Domingo, 2 de noviembre de 2003 | Hoy
VALE DECIR
Mulder,
Scully y la nube de pedo
Ocurrió (¿o no ocurrió?: la verdad está ahí
afuera) en una casa de familia en Yuknov, Rusia. Podría haber sido toda
una tragedia: mamá, papá y la nena (el hijo estaba fuera) vieron
un plato volador descendiendo sobre su calle, y lo vieron a través de
las ventanas de su hogar. Papá llamó al nene para que no volviera
a casa, debido a la presencia de los alienígenas en su mismísima
puerta, dado que aun no podían confirmar si venían en son de paz
o representaban la avanzada de una invasión interplanetaria. Es decir,
podría haber sido una tragedia, pero también podría haber
sido un verdadero encuentro cercano del tercer tipo y podría haber sido
tantas cosas; hasta un long play conceptual compuesto treinta y cinco años
atrás. Pero sólo fue un escape de gas. Y como al hijo de la familia
le había sonado un tanto extraña la advertencia paterna (tal vez
incluso estaba un tanto acostumbrado a desobedecerla) decidió ir a su
casa de todas maneras y no se encontró con los marcianitos del jardín
sino con una fuga en el horno de su cocina: mientras todos miraban televisión,
la pava con agua caliente había desbordado, apagando el anafe. Los médicos
dijeron que todo el episodio fue una alucinación masiva (y extrañamente
concordante en tres personas), pero muchos ya están aprovechándose
de la anécdota para demostrar, una vez más, que ver demasiada
televisión arruina la cabeza de cualquiera.
Con
sangre entra
Ni sesiones de lectura en los bares y restaurantes ciudadanos, ni ferias, ni
cuentos de Fontanarrosa obsequiados en la Bombonera. Lo que hace falta para
que la gente lea, parece opinar un juez turco (de Turquía, vale aclarar)
es mandarla en gayola cada vez que eso sea posible. El magistrado ha sentado
jurisprudencia en el caso de Alparslan Yigit, de la región de Yenifakili,
sentenciándolo a pasar una hora y media diaria leyendo en la biblioteca
local, a lo largo de un mes. La pena, que debió consistir en quince días
a la sombra por ebriedad “y desórdenes de conducta”, se transformó
en esta original propuesta judicial con el objeto de no seguir atestando las
prisiones locales. A pesar de lo cual, Yigit, un grandulón de 28 años,
se quejó, alegando que ser forzado a leer en un lugar público
era una humillación semejante a que lo obligaran a lavar los platos en
su casa. De hecho, en un momento de la audiencia llegó a fugarse de los
tribunales, aunque luego reapareció y comenzó a cumplir su condena
en la biblioteca. Bajo la supervisión de un policía, por supuesto,
que se aseguraba que el reo de Yigit no hiciera tiempo pasando las páginas
sin siquiera mirarlas.
Da
la patita y te hace el saludo
Hay gente que, más allá de qué tan tostado pueda tener
el seso, no tiene nada interesante con qué llenar sus horas. Ese parece
ser el caso de Roland T., un alemán de unos cincuenta y cuatro años
que enfrenta cargos en su contra por utilización de símbolos nazis
en público. Y aunque esos cargos no sorprenden a nadie –ni parece
que hayan sido negados por el acusado–, lo verdaderamente “original”
del caso, por llamarlo de alguna manera, es que hasta hace una semana a esas
acusaciones de apología criminal se les sumaba la de haber entrenado
a su perro, un pastor alemán, para hacer el saludo nazi con su pata delantera
derecha. Al menos así fue señalado por algunos testigos, tal vez
casuales transeúntes que lo vieron el año pasado, en la vía
pública, “activando” al perro con voz de mando: “Sieg
Heil”. Carola Ruff, representante de una organización protectora
de animales local salió en defensa del animal (el de cuatro patas): “Me
revuelve el estómago pensar que alguien usa a su mascota como instrumento
de su cerebro dañado”, dijo ante el periodismo. Pero esta semana
los cargos por usar al fido de esa manera fueron retirados, y ahora Roland”sólo”
enfrentará a la Corte por gritar “Heil Hitler” en público,
en más de una ocasión, vistiendo una remera con la cara del Führer.
Ahora podría pasar tres años en la cárcel o, quién
dice, tal vez hasta en la perrera.
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