HOMENAJES
Lejos del Paraíso
Este mes se cumplen 25 años de la edición del ladrillo escarlata The Stories of John Cheever, 61cuentos con los que John Cheever inventó el suburbio norteamericano y demostró que cualquier hombre,incluso el más conformista, sufre las mismas odiseas, tristezas y miserias que esos otros que pueblan La Eneida, el Paraíso Perdido de Milton y la Biblia.
POR CARLOS GAMERRO
Los Pommeroy son una familia más o menos burguesa, que comparte una casa de veraneo en alguna playa de Massachussets, con un pasado calvinista que agotada la fe sobrevive, con aderezos izquierdistas, en la moral del hermano menor, Lawrence. En una literatura de crítica social, Lawrence proveería el ácido punto de vista que desnudaría las pequeñas hipocresías, crueldades y fatuidades de los restantes Pommeroy. En “Adiós, hermano mío”, Lawrence es en cambio un implacable aguafiestas que abruma a todos con su temperamento sombrío, logrando que los felices se sientan culpables de su felicidad y los alegres, ridículos en su alegría, negándose sistemáticamente a participar en los rituales de comunión familiar (nadar en el mar, beber), tratando de convencer a la jovial cocinera de que es una triste mujer explotada, y yendo a una fiesta de disfraces sin disfraz para mejor burlarse de los cuarentones nostálgicos que concurren en sus vestidos de bodas o antiguos trajes de fútbol. Como aclara su hermano mayor, protagonista y narrador del relato, Lawrence trafica verdades, pero verdades a medias. En cada relación, en cada afecto, en cada acción ve la mitad mezquina, falsa, inauténtica: “Diana es una mujer tonta y promiscua. También Odette. Mamá es una alcohólica. Chaddy es deshonesto... Esta casa va a terminar cayéndose al mar. Y vos sos un tonto...” Cada vez que pasan un rato con él, los miembros de su familia se internan en el mar, como si necesitaran una purificación ritual. “¿Qué puede hacerse con un hombre así? ¿Qué puede hacerse? ¿Cómo disuadir a su ojo de que busque, en la multitud, la mejilla con acné, la mano temblorosa; cómo enseñarle a responder a la inestimable grandeza de la raza, la áspera belleza de la superficie de la vida?”, se desespera su hermano, hasta que encuentra la respuesta: debe golpeárselo en la nuca con una pesada raíz y sacárselo de encima. Tras la partida del insoportable Abel, el que ha sido brevemente Caín contempla el mar, donde nadan su hermana y esposa. Cuando las mujeres salen del agua, están desnudas, sin vergüenza alguna: ahora que el triste puritano ha partido, sus nombres –Diana, Helena– desnudan al igual que sus cuerpos su origen pagano ante el lector. En este relato, Cheever invierte la ecuación habitual: el crítico social es expulsado del cuento, el burgués autocomplaciente tiene la última palabra. ¿Y por qué no? ¿Quién ha dicho, después de todo, que la literatura deba ser siempre crítica?
Este relato es el primero del inestimable ladrillo escarlata con letras blancas denominado Cuentos y relatos (The Stories of John Cheever), de cuya publicación se cumplen este mes veinticinco años. Sesenta y un cuentos componen el volumen y varios de ellos son obras maestras de la cuentística norteamericana y mundial. Cheever es un majestuoso creador de locaciones y sus cuentos se agrupan fácilmente según dónde transcurran: en Nueva York, en los pequeños pueblos de veraneo de la costa de Nueva Inglaterra, en Europa (siguiendo la tradición de Henry James, los norteamericanos de Cheever viajan a Italia), y sobre todo en los suburbios de Nueva York, en el mundo de los commuters, que toman el tren para trabajar en la ciudad y cada tarde vuelven a la paz rural de sus martinis y sus jardines con pileta. Hacia el final de su carrera, cuando un autor se preocupa o se resigna a que sus lectores le tengan sacada la ficha, su novela Falconer sumó un ámbito nuevo e impredecible: el de la prisión. Todos, para el autor, son “metáforas del confinamiento”, pero es uno en particular, el del suburbio, el que con más justicia merece el nombre de “Cheever country” y reaparece en sus cuentos y novelas en los familiares nombres de Bullet Park, Shady Hill, Maple Dell. Muchos autores se encuentran a sí mismos cuando encuentran su territorio, y si son los primeros en descubrirlo, su nombre queda para siempre ligado a él. La cultura suburbana de los commuters (distinta de aquélla de ciudades más nuevas, donde toda la movilidad es en auto y por autopista) surge en los ‘50 y Cheever fue su poeta (su vida suburbana comenzó exactamente en1951). Él inventa la literatura del suburbio acomodado, reflejado luego en tanta literatura posterior y sobre todo en el cine –en la suma de miserias de films como Felicidad de Todd Solondz, o más aún, en la combinación de crisis de la mediana edad y vida suburbana de Belleza americana, impensable fuera de la tradición que Cheever inaugura–. El segundo, sobre todo, se acerca al espíritu del autor: el suburbio es anatomizado sin piedad, pero la búsqueda en última instancia es la de la belleza y la nobleza que pueden encontrarse en todas partes, incluso ahí. O, como dice el propio Cheever: “Hemos tenido demasiada crítica del modo de vida de la clase media. La vida puede ser tan buena y tan rica allí como en cualquier otra parte. No quiero ser un crítico social, tampoco un defensor de los suburbios. Pero no hace falta decir que los personajes de mis cuentos y las cosas que les suceden podrían encontrarse en cualquier lugar. Sus dioses son tan antiguos como los tuyos y los míos, quienquiera que seas”.
Esta atemporalidad y ubicuidad lo llevó muchas veces a aprovecharse del recurso usado por Joyce para su celebración de la vida urbana en Ulises. En “El marido rural” (más “marido de country” que “padre campestre”), Francis Weed sobrevive a un accidente aéreo, debe enfrentar guerras fratricidas en el living de su casa, se enamora de la baby-sitter, observa una mujer desnuda que pasa, peinándose, a través de la ventanilla del coche dormitorio de un tren expreso y termina consultando a un psiquiatra. Hechos en la vida cotidiana de cualquier nómade suburbano, sea de Shady Hill o Pilar, salvo que este cuento es una Eneida en miniatura y las peripecias de este americano medio recapitulan en detalle las del legendario ancestro de los romanos: la destrucción de Troya, las interminables batallas, el amor por Dido, el encuentro con su madre Venus, la consulta del oráculo. Al final, Weed-Eneas contempla su tierra prometida, menos nueva que distinta, el mismo paisaje suburbano transfigurado por los acentos de la visión pastoral: “Oscurece; es una noche en la cual reyes en corazas de oro cabalgan elefantes sobre las montañas”. La frase, con su poderosa belleza inmediata y su lejana evocación de la gesta de Aníbal, enemigo de Roma y vengador de Dido, ilustra como tantas otras un rasgo característico del autor: Cheever no fue un gran creador de finales, a la manera de Poe o Chéjov, pero sí de frases finales, característica que legaría a su amigo y discípulo Raymond Carver.
En otros relatos las resonancias no son clásicas sino bíblicas, sobre todo edénicas: para situarlas en la tradición literaria de su lengua, podríamos decir que Cheever reescribe una y otra vez, en “Los Wrysons”, “El Brigadier y la viuda del golf”, “Una visión del mundo” y el maravilloso “Un mundo de manzanas”, el Paraíso perdido de Milton. De todos sus relatos con trasfondo mítico, el más sugerente y famoso es sin duda “El nadador”, que fuera llevado al cine en una película igualmente perturbadora y enigmática protagonizada por Burt Lancaster. El nadador del título es Ned Merrill, a la vez uno de los padres y esposos del mundo suburbano de Bullet Park y un moderno Ulises que decide invertir la fórmula de su antecesor: en lugar de regresar a casa saltando de isla en isla, Ned irá de pileta en pileta, nadando a través de cada una, ya que ha descubierto que juntas forman un río subterráneo que, aflorando aquí y allá, le permitirá llegar a su casa por agua. Ned emprende su odisea lleno de entusiasmo y vigor, pero poco a poco su fuerza física y moral lo van abandonando y se pregunta si la tarea que ha emprendido no es superior a ellas. Una tormenta trae el frío, las hojas de un árbol inexplicablemente se han vuelto amarillas en pleno verano, el prado de los Lindleys está lleno de yuyos y la pileta de los Welchers, vacía. Casi desnudo, tiritando, descalzo, se ve en aprietos para cruzar la autopista (Escila y Caribdis); atravesar la pileta pública, saturada de niños gritones y cloro, se convierte en un descenso a losinfiernos; sus vecinos nudistas, los Halloran (Nausícaa y sus doncellas), se conduelen de “sus desgracias”, los Biswangers, cíclopes que ofrecen una fiesta, lo tratan como un colado y su ex amante, Shirley-Circe, con desdén. Cuando Merrill llega a su destino ya es invierno, y él, un hombre viejo y derrotado: no nos sorprende que la casa esté vacía y deshabitada.
¿Cómo leer este relato? ¿Como cuento fantástico sin más? ¿Cómo ensueño diurno erosionado y finalmente arrasado por la impiadosa realidad? ¿Como fábula de la futilidad a la que se asoman, en la mediana edad, todos los WASP protagonistas de las historias suburbanas de Cheever? (Tengo el gran trabajo, la gran casa, la esposa, los hijos. ¿Y ahora qué?) Cheever conoció también, en su vida, la anomia de la vida suburbana, y además el acoso del alcohol y las drogas, la inestable convivencia de su herencia calvinista y su bisexualidad. Pero es de esperar que en 1982, su año final, se viera iluminado, como el poeta Asa Bascomb, protagonista de “Un mundo de manzanas”, por una obra que “aun cuando no le trajo el Premio Nobel, llenó de gracia los últimos meses de su vida”.