Domingo, 3 de marzo de 2013 | Hoy
FAN › UNA ACTRIZ ELIGE SU PELíCULA FAVORITA: LORENA VEGA Y FIEBRE DE SáBADO POR LA NOCHE
Por Lorena Vega
Hice varias cosas tarde.
Conocí el mar a los 14, y porque me llevó la familia de mi mejor amiga.
Ahorré plata por primera vez a los 30, y me fui sola a recorrer el sur.
Empecé danza a los 18, si bien recuerdo que desde muy chica les pedía sistemáticamente a mis viejos que me llevaran a tomar clases de baile. De cualquier tipo de baile, menos árabe (eso nunca lo pedí).
Y nunca me llevaron.
En general la excusa era que no había plata, o no hacían a tiempo a anotarme, y por sobre todo se la pasaban más ocupados en sus problemas de pareja, discutiendo de modo recurrente por las infidelidades de mi viejo, al ritmo de floreros que volaban por el aire cada vez que él le decía a mi vieja “ahora vengo” y desaparecía todo el fin de semana.
Pero una cosa sí me pasó temprano.
Ir al cine.
Cuando tenía 4 años –corría el año ’79– mi prima Marilú (que sería como una hermana mayor, que usaba pantalones Oxford, y que en ese momento tendría 16 o 17 años) me llevó al cine por primera vez. No vi nada de Disney, ni el show de Bugs Bunny, ni la película de los Muppets, ni Los Parchís. Vi Fiebre de sábado por la noche. Vi un drama. Con chicas desnudas, garches en los autos, drogas circulando, maltrato familiar, sobrevolando el aborto, una muerte accidental y piñas callejeras.
No sé cómo hizo mi prima para meterme en el cine, ya que seguramente clasifica, como mínimo, “no apta para menores de 16”, ni tampoco podría describir detalles de ese día. Lo que sí puedo decir es que me quedó impregnada. Quedé fascinada. De esa primera vez, estoy segura, solamente registré a Travolta bailando. Me fasciné con él, con el cine, con bailar y con algo que, después me di cuenta, tenía que ver con disfrutar.
A partir de allí, pedía todo el tiempo verla de nuevo y bailar con John Travolta.
Soñaba con conocerlo. Quería ser todas las chicas de la película para estar cerca de él. Podía ser su hermanita menor, que aparece solamente en dos escenas: regalándole un dibujo que él agradece con mucho cariño y en la cena de familia donde a raíz de una discusión se produce una seguidilla de golpes y cachetazos entre todos, generando una secuencia casi de clown que termina con la abuela italiana diciendo “mangia, mangia!”. Uno de los pocos momentos graciosos del film. Por supuesto, también deseaba ser Stephanie, la gran bailarina, chica en ascenso, y su musa inspiradora. Pero no descartaba ser Connie y convencerlo de ser “la chica de sus sueños”, tal como ella se lo dice. En fin, como sea, quería estar cerca de Travolta.
Ya en el inicio, durante los títulos, el puente de Brooklyn seguido por la imagen del tren que transporta a la clase trabajadora en un día cualquiera laboral, funden su sonido con “Stayin’ Alive” interpretada por los Bee Gees y siempre se me tornó inevitable empezar a mover los pies al compás de la música, y luego mover el resto del cuerpo al compás de la caminata de Tony Manero, que tiene un swing infernal y que hace un recorrido clave entre probarse a través de la vidriera la medida de unos zapatos, dejar señada una camisa que tiene en mente usar el sábado a la noche y llegar a la tienda donde trabaja y donde su malvado jefe le negará el adelanto de su sueldo. En los años que siguieron, cada vez que la película era pasada por la televisión (no eran épocas de alquiler de videos, y menos copias en dvd) fue cita obligada para mí. Pasara lo que pasara la veía.
En un momento, para el Día de Reyes –supongo que para calmar mi ansiedad– me regalaron el cassette de la banda original de la película. Lo escuchaba una y otra vez y así fue que desde muy chica aprendí a bailar disco y rock and roll en pareja. Además teníamos a mi prima y a su novio, que siempre fueron expertos en eso y con Sergio, mi hermano menor, los copiábamos. Fuimos armando un dúo con bastante personalidad y empezamos a ser un poco la atracción en fiestas familiares. Una vez en quinto grado gané un concurso de baile en un cumpleaños. Esa vez fue con compañero de colegio que también bailaba muy bien, y ya más grandes con mi hermano ganamos un concurso en un casamiento. Nos dieron una estatuilla y una ¡cena free! (me río de todo eso).
Pero no fue la única vez que me sentí Tony Manero.
Durante toda mi adolescencia, donde ya a los 13 años (he aquí alguna otra cosa que no hice tarde) empecé a mentir para ir a bailar. Me recuerdo siempre ingresando a la pista con actitud “Manero”. Tal como le dice el hermano cura a Tony cuando se dirige a la pista, “la gente se abre como el Mar Rojo”. Eso buscaba en las discos o bares del conurbano bonaerense a los que fui o de los “Brooklyns” porteños. Porque también los sábados a la noche, como él, eran los momentos en los que (hasta que conocí el teatro) me sentía un poco más especial. La tarea era identificar quién era el mejor pibe bailando. Perseguirlo, convocarlo, y siempre terminaba formando pareja fija con esa persona. Y por supuesto, de la mayoría me terminaba enamorando.
Con el tiempo, las sucesivas veces que vi la peli me fueron pasando otras cosas. Más allá del disfrute con los momentos de baile, empecé a valorar otros. Me emocioné con el reencuentro de Tony con su hermano dejando los hábitos y las palabras de aliento de uno para con el otro; cuando le pide perdón a su madre al verla llorar; las veces que pide no ser culpado por las desgracias de la familia, y lloro siempre siempre en la escena donde cuenta todo lo que sabe sobre el puente de Brooklyn. Ahí Stephanie por fin lo escucha de otro modo, ya sin subestimarlo como lo hacía al principio (ver la conversación en el bar sobre Shakespeare: imperdible) y fui comprendiendo que no sólo el baile sino otros aspectos me identificaban. Ser los chicos de barrio, con familias complicadas, con trabajos chatos, con sueldos bajos... Su trabajo en la pinturería me hace acordar al mío en la fiambrería. Viajaba hora y media a cortar fiambre a Rafael Castillo para tener un sueldo que me alcanzara justo para pagar las clases de teatro.
Y las coincidencias siguieron.
A lo Tony Manero también, en un momento, hubo que decidir. Y confié que lo mío iba por aquello que en Manero se veía sobre la multicolor pista de baile. Iba por disfrutar. Por “bailar”, aunque ya no se tratase de bailar literalmente en las pistas de las discos. Entonces, a los 21 años dejé los trabajos chatos, lustré los zapatos, me compré las camisas con la plata que tuve y me dispuse solamente a hacer lo que disfruto. Mi “baile”, que en este caso es actuar.
Lorena Vega, ganadora del rubro Revelación en el premio María Guerrero, es una de las protagonistas de La memoria del muerto, film de terror que se estrena a fines de marzo. Salomé de chacra, la obra de Mauricio Kartun que protagoniza, se reestrenará en agosto en Teatro del Pueblo.
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