Demasiado humano*
por Georges Bataille
La golosina caníbal
Es sabido que el hombre civilizado se caracteriza por la agudeza de unos horrores a menudo poco explicables. El temor a los insectos es sin duda uno de los más singulares y de los más desarrollados de esos horrores, entre los cuales nos sorprende encontrar el temor al ojo. En efecto, acerca del ojo parece imposible pronunciar otra palabra que no sea seducción, pues nada es más atractivo en los cuerpos de los animales y de los hombres. Pero la seducción extrema probablemente está en el límite con el horror.
Al respecto, el ojo podría ser relacionado con lo cortante, cuyo aspecto provoca igualmente reacciones agudas y contradictorias: es lo que debieron experimentar terrible y oscuramente los autores de El perro andaluz cuando en las primeras imágenes del film decidieron los amores sangrientos de esos dos seres. Una navaja cortando con precisión el ojo deslumbrante de una mujer joven y encantadora es lo que hubiera admirado hasta la locura un joven al que miraba un gatito acostado, y que teniendo casualmente en la mano una cuchara de café, de golpe tuvo ganas de sorber un ojo con la cuchara.
Deseo singular, evidentemente, de parte de un blanco a quien los ojos de vacas, corderos y cerdos que come siempre se le ocultan. Pues el ojo, según la exquisita expresión de Stevenson, golosina caníbal, es para nosotros el objeto de tanta inquietud que nunca lo morderíamos. El ojo ocupa incluso un rango extremadamente elevado en el horror ya que es, entre otras cosas, el ojo de la conciencia. Es bastante conocido el poema de Victor Hugo, el ojo obsesivo y lúgubre, ojo vivo y espantosamente soñado por Grandville durante una pesadilla poco antes de su muerte: el criminal “sueña que acaba de herir a un hombre en un bosque oscuro... La sangre humana ha sido derramada y, según una expresión que impone a la mente una feroz imagen, ha hecho que un roble sude. En efecto, no es un hombre sino un tronco de árbol... sangrando... que se agita y se debate... bajo el arma asesina. Las manos de la víctima se alzan en vano suplicantes. La sangre sigue corriendo”. Entonces aparece el ojo enorme que se abre en un cielo negro persiguiendo al criminal a través del espacio, hasta el fondo de los mares donde lo devora luego de haber tomado la forma de un pez. Sin embargo, innumerables ojos se multiplican bajo las olas.
Grandville escribe al respecto: “¿Serían acaso los mil ojos de la multitud atraída por el espectáculo del suplicio inminente?” ¿Y por qué esos ojos absurdos se sentirían atraídos, como una nube de moscas, por algo repugnante? ¿Por qué igualmente en la tapa de un semanario ilustrado completamente sádico, publicado en París entre 1907 y 1924, aparece regularmente un ojo contra un fondo rojo encima de espectáculos sangrientos? ¿Por qué El Ojo de la Policía, semejante al ojo de la justicia humana en la pesadilla de Grandville, después de todo no es más que la expresión de una ciega sed de sangre? Semejante además al ojo de Crampon, condenado a muerte que un instante antes de que cayera la cuchilla es requerido por el capellán: rechazó al capellán pero se enucleó, y le hizo el regalo jovial del ojo así arrancado, porque ese ojo era de vidrio.
El dedo gordo
El dedo gordo del pie es la parte más humana del cuerpo humano, en el sentido de que ningún otro elemento del cuerpo se diferencia tanto del elemento correspondiente del mono antropoide (chimpancé, gorila, orangutáno gibón). Lo que obedece al hecho de que el mono es arborícola, mientras que el hombre se desplaza por el suelo sin colgarse de las ramas, habiéndose convertido él mismo en un árbol, es decir, levantándose derecho en el aire como un árbol, y tanto más hermoso en la medida en que su erección es correcta. De modo que la función del pie humano consiste en darle un asiento firme a esa erección de la que el hombre está tan orgulloso (el dedo gordo deja de servir para la prensión eventual de las ramas y se aplica al suelo en el mismo plano que los demás dedos).
Pero cualquiera que sea el papel desempeñado en la erección por su pie, el hombre, que tiene la cabeza ligera, es decir, elevada hacia el cielo y las cosas del cielo, lo mira como un escupitajo so pretexto de que pone ese pie en el barro.
Los callos en los pies difieren de los dolores de cabeza y de muelas por su bajeza, y sólo son ridículos en razón de una ignominia explicable por el barro donde los pies se sitúan. Como por su actitud física la especie humana se aleja tanto como puede del barro terrestre –aunque por otra parte una risa espasmódica lleva a la alegría de su culminación cada vez que su impulso más puro termina haciendo caer en el barro su propia arrogancia– se piensa que un dedo del pie, siempre más o menos deforme y humillante, sería análogo psicológicamente a la caída brutal de un hombre, vale decir, a la muerte. El aspecto repulsivamente cadavérico y al mismo tiempo llamativo y orgulloso del dedo gordo corresponde a ese escarnio y le da una expresión agudizada al desorden del cuerpo humano, obra de una discordia violenta de los órganos.
La conjuración sagrada
Lo que hemos emprendido no debe confundirse con ninguna otra cosa, no puede limitarse a la expresión de un pensamiento ni mucho menos a lo que se considera justamente como arte.
Es necesario producir y comer: muchas cosas son necesarias pero todavía no son nada y lo mismo ocurre con la agitación política.
¿Quién, antes de haber luchado hasta el fin, piensa en hacerle lugar a hombres a los que es imposible mirar sin sentir la necesidad de destruirlos? Pero si no se pudiera encontrar nada más allá de la actividad política, la avidez humana sólo se toparía con el vacío. Somos ferozmente religiosos y en la medida en que nuestra existencia es la condena de todo lo que hoy se reconoce, una exigencia interior hace que seamos igualmente imperiosos.
Lo que emprendemos es una guerra.
Es hora de abandonar el mundo de los civilizados y sus luces. Es demasiado tarde para empeñarse en ser razonable e instruido, lo que ha llevado a una vida sin atractivos. Secretamente o no, es necesario volvernos totalmente diferentes o dejar de ser.
* Fragmentos de La conjuración sagrada (trad. de Silvio Mattoni). Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2003.