Hampton, el autor de la obra de teatro y la adaptación cinematográfica de Las relaciones peligrosas; pero la va a dirigir un viejo amigo para quien escribí cosas en el pasado y que el año pasado hizo Iris.”
Casi dos horas de conversación después, McEwan no ha dejado pregunta mía sin contestar y misterio suyo sin revelar. McEwan ha teorizado sobre la tensión entre realismo y modernismo (tema apenas secreto de Expiación); delimitado la potencia de la country-house y el jardín como ecosistema perfecto para el drama; revelado la génesis de su protagonista (“Briony está obviamente inspirada, de ahí el epígrafe que abre todo, en la Catherine Morlad de Northanger Abbey de Jane Austen: una joven que ha leído demasiados libros y que padece esa enfermedad que bien podría llamarse Síndrome del Quijote”); ha dejado bien en claro que respeta a la Briony escritora de su libro (“Pero yo soy un poco mejor, ja; aunque tengo que agredecerle el que me haya enseñado los placeres y las virtudes de la narración lenta y amplia. Antes de conocerla, cien líneas mías acababan siendo siempre, a la hora de la última corrección, apenas treinta. Cortaba mucho. Y debo decir que hay algo perturbador en el hecho de que la crítica se haya pronunciado de manera unánime en cuanto a que Expiación es mi mejor novela; porque Expiación es, finalmente, la novela que escribe Briony”) y ha mostrado un irónico y sentido desapego por los ritos y obligaciones de la mediática vida literaria de su país. Se ha reído de su pasado de enfant-terrible de la literatura inglesa y mal alumno de Beckett –”desconocía el valor de las comas, era adicto a los puntos y el ritmo interno de los párrafos me estaba vedado... Supongo que aquel joven Ian, siempre preocupado por compaginar su amor por Kafka con su amor por Tolstoi, se mostraría sorprendido por el hecho de que este Ian maduro haya escrito una novela `clásica’ como Expiación... ¿Y cómo veremos estos dos Ian al Ian que vendrá? Quién sabe, supongo que será un Ian que comenzará a escribir seriamente sobre la muerte. Es un tema inevitable. Todos caemos en eso. Los poetas más que los narradores; pero nadie se salva de pasar por allí: es una experiencia que nos hace a todos iguales. Imposible no intentar escribirla. Los últimos tiempos ayudan, además.
“El otro día hablaba de eso con Martin (Amis); conversábamos acerca de esta tenue depresión en la que todos vivimos desde lo del 11 de septiembre. Es como una neblina. Hemos entrado en una nueva y fúnebre época. Va a durar lo suyo, vamos a vivir preguntándonos acerca de dónde estallará la próxima bomba. Nos estamos cociendo a fuego lento en el caldo de los errores cometidos durante la última mitad del siglo XX: Y eso, esa niebla –por más que la literatura demora algo en procesar los golpes de la Historia– acabará invadiendo y afectando a nuestras ficciones.”
Después de acalambrarse la mano por dedicar libros, la cena y la conversación continúa en un restaurante del Eixample barcelonés junto al director del British Council Martin Fryer, Jorge Herralde (“el editor español que me viene publicando desde mi primer libro”, agradece McEwan; “el primer nombre del Dream Team que publiqué”, retruca Herralde) y la Mariscal de Prensa de Anagrama, Ana Jornet.
Allí se habla de otras cosas: de asesinos seriales, series de los años setenta, de violencia doméstica y de la relación de la intelectualidad british con el comunismo (a partir del reciente libro de Amis, cuya próxima novela, promete McEwan, será la forma más exquisita y bestial de incorrección política). También de Julio Cortázar (McEwan admira todos sus cuentos, en especial “La autopista del Sur”, pero no le perdona su inocente culpabilidad por haber inspirado Blow-Up, “una película que me fascinó en mi adolescencia y que acabo de volver a ver y casi me desmayo de vergüenza”), de las muchas esposas de Salman Rushdie y de la Familia Real (“Me gustaría vivir lo suficiente para verlos marcharse caminando hacia el horizonte, pero no creo: venden muchos periódicos”). Sobre los escritores “perdidos” (Powell, Priestley, Waugh, Maugham, Galsworthy, Ford) y la importancia de las miniseries de la BBC a la hora de “reencontrarlos”; y sobre el niño como personaje de la literatura inglesa, con escalas en What Maisie Knew y The House in Paris. Al final, McEwan elige un postre –”imposible no pedirlo”, se defiende– que en el menú figura como Delirium Tremens de Chocolate. Y, feliz y satisfecho, se lo come con la sonrisa de quien sabe que se ha portado bien, a la perfección, que se lo tiene más que bien merecido, que mejor imposible.