Desde que abriera, hace poco más de 10 días, el “parque de diversiones” Dismaland –versión distópica de Disneyland pergeñada por el graffitero antiestablishment Banksy–, ha despertado todo tipo de reacciones. En principio, el aplauso cerrado de quienes festejan la carroza de Cenicienta volcada con sus caballitos agonizantes y ella, muerta; la sirenita Ariel desdibujada; los soldados imperiales de La Guerra de las Galaxias sosteniendo el correspondiente globo que reza “soy un imbécil”; entre otras pinturas, esculturas, performances firmadas por oriundos de Bristol. Además, claro, de piezas varias de otros 58 artistas internacionales (Damien Hirst y Jenny Holzer, entre ellos). Y aunque la novedad bien amerita una visita al recuperado espacio de la localidad Weston-super-Mare, sede de una demencia con lema (“No es arte si no tiene el potencial de ser un desastre”), no faltan quienes han comenzado a señalar algunas fallas conceptuales. Entre ellas, que el célebre brit –que ha mantenido su identidad bajo anonimato o denunciado la abundancia de cámaras de seguridad en Gran Bretaña– obligue a los visitantes a ingresar con DNI. O que el artista palestino Shadi Alzaqzoup fuera invitado a retirarse cuando intentó manifestarse contra Israel, poniendo una sábana sobre su obra que declamaba “RIP GAZA” ¿El argumento? Que la protesta era demasiado “fea...” en un parque que se jacta de ser horripilante y deprimente. Empero, la última gota del vaso de impaciencia la aportó Brad Pitt. Sí, sí, el actorcete. Al parecer, Banksy lo habría invitado bajo promesa de cerrar Dismaland para él, que recibiera un tour privado. Algo que, a decir de fanáticos ofendidos que lo tildan de “vendido”, no es un gesto precisamente anticapitalismo, hipocresía, autoridad o avaricia. Sea como sea, quedan las obras; y el show que Massive Attack y las Pussy Riot darán el próximo 25 de septiembre. Aguante ¿la anarquía?