Domingo, 6 de septiembre de 2015 | Hoy
CLAUDIO TOLCACHIR
Director, actor y sobre todo gran constructor de espacios teatrales que involucran grupos humanos, Claudio Tolcachir es por estos días el hombre orquesta de una escena muy movida. A pocos días de ganar varios premios de la Asociación de Cronistas de Teatro (ACE), dirige seis obras en Buenos Aires, cubriendo un amplio espectro del off a la calle Corrientes, desde obras propias a un Neil Simon brillante como La chica del adiós. Todo comenzó siendo adolescente, en el rudo aprendizaje en las aulas del mítico Labardén y en Andamio 90, de Alejandra Boero. Y continuó con una idea magistral que funcionó como esos milagros que a veces suceden en la ciudad: abrió su propio espacio con Timbre 4, la más off de las salas, en una casa del barrio de Boedo. En esta entrevista, Claudio Tolcachir recorre su formación en el teatro, tan ascendente como horizontal y marcada por los aspectos más físicos y materiales de la vida de los actores.
Por Mercedes Halfon
Claudio Tolcachir está dirigiendo en este momento seis obras de teatro en Buenos Aires. A juzgar por la cantidad de personas involucradas en cada una de ellas –entre diez y treinta sumando elenco y equipo técnico, según la variable escala de sus producciones– más todos los que asisten día a tras día a ver esos espectáculos, cuesta creer que Tolcachir sea esa persona solitaria, tímida y reservada que dice ser. O en realidad, que era en su infancia. El cuenta eso: antes de tener dos dígitos de edad ya estaba en su cuarto inventando historias, bailando unas músicas rarísimas, leyendo incluso textos dramáticos de autores de los que no entendía nada, pero que algo le trasmitían, sensaciones, mundos imaginarios construidos a partir de diálogos y escenarios lejanos. “Quiero ser actor” les dijo un día a sus padres, que lo miraron con cierta perplejidad. Claudio era un niño retraído y es sabido que los nenes con pasta de actores son ésos muy desenvueltos, casi insoportables, que animan con sus gracias los cumpleaños de los mayores. Claudio no era para nada así, pero algo deben haber sospechado sus padres, porque al poco tiempo lo anotaron en el Instituto Labardén –esa escuela de arte para niños, semillero municipal por el que pasaron de Julio Bocca a Pompeyo Audivert–. En ese momento tan temprano fue que se encontró con el teatro y podemos decir que no lo soltó más.
Creador, impulsor y cara visible de Timbre 4, un teatro enclavado en el periférico barrio de Boedo que logró el milagro de que con una propuesta estética propia y sin concesiones a los lenguajes masivos, convertirse en uno de los mayores referentes del teatro de la ciudad. A Timbre 4 va una cantidad irrefrenable de público teatral y no teatral: a partir de una gestión creativa y vital de ese espacio, Tolcachir y su grupo lograron que personas que quizás nunca habían visto teatro o si habían visto era alguna pieza con una primera figura de la TV, se acerquen a las estéticas de lo independiente y se vuelvan férreos seguidores del Off. Cuenta la leyenda que la primera telefonista de Timbre 4 fue la tía de Claudio, la tía Celina, que como estaba jubilada y pasaba mucho tiempo en su casa le encantaba tomar las reservas para las obras del divino de su sobrino y sus amigos. Esa utilización de recursos disponibles, ese talento para inventar de la nada algo poderoso, convocante y con una marcada identidad, son el ADN de Timbre 4.
Ese crecimiento también se dio en la propia producción de Tolcachir. A su primera obra, la célebre La omisión de la familia Coleman –que ahora hace funciones en el Paseo La Plaza– le siguieron Tercer cuerpo, El viento en un violín, Emilia y, este año, Dínamo. Con todas ellas por supuesto –como todos los directores de su generación– viajó por el mundo llevando el teatro argentino como insignia. Pero su zona de influencia no ha quedado solo en el sur de la ciudad: dirige también en calle Corrientes tanques como la multipremiada Agosto con Norma Aleandro y Mercedes Morán. Hoy sin ir más lejos, hay dos obras con su nombre en las marquesinas: la comedia oscura Tribus de Nina Raine y la comedia blanca La chica del adiós del genial Neil Simon, que en manos de este director, brilla imperecedero.
La historia de Claudio Tolcachir con el teatro se inició en el mítico Labardén y siguió en otro espacio igualmente cargado: el estudio de Alejandra Boero. Ahí comenzó a estudiar cuando todavía no había terminado el secundario. “En la adolescencia ya sabía que quería hacer teatro, así que me anoté en su estudio. Fue un lugar que me marcó. Ella me puso de asistente de dirección a los dieciséis años. Me acuerdo de estar, a los diecisiete, un día medio deprimido o cansado y que ella me puteara ¡Cómo vas a estar cansado vos a esta edad! Patada en el culo y te hacía seguir. Tenía mucha dedicación para los jóvenes, quería hacernos pensar que el teatro era algo que heredábamos y que teníamos que hacernos cargo. Quería que nosotros siguiéramos”.
¿Cómo fue estudiar con tanta profundidad siendo aun un adolescente?
–El teatro te obliga a ponerte en el lugar del otro y tratar de entender por qué hace lo que hace. Era muy excitante, en ese momento que empezás a separarte de tus viejos y pensar quién sos, desarrollar eso junto con el teatro que te incita a tratar de entender, no juzgar. Me parecía un terreno fascinante de estudio de lo humano. En ese momento estaba tan copado que logré llevar el teatro a la escuela donde estudiaba. Tomé un sótano desocupado, pasé por las aulas preguntando quienes querían actuar y con ellos hice un grupo. Mi primer grupo de teatro. En el sótano del colegio.
¿Qué tipo de teatro se hacía en Andamio 90? ¿Y cómo creés te marcó a vos?
–El teatro en sí que se hacía ahí me sirvió para conocer autores, pero después yo fui haciendo mi propia búsqueda. Me quedó sobre todo como una forma de producción, más que estéticamente. Mientras yo estuve ahí, ella construyó un teatro. El teatro no era algo que bajaba del cielo: se hace un edificio, se construye un grupo, se escribe una obra, se busca el público. Ella me abrió a esa idea. Me marcó sobre todo ver una mujer de ochenta años que con una plata que le habían dado para operarse el riñón compró una fábrica de tornillos que estaba debajo de su escuela y nos dio martillos y mazas para que fuéramos a romper, aunque fuera simbólicamente, las paredes. Así se hizo Andamio. Y veía cómo a ella la volvía loca estar en un proyecto, el que fuera. En el último tiempo recuerdo que le costaba respirar y hacía las funciones con un tubo de oxigeno en bambalinas. Te puede parecer horrible, pero yo la entendía. Ella necesitaba eso para vivir. Yo creo que nos dejó una marca enorme a todos los que estábamos ahí, que después hicimos nuestros teatros. Claudio Quinteros, Luciano Cáceres y muchos otros, recibimos esa concepción, la prepotencia de decir lo hago yo.
Hubo una generación que rompió con ese teatro de un actor más realista, stanislavskiano. ¿Vos creés que en tu trabajo posterior rompiste o no?
–Yo nunca tuve necesidad de romper nada, porque no me sentí nunca preso de nada. Por la época que me tocó, quizá, que no era la época de la política, como les tocó los que vivieron la dictadura y la posdictadura. Veo en mi generación o incluso gente más chica que yo, la necesidad de legitimarse a partir de la diferenciación y no lo entiendo bien. El teatro es muy generoso a que cada uno haga lo que quiera. Yo no tengo que romper con nada para hacer lo que quiero. Ni mi teatro tiene que ser una demostración de que lo otro no sirve. Es una pérdida de tiempo. Y como búsqueda, hacer teatro para romper con otro, me parece superficial. Si haces esto es para buscar algo, no para romper con lo que hicieron otros. Nadie es dueño del teatro. En un circuito como el que hay en Buenos Aires, yo tengo un teatro en Boedo y viene el que quiere. Soy dueño de mi tiempo y mi espacio para hacer el teatro que me gusta y me encanta ir a ver el trabajo sobre todo el de los que hacen cosas diferentes a las mías.
LEVANTAD, CARPINTEROS, LA VIGA DEL TEJADO
Tolcachir, además de forjarse su rumbo como hacedor de teatro, ha actuado en infinidad de producciones teatrales. A los diecisiete años ya trabajaba profesionalmente como intérprete “Como actor tenés la posibilidad de entregarte profundamente a un director. Y así hice. Con cada director que estuve me sumergí, lo estudié, lo amé, lo escuché. Traté de descubrir cómo pensaba. Tuve la oportunidad de conocer a mucha gente de esa manera, incluso compañeros: Helena Tasisto, Alberto Segado, Norma Aleandro. Y yo era una esponja. De todo eso aprendí”.
¿Cómo fue el camino que te llevó a abrir tu propio espacio?
–En principio quería ser actor. Después descubrí que me gustaba mucho la dirección. Pero me pasó cuando terminé de estudiar y cómo le debe pasar a todo el mundo, me apareció la pregunta de ¿Y ahora qué? ¿Cómo consigo un trabajo? Para el actor es complejo porque tiene el problema de que alguien tiene que pensar en él. Alguien tiene que querer que vos actúes en una obra. Es una situación muy pasiva y muy frágil. Yo que ya vivía solo y tenía que mantenerme, me di cuenta que la vida del actor también podía ser ir a castings, esperar algún bolo y no me sentía identificado con ese proyecto. Me parecía desolador. Ahí nació en mí la autogestión. Voy a hacer una obra yo, con las herramientas que tengo. Me junté con las personas que más protegido me sentía y me puse a dirigir. Pero no por vanidad, aunque seguramente algo de eso había, sino porque no se me ocurría otra forma de llevarlo adelante.
Ese fue el grupo con el que después armaste Timbre 4.
–El grupo humano, Lautaro Perotti, Melisa Hermida, Tamara Kiper, Diego Faturos, Hinda Lavalle, los mismos que somos ahora. Fue una reacción y a la vez me salvó. Al no encajar, armé mi propio circuito, me puse a dirigir. Y fue un placer: hacer la obra que queríamos, con mis mejores amigos. Después me mudé al espacio físico que hoy es Timbre, como para tener un espacio para dar clases. Pero al poco tiempo yo ya no podía lidiar con dueños de salas. Así que dije, usemos mi casa para estrenar la obra.
Era en plena crisis del 2001 ¿no?
–Sí, un año poco propicio para pensar nada, pero por el contrario, veíamos todo tan devastado que nos pusimos a pintar la sala, armar las luces de cuarzo... en universo sin proyecto, nos inventamos un proyecto. Nos levantábamos para hacer eso. Nos juntábamos hasta la madrugada para construir la sala y ensayar la obra que íbamos a estrenar que era Jamón del diablo. Un cabaret, algo para nada realista. Era una obra que transcurría en un bar. La hicimos con dos mangos, me acuerdo que en un momento les dije “traigan todos los adornos que les sobren en su casa” y con eso armamos la escenografía. Con Jamón del diablo estuvimos cuatro años en cartel, una locura. Un día, tomando una cerveza, dijimos, “ahora vayamos de gira a Mar del Plata”. Armamos una carpeta y yo me fui a Mar del Plata a buscar sala. Y así fue. Alquilamos una casa donde convivimos quince personas y a la noche nos íbamos a dedo a actuar.
Y a la vuelta ya se tomaron en serio la idea de tener una sala...
–Así empezó: proponernos cosas en relación a eso. Profesionalizar la sala, que venga gente, lo que era bastante difícil ¡en Boedo! No podíamos tener cartel, ahora tampoco. Nos preocupaba que los actores pudieran vivir de su profesión. Porque estaba instalado que un actor, como hace lo que le gusta, puede no cobrar. ¡Porque lo vamos a hacer igual si no cobramos! Pero vamos a tratar de hacer todo lo posible para que el público entienda que la entrada que paga es para que los actores vivan y la sala se mantenga. Hicimos mucho trabajo de buscar el público, para nosotros eso era y es fundamental. Cuando viene alguien que me dice: es la primera vez que voy al teatro, para mí es doble gol. Porque tenés un nuevo adepto, que si le gusta se va a sumar.
¿Cómo fue el proceso de gestación y producción de La omisión de la familia Coleman, con esa familia con tantos personajes, y tantas historias adentro?
–Yo nunca había estudiado dramaturgia, pero había estudiado teatro, autores. Pero no sabía cómo se empezaba a escribir una cosa. “Entra el padre por derecha...” ¡no sabía! Estuvimos bastante tiempo improvisando, buscando los personajes. Creo que estaba afectado porque estaba trabajando con Veronese y me encantaba su forma de trabajo ligado a la actuación, esa forma de buscar una verdad, que luego seguí en mi estilo.
En las improvisaciones ¿Tenías algo que vos ya sabías que querías hacer?
–Tuve bastante conciencia de ese tipo de proceso de trabajo, no dar demasiadas imágenes de lo que yo quería, para que no se pudieran ansiosos ellos en actuar algo que me satisfaga. Partimos de la base de no obligarse a generar situaciones interesantes. Podían estar en el lugar de la casa que quisieran, en la cocina, viendo tele, en el baño y yo iba recorriendo y viéndolos. Muchas veces estaba viendo algunos y otros estaban en la pieza solos. Y seguían actuando. Eso generó para ellos un conocimiento de cómo funcionaban esos personajes. Y a mi me permitió conocerlos, cómo hablaban, cómo eran. Entonces iba transmitiéndoles información en las improvisaciones. Muchas veces no grupalmente, sino en secreto a cada uno. Había cosas que unos sabían, que otros no y descubrían en escena. Era mejor que ver una novela, solo para mí. Llegó un momento dejamos de improvisar y me puse a escribir. Yo sinceramente pensé que íbamos a estar tres meses. Habiendo ensayado un año. Una obra realista sobre una familia, no me parecía que pudiera interesar mucho, más allá de mí. Y después pasaron una cantidad de cosas increíbles con esa obra que fueron creciendo y siguen.
En el boom de espectadores de la obra, que está cumpliendo diez años en cartel también había algo del espacio físico: una casa chorizo en Boedo donde se hace teatro...
–Al principio pensaba que era todo. Por eso al principio nos daba tanto miedo viajar con la obra. Creo que lo más importante fue nuestra adaptación. Pensar al principio que es lugar que no sirve de nada porque no es un teatro, y que luego ese lugar se convierta en su fortaleza, en un regalo hermoso. Y creo que tiene que ver con Alejandra esto: valorar lo que tenés. A veces te encontrás con gente que dice yo no puedo hacer mi obra porque no tengo plata, y puede ser cierto, porque lo que imaginan lleva determinada producción. Pero yo trabajo con lo que tengo aprovechando los rincones, los accidentes. Es mucho más sorpresivo encontrarte con los límites y ver cómo los transformás.
Y se siguen transformando obra a obra. En Tercer cuerpo, la obra que hiciste después, el espacio estaba todavía más reducido.
–Quise redoblar la apuesta. Hacer de ese espacio tan chico un espacio todavía menor. Usamos la mitad de la sala. El público estaba prácticamente arriba de los actores. Como yo vivía ahí, me pasaba las noches de insomnio moviendo tarimas. Tener tu sala te da la posibilidad de cambiar todo. Después pudimos ampliarnos hacia la sala más grande de Timbre 4 sobre México, donde estrenamos Viento en un violín, después Emilia y ahora Dinamo. Por momentos extraño esa sensación, me gustaría volver a dirigir en la sala chica. Pero también pienso que una vez que vos conociste el trabajo de la cercanía podes hacer cualquier cosa. Es interesante probar otros espacios, otra teatralidad, grande, como en el Metropolitan donde estamos haciendo La chica del adiós. Hace poco en la función me senté en la última fila. Había un pibe con su novia, a dos kilómetros. Yo los miraba preocupado pero de pronto vi que se reían. Y decía qué maravilla. Lo lejos que están, los ven diminutos a los actores, pero están adentro, la ficción los abarca a todos por igual.
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