Sábado, 12 de febrero de 2005 | Hoy
El curioso caso de las villas miseria en altura de San Pablo y el proyecto para reformar la más notoria, el edificio Sao Vito, de 25 pisos de altura.
Por Sergio Kiernan
San Pablo, la capital industrial y financiera de Brasil, es uno de los lugares más desmesurados del hemisferio. Sampa, como le dicen sus habitantes, tiene una locura asumida –se habla habitualmente de la “Paulicea desvariada” como una categoría de desorden mental– que se lleva casi con orgullo. La ciudad es inmensa, caótica, literalmente ingobernable e inabarcable, dueña de pocos lugares de verdadera belleza y de varios de fealdad bizarra. Y de algo que sólo es una pila de rascacielos: una favela vertical, de 25 pisos de altura.
La ciudad paulista es más joven de lo que se cree y a principios del ciclo del café –las primeras décadas del siglo XIX– era un pueblo grande de casas bajas, más rural que otra cosa. Para 1900, San Pablo era una gran ciudad y el que vea las fotos de época se puede quedar de una pieza: amplios bulevares marcados por cúpulas francesas, inmensas mansiones de exquisito buen gusto, una opulencia europea recorrida por tranvías. Esa ciudad con aires refinados fue demolida con inquina y sólo quedan rastros fósiles –la ópera municipal, algún caserón en la otrora tranquila Avenida Paulista– que parecen excepciones a la regla.
Y esa regla es y fue el modernismo más desaforado. Rascacielos y alturas de todo tipo cierran el cielo paulista recorrido por horrendas autopistas elevadas. El smog es tal que todo adquiere una instantánea pátina agrisada y el aire es limpio sólo los domingos si hay una fuerte tormenta que lo lave. El encanto de la ciudad no está en los ladrillos sino en su gente, sus imbatibles restaurantes y su pulso cultural.
No extraña que se haya intentado aquí solucionar el problema de la miseria con rascacielos. Sao Vito fue construido en 1959, época de utopías desenfrenadas como Brasilia y de joyitas como el edificio Italia, al lado del mercado municipal. El edificio nació como colmena, con más de 600 departamentos minúsculos, en pleno centro histórico de la ciudad, cerca del valle del Anhangabaú o sea pegado a la mayor locura de tránsito concebible. El Sao Vito habrá funcionado como se pensó por algún tiempo breve, pero para fines de siglo era un símbolo del mal vivir, una trampa para pobres y una mancha en una ciudad donde francamente cuesta escandalizar a alguien en materia de mala arquitectura.
La finalmente derrotada alcaldesa del PT, Marta Suplicy, creó un plan para revitalizar la zona central de San Pablo. “Vivir en el Centro” es una iniciativa para solucionar los muchísimos problemas de los paulistanos que todavía viven en la criminal, sucia, sobrepasada área central. El proyecto causó muchos comentarios en la bienal veneciana de arquitectura del año pasado. Uno de los ejes simbólicos del plan es el Sao Vito.
El edificio fue construido para símbolo, junto a la vieja sede de la intendencia, cerca del parque Dom Pedro II y del Museo de la Ciudad. Cada piso tiene 24 departamentos de 30 metros cuadrados cada uno y la primera oferta fue para las masas de inmigrantes internos que llegaban, generalmente de los estados pobres del nordeste, en busca de empleo en la creciente industria paulista.
Para los setenta, el proyecto había fracasado. Imaginen un consorcio semejante, de más de 3000 vecinos, con constantes cambios de residentes y todo tipo de problemas económicos y sociales. La mayoría simplemente dejó de pagar expensas –y las cuentas propias– y el edificio comenzó a deteriorarse rápidamente, uno de los problemas menos discutidos de la edificación en altura, cara y complicada de mantener. Para cuando comenzó el proyecto de rescate, cuenta el arquitecto Robert Loeb, que dirige la reforma de Sao Vito, el edificio debía más de dos millones de pesos sólo de agua y otro tanto de luz. Uno en cuatro habitantes pagaban sus expensas. Loeb se encontró con una fachada en estado catastrófico, con instalaciones eléctricas en emergencia, desagües tapados y desbordados,cañería rotas, ascensores que andaban de a ratos o no andaban. Varios departamentos habían sido vendidos con la misma informalidad con que se vende una casilla en la villa. Otros habían sido ocupados por miembros del Movimiento de los Sin Techo en el Centro. Peor aún, el Sao Vito se había puesto muy peligroso con la instalación de prostíbulos y narcos en el edificio.
Al principio, los delincuentes no eran violentos con los vecinos siempre y cuando no los delataran y aguantaran el constante tráfico de “clientes” y “colegas” que buscaban un buen aguantadero. Pero gradualmente las cosas se fueron deteriorando. Una noche una chica fue violada y simplemente arrojada por una ventana alta. Otra vez hubo peleas a balazos entre bandas rivales. Otras, muchas, aprietes de todo tipo a los residentes. Regularmente había allanamientos policiales brutales y arbitrarios, y a nadie le extrañaba que llovieran botellas desde las ventanas: alguna vez, alguien hasta tiró una garrafa para divertirse. Para peor, la fama del edificio era tal que muchos, al pedir trabajo, trataban de mentir su dirección para no cerrarse las puertas.
Cuando el municipio expropió el edificio, muchos aceptaron irse con alivio. La expropiación, sin embargo, disparó una hola de ocupaciones de gente que quería un techo o esperaba también recibir ayuda oficial. Los nuevos vecinos recorrían piso por piso buscando departamentos desocupados para instalarse. Es que el municipio ayudó a las 430 familias que quedaban a buscar vivienda nueva, pagando mitad del alquiler y hasta los fletes de mudanza con un subsidio de 550 pesos mensuales.
¿Qué hacer con semejante problema? El municipio discutió largamente cómo solucionar el Sao Vito, comenzando por una demolición para hacer un parquecito. Finalmente, luego de largas consultas, se concluyó que la demolición daba una mala señal política en una ciudad donde la falta de vivienda económica es desesperante. El proyecto actual implica una reparación completa del edificio, que será dividido en dos consorcios, tendrá una guardería para las vecinas que trabajen y un telecentro con acceso a Internet. El trabajo durará un año más y costará cinco millones de dólares financiados por el Estado federal, más el pago de las deudas del consorcio que ya hizo el municipio.
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