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Domingo, 26 de octubre de 2003

RESEÑA

Los nietos de la clase obrera

Cartoneros
Recuperadores de
desechos
y causas perdidas
Eduardo Anguita

Norma
Buenos Aires, 2003
348 págs.

Por Martín De Ambrosio

Francisco Monzón era un albañil que a principios de los años 90 se quedó sin trabajo. Daniel Palacios era colectivero, y hasta alcanzó a trabajar un tiempo como policía. Carlos Núñez trabajó durante años en un taller mecánico hasta que al dueño –que prácticamente le había enseñado el oficio– no le quedó más que cerrar las puertas. Sara Villalba era empleada en una fábrica familiar de camperas en Mar del Plata y en Buenos Aires hizo limpieza en el Hospital Finochietto. A todos, el siglo XXI los encontró dominados, neoliberalizados de prepo y con la necesidad de juntar cartones y basura en general para ganarse la vida. Todos terminaron viviendo en villas porque no tuvieron otra opción. A Monzón, por ejemplo, lo desalojaron de una piecita en una casona de Palermo el mismo día que se quedó sin trabajo y, con unos pesos, “compró” una casilla en el Bajo Flores (como se trata de terrenos fiscales, los papeles de compraventa que se firman en la villa son sólo “testimonio de buena voluntad” sin mayor valor jurídico).
Y no son ejemplos aislados. Según un estudio de la UBA, el 70 por ciento de los 35.000 cartoneros de Capital perdieron un trabajo relativamente formal. Incluso más: un relevamiento del gobierno de la ciudad en diciembre de 2002 indica que la mayoría de los mil encuestados había ingresado en la actividad ese mismo año.
Eduardo Anguita, quien escribió con Martín Caparrós la monumental obra sobre la militancia en los ‘60 y ‘70 que se llama La voluntad, ahora con un nutrido grupo de colaboradores (Gustavo García Carrano, Luciana Mantero y Mariela Pugliese Lacorte, los antropólogos Francisco Suárez y Pablo Schamber; y con producciones fotográficas de Nicolás Anguita) se dedica a contar las historias de vida de estos trabajadores informales de identidad frágil y volátil, como la mayoría de las identidades posindustriales, según señala el autor.
Con una estructura similar a La voluntad, el libro intercala las cuatro historias con referencias al marco social e histórico general. Así es que aparecen bien marcadas ciertas condiciones culturales: se define a los cartoneros como “nietos de aquellos obreros que fraguaron esa categoría llamada clase obrera peronista”. Y, por ende, se ubica en un lugar importante dentro de esa “identidad cartonera” una fuerte compulsión a trabajar. Todos los cartoneros coinciden en señalar que no les gusta lo que hacen, que saben que “han caído bajo”, pero que siempre “peor es robar”. También aparecen otras peculiaridades filoperonistas como la tendencia a agremiarse en cooperativas para lograr mejores precios del cartoneo, porque cada centavo, cada gramo de cartón, hace la diferencia.
En el imaginario cartonero también hay lugar para una vieja esperanza de ascenso social: “Ella (su hija) estudia en la universidad de Lomas, para abogada. A mí me gusta que estudien. Nuestros hijos no van a ser cartoneros. Queremos que la cooperativa funcione como una empresa y que les sirva para hacer otras cosas”. En síntesis, el libro –aunque redactado y escrito con la urgencia propia de los textos periodísticos– avanza, casi sin proponérselo, en la descripción de los caracteres sociológicos de un nuevo tipo de trabajador argentino que creó el neoliberalismo. Y demuestra que tal vez todavía hay espacio para que los cartoneros sueñen con sus hijos doctores.

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