VIDAS
La leyenda del santo bebedor
Por Juan Forn
En 1950, un judío mitteleuropeo que ha logrado sobrevivir a la guerra (huyendo de un campo de concentración en Bretaña, cruzando desde Marsella a Casablanca, de allí a Lisboa y de allí a Nueva York) vuelve al humilde hotel de París donde escribió su primera novela y pasó los cuatro años más intensos de su vida. Para su sorpresa, en el hotel aún guardan una valija suya con “trapos viejos”, la única de sus posesiones que no requisó la Gestapo en 1940. Entre los trapos viejos, hay una Biblia. Dentro de la Biblia, hay una carta manuscrita. “Leí las hojas con el corazón palpitante, y cuando llegué al final y mi mirada recorrió esa firma, me oí decir en voz alta: Mi buen amigo. Luego lloré un buen rato en aquella habitación miserable, separada por tan sólo cinco escalones del aún más miserable cuartucho adonde había arrastrado tantas noches a Joseph Roth, borracho perdido y ya mortalmente enfermo. Si entonces se hubiera abierto la puerta para dejar entrar a mi amigo, no me habría asombrado. Tan cerca sentía su proximidad aquella noche, más de once años después de su muerte”.
Esa misma noche, Soma Morgenstern se decidió a superar la afasia que tenía desde 1940 y se prometió a sí mismo escribir un libro (“aunque tuviera que dictarlo”) dedicado a su larga relación con Roth, desde que se conocieron en 1909 hasta los últimos tiempos en París, antes que estallara la Segunda Guerra. “La muerte en París, pensé. Ése sería el título”, se dice Morgenstern. Y en ese mismo instante recuerda las palabras que Roth le dijo a principios de 1934, en aquella misma habitación, cuando ambos intentaban dejar febril constancia en el papel del mundo que estaba pulverizándose ante sus ojos: “Te tomas todo demasiado en serio, Soma. Por eso no vivirás mucho más. Ya ves: yo soy un despojo, pero estoy mejor adaptado a esta época que tú. Y te sobreviviré”.
El fragor del alcohol
Morgenstern no era un Salieri ni un Boswell. Y su libro sobre Roth, como bien dice Ingrid Schulte, no es un acta notarial del recuerdo, sino el diálogo de un superviviente con un muerto inolvidable. Mientras los exégetas de Roth lamentan su muerte “prematura” por alcoholismo (a los 45 años), Morgenstern comenta que la sola noticia de que su amada Francia metía a los emigrados en campos de concentración habría acabado con su vida, sin necesidad de enviarlo a un campo. Mientras los puritanos se preguntan cuán alto hubiera podido llegar Roth de no haber bebido tanto, Morgenstern contesta que habría sido sólo un periodista –fascinante, eso sí– pero sólo un periodista, si sus borracheras no lo hubieran hecho artista (“No puedo dejar de pensar que el alcohol era su destino para lo bueno y para lo malo. ¿Para lo bueno también? Sí, porque hubo momentos en que el alcohol lo ayudó a soportar la adversidad. Creó a su alrededor una cerrazón tras la cual pudo hallarse en soledad y encontrar valor para seguir durando. Y, en él, seguir durando significaba seguir escribiendo”, dice Morgenstern). Y eso luego de relatar una escena formidable en donde Roth le confiesa que todas las buenas ideas le vienen bebiendo y le propone, con su novela El peso falso en la mano: “Si quieres, te enseño todos los buenos pasajes y te digo a cuál bebida se lo debo”. A lo que Morgenstern contrapropone elegir él los pasajes, a ver si Roth es capaz de “develar la fuente” de cada uno de ellos.
En más de un sentido, Soma Morgenstern era la contracara –o una suerte de hermano siamés “en negativo”– de Roth. Ambos habían nacido en aldeas similares, muy cercanas a Tarnopol. Pero mientras Morgenstern provenía de una familia ortodoxa culta y numerosa, Roth era hijo único, criado humildemente por su madre luego de que su padre sucumbiera a la demencia religiosa y los abandonara para seguir los pasos de un rabino milagrero, y lo único que sabía de su religión era “lo que se puede obtener de una madre judía: folklore judío”. Mientras Morgenstern hablaba perfectamente las cuatro lenguas de la región, Roth a duras penas se hacía entender enyiddish, no hablaba una palabra de ucraniano ni de polaco, y sólo le quedaba el alemán, aprendido providencialmente en una escuela del ejército. Justamente ése fue el vínculo inicial entre ambos cuando el aún adolescente Roth se coló en un congreso de juventudes sionistas en Lwow, en 1909, al oír que un Roth participaba como delegado. Cuando Morgenstern le preguntó por qué lo había abordado a él, Roth le contestó: “Porque hablabas alemán. Y porque llevabas en el sombrero un crespón de luto. Así que pensé: Éste también es huérfano, no tiene padre, debe ser mi pariente”.
El éxodo
Hará falta un segundo encuentro, cuatro años después y ya en Viena, para que fragüe la amistad. Morgenstern está allí estudiando leyes, cumpliendo la promesa hecha a su padre antes de morir (ser juez, ya que no rabino; pero nunca, nunca, abogado); Roth, que es cuatro años menor, cursa a desgano Germanística. Ambos pasan las horas discutiendo sobre el futuro del mundo (es decir, sionismo, asimilacionismo y bolchevismo) y sobre literatura. Su ídolo común es Karl Kraus, y su legendario periódico unipersonal Die Fackel, pero ambos le temen tanto como lo veneran. La guerra es un corte brutal: ambos son convocados al frente y, cuando vuelvan a encontrarse, ya no serán los mismos. En palabras de Roth: “esa guerra que llaman mundial no porque la haya hecho todo el mundo sino porque en ella todos perdimos un mundo, nuestro mundo”. En 1920 se reencuentran. Morgenstern ha retomado sus estudios; Roth se ha librado del joven petulante de otrora, con monóculo y cabello rubio partido al medio. Se ha convertido en el “fugitivo voluntario” que siempre quiso ser. Como él mismo escribiría: “Me enrolé como voluntario para ir al frente y, cuando regresé, me di cuenta de que la dicha de no haber caído se había convertido en la desdicha de haberme vuelto un extraño en mi país. Ya que no se podía ni morir por él ni vivir en él, comencé a viajar”. El país, la patria a la que se refiere, no es su Galitzia natal sino el Imperio Austro-Húngaro, ese único lugar de pertenencia arrasado por la guerra que irá transformando, en sus prodigiosas notas periodísticas y novelas, en algo más que un topos literario: será para él, simplemente, una religión.
Dialéctica del iluminismo
Después de la guerra, Roth había comenzado a colaborar en periódicos de tiradas reducidas y tendencias revolucionarias, firmando Der Rote Joseph (“José el Rojo”) pero su fama como periodista iba a llegarle como columnista itinerante del Frankfurter Zeitung. Allí publicó sus explosivas impresiones sobre la revolución bolchevique después de un largo viaje por Rusia (fue el primero en vaticinar la caída de Trotski y el antisemitismo de Stalin), sus fenomenales piezas sobre el cabaret berlinés y vienés y la serie de notas que se convertirían en el libro Judíos errantes. También dio a conocer allí sus primeros relatos y novelas breves (a partir de 1923, antes de cumplir los treinta años), que aparecían por entregas y permitían al diario justificar los copiosos anticipos que exigía su redactor estrella. Ése es el Roth que Morgenstern reencuentra en Berlín y el que define su vida, al convertirlo también a él en periodista.
Por entonces, Morgenstern frecuentaba a toda la plana mayor literaria en lengua alemana, por su gran amistad con Musil y con Alban Berg, pero Roth se sentía más a gusto entre periodistas (de hecho, fue por esa razón que le consiguió el trabajo a su amigo). Dice Morgenstern: “A Ernst Bloch y Walter Benjamin, que también escribían para el Frankfurter Zeitung, Roth los evitaba como a la misma peste. A Theodor Adorno le tenía una inquina sin disimulo. Una vez le di a leer la Teoría de la novela de Lukacs y me dijo que se había torturado a lo largo de dos páginas y luego la dejó. Hablan todos como austríacos pero piensan como alemanes. Son nada más que filósofos, comentaba con desdén”. Cuando Robert Musil le elogió las “ideasde poeta” que veía en la novela Job, Roth dijo: “Eso porque es goy. A un judío se le ocurren fácilmente ideas así”. Cuando Thomas Mann se escandalizó con el prólogo de Huida sin fin (donde su autor pregonaba: “lo más importante son los hechos; ya no se trata de hacer poesía con ellos”), Roth dijo que esa clase de reacciones le significaban un placer. Cuando Stefan Zweig se ofreció a pagarle de su bolsillo una rehabilitación, Roth dijo: “Quiere pagar por mí porque sabe que, sin alcohol, yo no podría escribir una línea”. Incluso Kafka le parecía “un escritor para escritores”. Sólo Kraus seguía inspirándole un desdeñoso pero temeroso respeto (a tal punto que, años después, al enterarse en París de su muerte, diría: “Mientras vivió, lo sentía, al escribir, como si estuviera tras de mí y velara para que no pecase contra la lengua. Ahora que está muerto, lo echo de menos y empiezo a venerarlo”).
Autodidacta
Su empecinada itinerancia periodística generó en Roth la costumbre –que se haría leyenda en sus tiempos de París– de escribir en lugares públicos. En cada hotel donde se instalaba, tomaba por asalto la recepción o el bar y los convertía en su cuarto de trabajo. Allí leía los periódicos y escribía, recibía sus visitas y escribía, día y noche. “A mí no me puedes estorbar. Siempre tengo tiempo. Sólo la gente inepta no tiene tiempo para escuchar o para escribir”, repetía a quien quisiera oírlo. Morgenstern descubre por entonces que Roth también tiene tiempo siempre para una actividad adicional: beber. Quien lo había iniciado en el hábito era un veterano periodista político llamado Hugo Schulz. Cuando Roth quiso presentárselo, Morgenstern pensó que esa admiración “casi escolar” de su amigo se debería al olfato o la lucidez política del veterano, pero a lo largo de la conversación fue descubriendo que Roth era discípulo de Schulz en otro rubro: pedía siempre lo mismo y bebía en los mismos intervalos, imitando al pie de la letra hasta el modo de sostener la copa de su “maestro”.
Para entonces, Roth llevaba unos años casado con Friederike Reichler. Al principio, Morgenstern y el propio Roth habían adjudicado al temperamento posesivo de ella los “arrebatos histéricos” que tenía cada vez que el marido debía dejarla sola por un viaje. Pero en 1928, tras prolongadas consultas médicas, se le diagnosticó esquizofrenia y fue internada en una clínica para enfermos mentales. Durante los dos años siguientes, Roth se adjudicó la culpa de la enfermedad de su mujer y comenzó a estudiar psiquiatría por las suyas (incluso iba sólo a cafés donde hubiera revistas médicas). Cuando tuvo lista una serie de artículos sobre el tema, los envió al Zeitung. De manera “aguda y competente” afirmaba demostrar que la psiquiatría no era una ciencia y que los psiquiatras se limitaban a cambiar, cada tanto, los nombres de las enfermedades y su tratamiento. El Zeitung no se atrevió a publicarlos y dio libertad a Roth para que dispusiera de ellos. El Tagebuch de Berlín fue el único interesado en comprarlos. Su publicación desató un escándalo. Roth lo celebró como una victoria, hasta que descubrió que el dinero obtenido no cubría ni dos meses de la internación de su mujer (que sería trasladada por Morgenstern al manicomio público de Baden).
La huida hacia adelante
En 1932, la deuda que Roth había acumulado con el Zeitung era tal que le negaron un nuevo anticipo. Él los acusó de antisemitismo y renunció. Sería un año decisivo para él. Sorprendería a todos asentándose en París (en realidad, comenzaría a beber en forma tal que, un par de años más tarde, ya no podría siquiera cruzar la calle del hotel si no era en taxi), inauguraría con la publicación de La marcha Radetzky su período literario más extraordinario y, quizá bajo los efectos combinados de su orfandad y falta de patria, o quizá simplemente porrepugnancia a los nazis, se hizo monárquico. Morgenstern también se exilia en París, en el mismo hotel donde vive Roth, y asistirá allí a la segunda parte del título que le pondría a su memoria sobre la vida de su amigo: Huida y fin de Joseph Roth.
Si la huida de Roth había adoptado la forma de una doble errancia, no sólo en el espacio sino también en el tiempo (hacia todos los confines de ese pasado imperial, desde la corte vienesa hasta los más humildes shtetls ucranianos), el fin parece no ofrecer posibilidad de fuga, porque no hay manera de evitar el fondo de una botella: salvo en el reflejo deformado, en el expresionismo que puede sacarse del reflejo deformado que ofrece el vidrio grueso del fondo de una botella. Cuando parece que el círculo de monárquicos católicos se ha cerrado sobre Roth, hasta lograr reducirlo a una mera puesta en escena cotidiana de su leyenda (el vate que mantiene vivo, ya no con su pluma sino con su perorata, el sacro imperio de los Habsburgo, para un auditorio de un puñado de patéticos snobs en el exilio), Morgenstern procede a describir en un par de pinceladas la génesis del último libro de Roth. Y a mostrar cómo usó hasta el final los recursos que tenía para que el mundo se pareciera a lo que el quería que fuera el mundo.
Uno de los católicos que lo admiraba, Serge Dohrn, le cuenta a Roth un mito urbano parisino de aquel entonces. Roth hace llamar de inmediato a una mecanógrafa del Neues Tage-Buch (el periódico de emigrados en lengua alemana que le publicaba colaboraciones) y obliga a Serge a repetir una y otra vez la historia, mientras él la va reformulando oralmente, y la mecanógrafa tipea frase por frase las palabras de Roth. (“Así nació La leyenda del santo bebedor. Yo estaba presente”, dice Morgenstern. “Roth yacía en las profundidades que él mismo había ahondado en el banco almohadillado del café del hotel Tournon. De ese modo ingresó el bebedor en la literatura, y así fue su canonización”).
La leyenda terminaba con las siguientes palabras: “Que Dios nos dé a todos nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte”. Roth no la tuvo. Los católicos cerraron filas, primero en el hospital y luego en el cementerio. Juraron y perjuraron que Roth aceptó ser bautizado antes de morir y así lograron darle un entierro cristiano. El talmudista Joseph Gottfarstein, a quien concedieron rezar el kaddish ante la tumba, no tuvo estómago para hacerlo. Morgenstern dice que lo acompañó a una sinagoga de París donde lo hicieron a solas. Pero el verdadero kaddish por Joseph Roth es el libro que dedicó a esos treinta años de amistad. “Quedé agradablemente impresionado cuando noté que todo lo que había escrito sobre él no nos causaría bochorno alguno, ni a él ni a mí, si me lo encontrara en otro planeta y los dos tuviéramos la humorada de leer esas páginas”, dice Morgenstern. “Y decidí publicarlas”. Así fue.