Domingo, 3 de enero de 2010 | Hoy
FAN › UN CINEASTA ELIGE SU ESCENA DE PELíCULA FAVORITA: ANDRéS DI TELLA Y EL NIñO SALVAJE, DE TRUFFAUT
Por Andrés Di Tella
Anoche, con mi hijo Rocco, volví a ver El niño salvaje de François Truffaut. Se trata de una película que yo vi por primera vez cuando tenía doce años. La misma edad de mi hijo, la misma edad del niño en cuestión. En 1798, en la región de l’Aveyron, en el sur de Francia, unos cazadores descubrieron a un chico que había estado viviendo solo, durante años, en un bosque, como un animal. Las autoridades lo están por decretar retrasado mental y encerrar en un manicomio, pero un médico humanitario –el Dr. Jean Itard– decide tomarlo en guarda e intentar educarlo en su propia casa. A último momento, Truffaut optó por hacer él mismo el papel del médico, para no tener ningún intermediario entre el niño y él. Y la película tiene algo de registro documental de esa relación, entre un adulto y un niño, de cómo el primero, con idas y vueltas, va ganando la confianza del segundo y consigue establecer una trasmisión. La relación entre el niño salvaje y el Dr. Itard se encarna en la relación concreta entre Truffaut y el niño actor. Fue la primera vez que el director de Jules et Jim pasaba del otro lado de la cámara, por lo que da la sensación de que ambos, maestro y alumno, director y actor, están aprendiendo algo.
Y esta dimensión de la película cobró para mí un sentido particularmente conmovedor por la circunstancia en que la vimos: como uno de los primeros capítulos del cineclub estival que iniciamos hace unos días, donde intento mezclar mis viejos clásicos privados sentimentales con alguna que otra que le guste al pibe. Y, por supuesto, yo también estoy tratando de transmitir algo y –¿por qué no?– contrabandear algún tipo de enseñanza. Casualmente (o no), empezamos con Buenos muchachos de Martin Scorsese, otra clase de educación: “desde que recuerdo, siempre quise ser un gangster” (ésa es la vocación actual de mi hijo...). Casualmente (o no) este año Rocco estuvo preparando exámenes. Por eso, la educación del niño salvaje, con su tira y afloje, con sus premios y castigos, también resonó en nosotros de un modo muy particular. “Es emocionante cuando finalmente aprende a pedir la leche”, dijo Rocco.
Cuando vi la película por primera vez, vivía en Londres y, a esa edad, ya había tenido un primer roce con la mirada discriminatoria que se ensaña con el “diferente”. Por mi ascendencia hindú, yo era un fucking wog. (Traducción: negro de mierda.) Descubrí en aquel momento que el rostro bruñido por el sol del niño salvaje, ese otro por excelencia, no era muy diferente del mío. Años después, supe que el niño actor era, de hecho, de origen gitano. Y ahora que lo vuelvo a ver, no puedo dejar de pensar, con emoción, que se parece un poco a Rocco.
La ascética narración de Truffaut en principio se circunscribe a exponer los distintos pasos de la instrucción del niño salvaje. Truffaut dice que pretendía hacer un relato “riguroso, lógico, científico, por lo tanto: poético”. Un lenguaje simple, con reminiscencias de cine mudo, y el severo blanco y negro de la fotografía de Néstor Almendros (sería la primera de ocho películas que haría junto al director), contribuyen al efecto de verosímil. El niño aprende, no sin pena, a usar zapatos, a tomar la sopa con cuchara, a caminar derecho, a usar el lenguaje. Como actor-instructor, Truffaut se limita a su función pedagógica, dando instrucciones y felicitando o reprobando a su pupilo (lo cual de alguna manera también se asemeja a su función de director).
El Dr. Itard llega a preguntarse si esta educación tiene algún sentido, si los sacrificios a los que ha sometido al niño valen la pena, si no hubiera sido más feliz en el bosque, viviendo su vida de animalito. Son la clase de preguntas que, en algún momento, todo “pedagogo” –y yo también– se tiene que hacer. El médico propone subir la apuesta. A riesgo de echar por la borda su método, quiere descubrir si el niño salvaje tiene conciencia. Le propone uno de sus simples ejercicios, de reconocimiento de palabras. El niño responde correctamente pero, esta vez, en lugar de premiarlo, el doctor lo castiga, encerrándolo en un ropero. El niño, que a esta altura confiaba plenamente en su maestro, se rebela y le muerde la mano. El Dr. Itard lo abraza emocionado: el niño salvaje conoce lo que es la justicia. La educación quizás valga la pena.
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