La lección
POR MIGUEL BRIANTE
Apenas llegó a Pinamar, se puso el pantalón negro de ciclista, la camisa cuatro números más grande de la que usaba para ir a bailar en el barrio, el cinturón ancho, las medias azules, las zapatillas a cuadritos amarillos y verdes, y la campera llena de cierres. Lo que más le costó fue acomodarse la vincha y el arito porque El Rafa no tenía ni un espejo en esa piojosa piecita, al borde de los médanos, que le habían dado por trabajar de bañero. Pero lo había invitado y él, así, ahorraba parte de lo que había juntado durante el año falsificando boletas de las obras sociales en la farmacia de su padre. Cuando salió, El Rafa le dijo que con toda esa ropa se iba a cagar de calor. Por el sol, y porque el parador estaba muy lejos, en la playa de El Náutico. Pero ahora la onda era hacer dedo. Se lo dijo al Rafa: “Los teens –le dijo– van en marcha”. Dos horas después llegaba caminando, solo y reventado, por la arena y bajo el sol de la media tarde, a La Bianca.
Deambuló un rato entre las mesas mirando a la gente y comparándose con los tipos, como en un espejo: pantalones largos a rayas, no tanta vincha, pocos con medias. Eso se daba más en las mujeres. Se tocó el arito y pensó que ya estaba jugado. Le empezó la suerte; consiguió una mesa justo al lado de una hembra morocha que, sola, leía un libro mientras tomaba champán. Tenía el pelo liso y largo, calzaba un dos piezas que abajo dejaba asomar unas perneras cortas, de encaje transparente. En eso llegó el mozo y dejó sobre la mesa de la morocha un plato con dos choclos. Ella dejó el libro y empezó a morder un choclo como si lo leyera: grano por grano, con los dientes afilados, crueles. Las manos parecían estar agarrando otra cosa. El pidió, con voz clara: “Una birra”. Al rato ya estaba sentado en la otra mesa porque la morocha, entre mordida y mordida al choclo, le había dicho que por qué no, eh. El libro que estaba leyendo se llamaba Cómo navegar a vela.
El le dijo que prefería el tenis y que ahí, en el mar, dudaba entre dedicarse al surf, al wind-surf, a los kayaks, o al body boards. Enseguida, como invitándola, le preguntó qué le parecían las excursiones en lanchas semirrígidas. Ella mostró cierta curiosidad, mientras arrancaba el anteúltimo grano del segundo choclo. Así que él le pidió al mozo “otra birra” y le contó la largada –que había visto por videocable– de la regata Buenos Aires-Río. “Ahí lo vi a Menem –mintió–, cuando subió a la fragata para ir hasta la largada. No sé qué pensás de política, pero a mí aunque sea peronista me parece bien, porque está con las privatizaciones. Y además se banca perder la popularidad y no le importa que le digan contradictorio. Ahora sí: para mí, esa cache de Zulema le está haciendo lío con lo de los micrófonos. Pero salgamos de la política. En música seguro que te gusta el pop, porque se te ve muy ska. Y Charly García dice, es una canción que éste, La Bianca, es el point. Yo adoro Soda Stereo y Ratones Paranoicos. Más pop que new romantics, viste. En cambio, para vos, seguro que Fabulosos Cadillacs.” Todo eso lo dijo casi de un tirón, mientras veía que ella dejaba asomar cada vez más los dientes chiquitos; alegre, interesada. Entonces le dijo que pensándolo bien, para el día siguiente, se había decidido por el wind-card. “Eso de andar en skate con velas –le aclaró, por si no entendía– es lo más crazy.” Ella sonrió un poco más grande. De modo que se fue a fondo. A la noche podían encontrarse en María Bron a tomar clericó. “O si no en Valeria Ranch o Alwais –le dijo–, porque vos se ve que no sos de las mayorcitas que gustan de comer en Tamarisco.”
Desde ahí enfrente, desde la playa, sonaba una bocina o un grito. Ella levantó la cabeza. Un tipo todo de blanco, con el pelo largo en colita y gorra azul de marino la llamaba desde un triciclo arenero más bien sencillo. Ella hizo señas de que esperara y dijo: “¿Decime, a vos te gusta toda esta...”. No escuchó bien, porque lo distrajo notar, por primera vez, que su voz era ronca, arrastrada, como rea, pero creyó adivinar que la última palabra había sido “boludez”. Sin poder creerlo le contestó,soberbio y distante: “Claro, es una forma de vida, ¿no che?”. Ella se levantaba y le iba diciendo: “Entonces, pibe, tenés que mejorar tu inglés y corregir algunos detalles. Así que repasá la lección y volvé el verano que viene”. Señaló la silla que había dejado: “Repasala. Acordate que está en la página veintiséis”.
La cola, los glúteos, se iban pero dejaban su recuerdo –insinuando, húmedo, seguro que caliente– en la tapa de la revista sobre la que había estado sentada. El último número de esa revista de actualidad que él había estado releyendo, por cuarta vez, durante todo el viaje a Pinamar.