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Domingo, 27 de octubre de 2002

CENTENARIOS

La felicidad colectiva

El próximo 31 de octubre, en coincidencia con la transformación política que vive Brasil, se cumple el centenario de uno de los más grandes poetas del siglo pasado, el mineiro Carlos Drummond de Andrade, reverenciado por igual por los intelectuales fundadores del PT y la generación argentina de Poesía Buenos Aires. Una buena ocasión para reflexionar sobre las relaciones entre poesía y sociedad: a partir de un puñado de versos magistrales de Drummond se puede pensar el pasaje de una soberanía nacional-popular a una soberanía multitudinaria.

POR RAUL ANTELO
Borges sentenció en alguna página de la Enciclopedia Jackson que, por su anhelo de maravillas, por su nostalgia, por su afición a la melancolía y a la desdicha, la literatura portuguesa difiere profundamente de la española. Heredera de ella, la brasileña perpetúa el tópico portugués de la saudade transformándolo, en cambio, en solidao. En efecto, toda la poesía brasileña del ochocientos gira en torno de una relación extrema, exasperada, entre el poeta y su mundo. La “Canción del exilio” de Gonçalves Dias (1843) es su marco inaugural. De allí proviene una línea en que la tradición se construye por medio de un sentimiento de extradición y soledad.
El tópico “Minha terra tem palmeiras/ onde canta o sabiá”, que la malicia borgeana atribuía, tan deliberada como erróneamente, a José Martí, diseña así dos espacios, el acá (Europa) desde donde habla el poeta, y un allá idealizado, el Brasil, tierra de lejanía, cuya ausencia se endulza atribuyéndole más cualidades que a los demás espacios.
Nace, sin embargo, de esa conciencia amena de desplazamiento, el imperativo de elaborar la falta. Lo que para Gonçalves Dias era una traumática posición del yo ante el espacio escindido (acá/allá), para otros poetas señalará la relación de ese mismo sujeto con un tiempo partido: el de una vida adulta turbulenta que sin cesar añora la plácida infancia perdida. Se arman así dos núcleos productivos de espacio-tiempo: la ciudad (el acá iluminista) y el campo (la oscura lejanía). En el primero, Machado de Assis; en el segundo, Euclides da Cunha o Glauber Rocha.

ES MI TIERRA/ Y ES AUN MAS QUE ELLA
Carlos Drummond de Andrade (1902-1987), cuyo centenario se completa el próximo 31 de octubre (ver su biografía en la página 6 de esta misma edición), quizás ejemplifique, mejor que nadie, la traducción modernista de ese conflicto cultural. Uno de sus primeros y más impactantes poemas sitúa al yo, solitario, frente a “la Cosa”: “En medio del camino había una piedra/ había una piedra en medio del camino/ había una piedra/ en medio del camino había una piedra./ Nunca me olvidaré de ese acontecimiento/ en la vida de mis retinas tan fatigadas./ Nunca me olvidaré que en medio del camino/ había una piedra/ había una piedra en medio del camino./ En medio del camino había una piedra”. Esa marcha minimalista y obsesiva, que es exilio del yo y ausencia de tradición, nos propone asimismo una relación tensa entre los tiempos. Una auténtica extradición frente a cualquier ámbito doméstico.
Hay una reescritura de ese poema en los años posteriores a la guerra: “La máquina del mundo”. Un dispositivo descomunal obstaculiza ahora la marcha. Le ofrece al poeta el sumo saber. Tímido y apocado, prosigue sin embargo la caminata, desdeñando la chance que se le abrió y en consecuencia perdió, quizás para siempre. Drummond, como buena parte de los modernistas, reescribió así la “Canción del exilio”. Unas veces lo hizo de forma deliberada; otras, en cambio, impensadamente. Su “Elegía 1938” concluye: “Corazón orgulloso, tienes prisa en confesar tu derrota/ y postergar para otro siglo la felicidad colectiva./ Aceptas la lluvia, la guerra, el desempleo y la injusta distribución/ porque no puedes, solo (sozinho), dinamitar la isla de Manhattan”. Quien sueña en ese poema con el terror como salida es un sujeto acosado, gramaticalmente acotado, entre comas. Ese sozinho enclaustrado por la sintaxis, pero también por ella destacado y puesto de relieve, es el mismo sozinho que habíamos leído en el verso central del poema de Gonçalves Dias: “Em cismar, sozinho, à noite” (“Al pensar, solo, de noche”). La soledad y los laberintos individuales trazan trampas en el tiempo.

LA VIDA ES UNA ORDEN
Otro escritor centenario, Sérgio Buarque de Holanda, también logró comprender esa sutil paradoja de los países nuevos queextraen de la tradición occidental sus mejores energías fáusticas para perderlas en grandiosos proyectos. En su ensayo Raíces de Brasil, Sérgio Buarque buscó el marco estatal-popular a partir del cual construir una cultura moderna. Encontró, sin embargo, un umbral mundial y multitudinario que sólo les aportó más angustia a sus contemporáneos. “Trayendo de países distantes nuestras formas de convivencia, nuestras instituciones, nuestras ideas, y porfiando en mantener todo eso en un ambiente muchas veces desfavorable y hostil, somos todavía hoy unos desterrados en nuestra tierra.” No había novedad en tal sentimiento. Eso que Buarque de Holanda apuntó en su ensayo de 1936 ya se había leído, una década antes, en El tamaño de mi esperanza, cuando Borges define a esa “tierra de lejanía” que es la pampa como una “tierra de desterrados natos”, “de nostalgiosos de lo lejano y lo ajeno”.
O sea que, para Borges, Sérgio Buarque de Holanda o el mismo Drummond, la tradición es una sombra; el futuro, completamente nebuloso; y le cabe al presente, al instante-ya, iluminar con esperanza renovada un tiempo tan esquivo como incierto. “Tus hombros soportan el mundo/ y él no pesa más que la mano de una criatura./ Las guerras, las hambres, las discusiones dentro de los edificios/ prueban apenas que la vida prosigue/ y que no todos se liberaron aún./ Algunos hallando bárbaro el espectáculo,/ preferirían (los delicados) morir./ Llegó un tiempo en que nada se gana con morir./ Llegó un tiempo en que la vida es una orden./ La vida apenas, sin mistificación”, escribe Drummond.
Cuando Antonio Candido, el más agudo crítico brasileño, quiso, en los años cuarenta, encontrar un núcleo productivo en la escritura de Drummond, creyó hallarlo en el agotamiento de la investigación de las motivaciones individuales por sí mismas. Esto le permitía extraer de la soledad un sentimiento de fraternidad, construido a partir de una fragilidad compartida con el resto del mundo. Muchos años más tarde, al celebrarse el medio siglo de Raíces de Brasil, Candido retomaría la idea, datando en ese momento crucial la aparición, entre los intelectuales brasileños, de una conciencia más aguda o trabajada para la cual el ensimismamiento era simplemente improductivo e inocuo.
En ese elogio al emergente “radicalismo potencial de las clases medias”, al que Candido y Sérgio Buarque, como fundadores del Partido dos Trabalhadores (PT), se entregaban con ahínco por ese entonces, está la llave para entender a un poeta como Drummond, no alineado, pero en sintonía con las líneas profundas de su cultura.
Está allí, además, el puente que la situación actual nos tiende hacia la sensibilidad inaugurada por los modernistas. Porque, si bien se puede argumentar que la angustia de aislamiento no es exactamente un sentimiento político, un Sentimiento del mundo (como reza el título de uno de los libros de Drummond, el de 1940), no obstante ese sentimiento de inadecuación es, por otra parte, el sentimiento moderno más emblemático y, por lo tanto, el más público que existe. Es en suma ese concepto lo que nos permite pasar de una fenomenología datada, la tensión entre lo íntimo y lo público, característica de la soberanía nacional-popular, hacia una soberanía de otro tipo, masiva, multitudinaria y diseminada, pero no menos ambivalente, en que la angustia deriva de la exposición unilateral de las nuevas multitudes al valor-mundo que entre ellas circula incesantemente.
El mismo Candido señaló en su ensayo Literatura y subdesarrollo que una literatura adquiere autonomía cuando sus escritores comienzan a ejercer papel de modelo en otras tradiciones. Daba el ejemplo de Borges, refluyendo hacia las literaturas europeas. Podríamos agregar el de Drummond, poeta reverenciado por la generación de Poesía Buenos Aires. Cuando, en la “Balada de la piedra que llora” leemos: “La muerte se muere de risa pero la vida/ se muere de llanto pero la muerte pero la vida/ pero nada nada nada”, ¿estamos leyendo a Alejandra Pizarnik o la paradoja de suprecursor? Drummond la acuñó en 1928 con “En medio del camino”. La reescribió más tarde en “Descubrimiento”, uno de los textos de Lección de cosas (1962): “El diente muerde la fruta envenenada/ la fruta muerde el diente envenenado/ el veneno muerde la fruta y muerde el diente/ el diente, mordiéndose, ya descubre/ la deliciosísima pulpa de la nada”.
Roland Barthes, cuestionándose la atracción que le producían unos dibujos de Saul Steimberg, volvería tiempo después a esa misma paradoja, que es la de Aquiles y la tortuga, y vería en ella una alegoría de la lectura, un paso titubeante, que al mismo tiempo quiere y no quiere, aun cuando vaya, de decepción en decepción, difiriendo siempre, hacia más allá, la noción misma de término o de límite. “No hagas versos sobre acontecimientos”, “No dramatices, no invoques”: en la dimensión infraleve de la palabra, Drummond rescata a la política de esa prisión biopolítica en que “la vida es una orden”.

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