La palabra del amor
POR MIGUEL BRIANTE
Hay sueños de verano que son para el invierno. Hay una palabra popular que alude al miembro viril masculino y, aunque tiene apenas cuatro letras, no suele ser pronunciada en las mesas bien, ni escrita en los diarios, ni pronunciada por niñas menores de diecisiete años. “Dieciséis –punteó el Vasco, volviendo de entre los médanos, en Pinamar, a eso del crepúsculo–. Dieciséis, queridos. Nosotros no lo creíamos, pero todavía existen: tienen todos los dientes, las muelas.” Le preguntábamos por la piel, por algún movimiento, no precisamente por las ideas, que estarían en ciernes. El Vasco había pasado los cuarenta. Eran tiempos duros, como siempre; ya desde el gin-tonic de la mañana se la veía pasar, caminando, sola, y parecía que se había puesto los pantaloncitos de baño como quien se pone un viso –viso, como se decía antes de que los vendieran en San Telmo como vestidos– al desgaire. Iba hasta la vuelta de Ostende y volvía hasta el Golf, se supone. “Familia tradicional”, clavó uno, y al Vasco se le hicieron más azules los ojos.
La primera dificultad –después de la oportunidad cero, que fue manotearle el caballo como si se le fuera a desbocar, una de todas las tardes en que ella galopaba, libre pero mirando, por el mismo camino que había hecho a la mañana– era el comisario Miguelito, una especie de López Rega de los Bunge, que en ese tiempo mandaban todo, y lo habían pasado de sargento a comisario. Nos miraba, Miguelito: oscuros uniformados de bigote cumpliendo órdenes venían a pedir documentos cuando el restaurante, mientras rompía la rompiente, se hacía bar, barra. A los Bunge no les gustaban los nuevos: menores no, baile no. Así que a ella nunca la vimos de noche. Le hacíamos de campana al Vasco, cuando se iban furiosamente en los médanos y hasta silbábamos de un modo especial. Pero en la tarde, todo era legal. Los hombres de Miguelito vigilaban las playas, y nosotros tomábamos los primeros whiskies en Serenella, sobre la Avenida Bunge, asfalto. Vino el mozo a tomar los pedidos, una tarde, cuando descubrimos el problema del vasto: “Traete unos maníes, unos mejillones, unas rabas -dijo, y después de un silencio, agregó, tomándole los hombros a la niña– y unas pijitas”. La niña se puso colorada; recriminamos al Vasco, con la vista, y después, cuando ella agarró su paso de siempre y se fue a la casa de sus padres, supimos que todo el mes iba a ser así. Le habían dicho que el comisario Miguelito lo andaba buscando en un renuncio y que si los agarraban le correspondía corrupción de menores, le había enseñado todo, los trucos del amor gimnástico y del amor verbal. Pero había una palabra, la brutal, la que no alcanzaba a arrancarle en el momento crucial. Pocas líneas para una historia de amor. Para una historia de amor que era del Vasco, pero ya era de todos. Porque los padres, en marzo, la mandaban a Europa, a un colegio inglés, y nunca –ni él, ni nosotros, sobre todo él– la íbamos a volver a ver. “No se lo puedo hacer decir –decía el Vasco–, no se lo puedo hacer decir.”
La última escena ocurre en la última siesta de un febrero que bien pudo haber sido el último para todos. Es en aquella estación de ómnibus que ya no está, en Pinamar. Todos han subido al Río de la Plata, el micro, y ella también. El Vasco la miraba, despatarrado en el banco largo que recorría el pequeño refugio para la lluvia. No llovía, y el sol, y el silencio total. Ella había conseguido un asiento del lado de la ventanilla, y lo miraba. No se iban a volver a ver. Ya no importa lo que le pasó a la chica, entre el pasaje, durante las ocho horas de viaje y la semana en que el Vasco se encerró en la casilla, pensando en eso. Importa que el Vasco, en el lenguaje semimudo de los que no son mudos, le silabeó, con los labios, despacio, primero la p, después la i, después la jota y, tras un suspenso, la a. Y que en el silencio, justo antes de que el ruido del motor matara todo, ella, la niña, gritó dos, tres, cuatro veces, la palabra total.