Exito y tiburones
Por Esther Cross
El 6 de enero de 1985, la sección Libros del New York Times publicó la carta de un lector que escribía desde Winona, Texas, en defensa de Young Hearts Crying, una novela de Richard Yates, criticada por Anatole Broyard. Como los comentarios de Anatole Broyard abarcaban toda la obra de Yates —que ya incluía Once tipos de soledad–, la carta reivindicaba, en consecuencia, toda su escritura. El airado lector condenaba la observación de Anatole Broyard, para quien Yates carecía de “estilo” y “elocuencia autoral”.
Yates no es un escritor al que le preocupe hacerse notar. El error está en tomar por una falta lo que es un acierto y, sobre todo, una estrategia, una forma de ser narrativa. Lo dijo Cyril Connolly: cualquier poeta de talento podría escribir “los multitudinarios mares enrojecidos” o “ruega a Amaranto que se desprenda de toda su belleza”, pero sólo un maestro podría salir indemne tras escribir cosas como “te ruego que me desabroches ese botón” o el quíntuple “jamás” de Lear. Entonces, Yates es un maestro.
Yates escribe de parte de cada una de las personas que habitan sus historias. Puede ser la voz de un alumno que conspira en clase, la del taxista y la maestra casi histérica, la del soldado raso y de la novia que espera, en camisón, frente al espejo. Puede ser la voz de unos cuantos tipos en un bar. Semejante decisión, unida al voto de un silencio autoral, tiene un precio –que sólo puede estimarse al costo que implica una posición estética, una moral de la escritura, la honestidad en el uso de las palabras, como dice el escritor y personaje Bob Prentice en uno de los cuentos–. Al igual que Leon Sobel, el protagonista de “Luchar con tiburones”, Yates sale a buscar eso que llama “el misterio básico de lo humano”. Una iniciación, un viaje. Por la calle.
Las pruebas a afrontar no residen en paisajes de soberbio despliegue. Están a la vuelta de la esquina. Basta con alzar la vista sobre la mampara que separa la oficina de otras cien para ver la cara del gerente que no sabe cómo darnos la noticia del despido. Los once cuentos de este libro fueron escritos entre 1951 y 1961 por un escritor que es a la vez el guía y quien lo sigue en el camino. Tiene metas definidas y grandes anhelos, pero jamás distraería al lector robando cámara. Aquello que Anatole Broyard consideraría “estilo” hubiera sido un recurso fácil y seguro para un escritor como Yates. El estilo de Yates es la renuncia a eso, es librarse para convertirse en cada una de esas personas que, como por medio de un pase, llegando, en primer plano, a un detalle ínfimo que es revelador, se convierten en personajes que tienen un estilo particular bajo un modelo, dentro de un sistema en que se impone la uniformidad. Son rápidos flashes que alumbran el ojo de la cerradura por el que puede espiarse la verdad. Walter Henderson se ve muy sereno pero destroza un sobre de fósforos que lleva en un bolsillo del saco, hace como que trabaja mientras en verdad está haciendo tiempo porque sabe que van a despedirlo. En otro cuento, John Fallon, envalentonado, toma, triunfal, un trago de cerveza pero se atora y escupe en su puño pecoso. Harry, el veterano de guerra que es visitado en el pabellón de tuberculosos por su mujer –que tiene un amante– teje en un bastidor, como un negativo de Penélope. Pero el cuento es sobre ella. A McIntyre no le gusta que se note que usa dientes postizos. Y Ralph y Gracie sienten que sus respectivas despedidas de solteros, a un día de casarse, se parecen bastante a las frutillas con crema o el cigarro de un condenado a muerte, pero sonríen y agradecen y no dicen nada. Esa incursión a su mundo nos autoriza a ver después el mundo desde su punto de vista que ya es único y siempre personal, extraño y familiar al mismo tiempo. El verdadero blanco de todo voyeur cuando, tarde o temprano, se mira en el espejo.
Terrence Ross, el lector que escribió las contadas líneas de esa carta desde Winona, había sido alumno de Yates. Y a la luz de su justificada indignación, las opiniones de Broyard confirman la definición de Ambrose Bierce para quien crítico es una persona que se jacta de lo difícil que es satisfacerlo, porque nadie quiere satisfacerlo. No Yates, al menos. Alguien dijo que Yates es un escritor de escritores y eso puede discutirse, pero esto es seguro: Yates no escribió para satisfacer a los críticos. Como pocos escritores, Yates escribía historias para lectores de historias, fueran críticos o no. Si es cierto que el dolor se expone en las historias –se filtra a través de esos ínfimos detalles–, también es cierto que el placer de la lectura, la felicidad de asistir en calidad de testigo a cada uno de esos cuentos y novelas, equilibra con justicia la balanza. Lo que se ve no es la punta o la masa sumergida del iceberg, se ve la línea de agua que dibuja sus límites de acuerdo a la marea. No es la trama ni el tapiz; es el borde que las junta y las separa y que en cualquier momento puede darse vuelta para mostrar con nitidez alguna de las caras.
Terrence Ross no permaneció mucho tiempo en Winona y volvió a su pecera, la ciudad de Nueva York. Fui alumna suya en la Universidad de Nueva York, en 1999. En uno de sus cursos, tuvo la gentileza de prestarme Once tipos de soledad. Entre las páginas del libro estaba el recorte de esa carta, ya amarillento. El título era “Success and Sharks”, éxito y tiburones.
Así fue cómo me encontré un par de años después traduciendo los once cuentos del libro. Fácil, pensé. Equivocada. Cuando en un cuento no sobra ni falta una palabra pero a la vez se siente que cualquiera, apoyado en la barra de un bar o sentado en un taxi, o que cualquiera, en un patio de colegio o una oficina o un detrás de un biombo, puede sentarse y contar, casi filmar momentos de una vida –que a nadie le hubiera llamado mucho la atención pero que contiene, como un síntoma, las cualidades y problemas de todo lo que la rodea–, cuando eso pasa se ha abierto uno de esos libros que es a la vez un clásico y un libro de vanguardia.
La palabra vanguardia tiene otra acepción además de la beligerante, a la que estamos habituados. Vanguardia no es solamente la fila que avanza en la delantera. También es el lugar en una orilla desde el que se tiende el puente hacia otra. Los cuentos de Once tipos de soledad están llenos de puentes, de todas las maneras. En “El doctor Jack-o’-Lantern” estamos en un colegio suburbano, en el umbral de la periferia de Nueva York, a la que se accede por medio de un puente, y los chicos cuentan cada lunes qué hicieron durante el fin de semana. Esos reportes son, para las autoridades del colegio, un espléndido puente entre los mundos de la escuela y el hogar. Pero cuando Vincent Sabella, que viene de la ciudad, con dientes verdes y todo, hace su reporte, el puente vacila y parece quebrarse para dejarlo solo del otro lado de la orilla. En otro cuento el puente es temporal, la noche de Año Nuevo, la hora inevitable del balance. En “Constructores”, hay un viejo que quiere tirarse de un puente y un escritor que viaja de Manhattan al Bronx para entrevistarse con un taxista que lo contrata para que escriba por encargo. Y escribir cuentos es construir, eso queda bien claro. Walter Henderson, acodado en un puente, recuerda cómo besó por primera vez, ahí mismo, a la mujer que ahora lo espera en casa con sus dos hijos y que no sabe que lo despidieron. John Fallon, harto de todo, empuja el molinete del subterráneo de Queens a Manhattan. La clase de la señorita Snell la pasa muy mal durante una excursión a una ciudad de la periferia donde los trenes que van a Nueva York cambian sus locomotoras. En “Lo mejor de todo”, Ralph va y viene de Manhattan, y al otro día va a ir con Gracie a casarse a Pennsylvania. Ese es el puente que se transita al leer cada una de las historias. Quedan al descubierto las flaquezas de los grandes y la fuerza de los pequeños, de los que someten y los sometidos. Todo puede cambiar al subir una escalera,al entrar en un pabellón de veteranos de guerra, todo puede cambiar al leer un aviso clasificado en el diario o al salir corriendo del colegio el último día de clases. Existen, además, puentes secretos, sugeridos, entre los personajes de estos cuentos. Hay personajes secundarios que se repiten en una y otra historia, tejiendo una red en la que habitan, un mundo en que todo se conecta y desconecta al mismo tiempo. Y otros puentes: la disyuntiva entre ser Hemingway o Scott Fitzgerald –ser Hemingway cuando se quiere ser Scott Fitzgerald y Scott Fitzgerald cuando se quiere ser Hemingway– también construye un puente entre ambos escritores en 1961, el mismo año en que Hemingway emprendió la más arriesgada de sus excursiones.
La dificultad de traducir a Yates estuvo, en primer lugar, dictada por el respeto que infunde su escritura –respeto practicado por el mismo Yates cuando ingresa de lleno en el mundo privado de los personajes– y porque la docilidad con que derivan las palabras guarda, además de un ritmo, una busca del nombre preciso de cada situación y cada cosa. Las palabras no son elegidas al azar y hasta esa comodidad feliz, despreocupada, con que pueden leerse responde a un sistema. En el sistema de Yates las palabras están en dialéctica permanente.
Dicen que los libros son familias. Richard Russo observa que Yates también es Chéjov, pero leído por Yates. Richard Ford reconoce la influencia de Yates en su escritura. Sus hermanos, mayores y menores: Tennessee Williams, William Styron, J. D. Salinger, John Cheever, John O’Hara, Raymond Carver, Dorothy Parker, Kurt Vonnegut. La lista sigue. Yates es un escritor de vanguardia porque habita el lugar desde el que se tienden los puentes, el cambio mismo, el salto.
Nacido en 1926, después de la Primera Guerra Mundial y en vísperas de la Depresión, combatió en el frente de la Segunda Guerra Mundial, y escribió durante la Tercera, la Guerra Fría, la engañosa Edad Dorada, en palabras de Hobsbawm, ese tiempo en que todas las distancias parecían acortarse. El mundo ganaba velocidad –para huir del pasado con toda rapidez–. El puente entre el presente y la experiencia del pasado era uno quebrado por la falta de tiempo –programada– para revisar lo sucedido. Generaciones enteras vivían en la amenaza de un conflicto que, de estallar, volaría todo por el aire. Ese era el tono de la vida cuando Yates escribía estos cuentos. Pocos escritores, como Yates, supieron afinar ese tono con tanta precisión, lucidez y piedad.
Yates no gozó en vida del merecido reconocimiento y hoy se convierte, sin embargo, en el escritor emblemático, en el autor de una épica que enseña la gesta del fracaso americano. En uno de los cuentos, observa que los lectores quieren conocer la verdad, aunque sólo la aceptan si viene nombrada por la firma de un reconocido. Con el tiempo, sus historias, la indudable fuerza, el rigor y comprensión que transmiten, ha resuelto esa paradoja. Hoy, como dice Rodrigo Fresán, ese eco desesperado pero que jamás desafina se sigue oyendo en películas como, por ejemplo, Belleza americana y Magnolia.
Aunque admirado por lectores y colegas, Yates padeció el ensañamiento de un sector de la crítica. A las desafortunadas opiniones de Broyard se sumaron, con el tiempo, algunas otras, que acusan a sus personajes de perdedores. Tal criterio derribaría de un solo plumazo gran parte de la historia de la literatura. Según esos parámetros, Hamlet fue un perdedor –como hijo, como novio, como príncipe–, y podría competir cabeza a cabeza con Romeo y con Julieta, con Emma Bovary, con el príncipe Mishkin, con Ismael, Holly Golightly, Anna Karenina y hasta Gregorio Samsa. La lista sería interminable. Pero hay algo más que objetar a ese tipo de críticas. Podría decirse, en primer lugar, que los personajes de Yates no son quienes fracasan. Es el sistema que impone eso llamado éxito comocriterio imperativo de valor el que fracasa a la hora de juzgarlos –cuando en verdad quizá no se trata de juzgarlos–. Y aún más. Abro un libro de Jean Améry y leo: “No es verdad o en cualquier caso no es del todo verdad que el ser humano sea sólo lo que ha realizado. Mis potencialidades de antaño pertenecen a mi persona tanto como mi posterior fracaso o mis insuficiencias”. En esa brecha entre las potencialidades y el infortunio de cada uno de los personajes de este libro crece, se impone como un puente, algo que todos comparten: la dignidad. Y eso puede no ser un éxito para algunos, pero es, indudablemente, un triunfo.
Como Bob Prentice, Yates trabajó en la United Press y escribió por encargo. Libros, notas, discursos para Robert Kennedy, guiones. Como John Fallon, Yates luchó en la Segunda Guerra Mundial. Como Harry, contrajo tuberculosis y estuvo en un hospital de veteranos de guerra. Como Leon Sobel, Yates contó el número de libros que había escrito y eran nueve. Murió en 1992. Hoy quedan partes, dicen, de uno inconcluso.
Este texto pertenece al prólogo de Once tipos de soledad.