Frontera y escritorio
Dos recientes libros de ensayos de dos fabuladores
profesionales (Salman Rushdie, Jonathan Franzen)
actualizan una vieja incógnita: ¿por qué los novelistas usan la no-ficción para contrabandear sus autobiografías?
Por Rodrigo Fresán
Hay, siempre, una inevitable tensión en el aire cuando un escritor de ficciones se pone a escribir no-ficciones. ¿Qué dirá? ¿Qué va a decir que no haya dicho en sus novelas? ¿Por qué y para qué hacerlo si, tal vez, la principal función social de un narrador es crear otro mundo –cercano o lejano al nuestro– y ofrecer un respiro, una alternativa? ¿Y qué sentido tiene publicar un libro de ensayos que, está claro, venderá menos que Hijos de la medianoche o Las correcciones? No importa. Allá vamos otra vez y –atención, aquí está la trampa– en los países civilizados, por lo general, el libro de ensayos se va armando solo, a partir de lo que se va publicando en revistas y diarios, aquí y allá, respondiendo a los dictados de un mapa secreto y una agenda personal. Y detalle más que importante: el libro de ensayos contribuye eficientemente a engordar el monto de un contrato cuando se lo pacta por adelantado junto a nueva novela o paquete de reediciones. En cualquier caso, es lógico que los escritores de ficciones se pongan a pensar sobre la realidad, porque, ¿de dónde creen ustedes que sacan todas las ideas para sus irrealidades?
SE DICE DE MI
Paradoja más que frecuente. Al final ciertos libros de noficción a cargo de ficcionadores tratan sobre el mismo tema: el escritor que los firma entendido, súbitamente, como persona que se nutre de todos los mejores recursos de un personaje moviéndose por un mundo hecho a su imagen y semejanza, donde se siente como Jehová o Adán, según el ánimo que tenga y el humor del paraíso que crearon y del que fueron expulsados. Es el caso de los nuevos libros de ensayos de Salman Rushdie (Bombay, 1947) y Jonathan Franzen (Illinois, 1959), dos escritores parecidos pero muy diferentes. Rushdie y Franzen se parecen en el convencimiento –expresado de diferente manera pero con idéntica soberbia– de que son geniales. El problema, claro, es que Rushdie ha convencido de que es genial (más allá de sus perturbadores y fascinantes altibajos) y Franzen (considerando Las correcciones, un astuto refrito, como su momento más dorado hasta la fecha) está convencido de ser genial. Los porqués de una y otra patología quedan claramente establecidos en Step Across This Line: Collected Nonfiction 1992-2002 (el de Rushdie) y How to Be Alone (el de Franzen). En el primero de ellos, Rushdie se propone como personaje fascinante inmerso en un mundo fascinante. En el segundo, Franzen se presenta como personaje fascinante en un mundo que, parece, no es digno de él. Rushdie lo abarca todo: U2, Arthur Miller, el retorno a su India, la hipotética muerte de la novela y la inmortalidad del fútbol, los Rolling Stones, la muerte de Lady Di, los “Años de la Peste” que marcan su encierro por la fatwa y la manera en que se ve todo desde ahí adentro. Y ubica al principio y al final dos largas y formidables reflexiones: la primera es un análisis a fondo, tan sentimental como desopilante, del film El mago de Oz (al que considera el Big-Bang de toda su obra); la segunda –el largo texto que da título al libro– medita sobre la frontera como material y materia mutante (el Gran Tema de todas y cada una de sus grandes novelas) a principios de un tercer milenio en el que antiguas líneas divisorias comienzan a resurgir, amparadas en supuestas novedades high-tech que enmascaran ideologías ancestrales. Ahora sí son las fronteras las que nos cruzan a nosotros.
Y DIGO YO
Si el de Rushdie es un libro que sale a la conquista del mundo inabarcable y que cambia segundo a segundo, el de Franzen es un libro que sólo nos dice que un mundo según Franzen sería un mundo mejor. Y como no lo es, mejor quedarse en casa hasta que ese día llegue. No es que Franzen escriba mal –todo lo contrario– sino que espera, una y otra vez, que todos nosotros nos detengamos a pensar en lo duro que es ser alguien tan superior e incomprendido como Franzen. Aquí está –reducido y revisado luego de su publicación en Harper’s– su célebre diatriba en pos de unanovela “seria” mientras se denuncia la irrelevancia de sus colegas; el recuerdo de su polémica –un tanto idiota– con la conductora de televisión Oprah Winfrey cuando decidió no ir a agradecerle que lo hubieran seleccionado para su Club de Lectura por considerar que el “escritor es una personalidad intelevisable”; una escalofriante crónica del Alzheimer de su padre (lo mejor del libro); y, en todas partes, su necesidad de estar solo para así poder escribir y escribirse y leerse mejor en un texto involuntariamente gracioso titulado El lector en el exilio, donde el peor enemigo –otra vez– es la televisión. Lo curioso es que, de tanto en tanto, Franzen parece aburrirse de la sencillez ermitaña y salingeriana que predica como ideal y sale al gran mundo preso de arrebatos casi demenciales. El último de ellos, semanas atrás, tuvo lugar en las páginas de la revista The New Yorker, desde donde denunció en una diatriba feroz la auténtica pequeñez y el enorme malentendido de varios miles de mortales que a lo largo de los años creyeron que William Gaddis era uno de los escritores norteamericanos más importantes del siglo XX. Para Franzen, Gaddis no fue ni es más que un “Mister Difícil”, de esos que fascinan a las minorías exquisitas, y –una vez más– vuelta a defender la novela social y que se entienda clarito lo que se cuenta, porque si no no vale. Es una suerte que no haya sido Franzen el perseguido por Khomeini. Si no, Dios mío: la que nos esperaba.
YO QUE VOS
En resumen: la perturbadora sensación, leídos ambos rejuntes como piezas de autobiografía involuntaria pero palpable, es que Franzen -ya en el candelero, luego de años de aquí no pasa nada por culpa, seguro, de la injusticia universal y la adicción a “Friends”– se para ahora en un banquito de su escritorio y alza el puño y da alaridos, mientras que Rushdie –tan feliz consigo mismo desde siempre– abre la puerta, sale corriendo y se hunde lanzando carcajadas en una babélica y rugiente multitud que lo devora.
Ustedes eligen.