Domingo, 2 de enero de 2011 | Hoy
VALE DECIR
El actual gobierno chiíta de Irak está ocupado día y noche borrando los rastros del difunto Saddam Hussein, devenido dictador tras la invasión norteamericana. Algunos rastros fueron fáciles, como la estatua de Saddam que los marines derribaron, para la televisión, en abril del 2003. También fueron erradicados los bustos de cobre de los líderes del partido Ba’ath que se podían encontrar por todo el país.
Pero hay algo que no se puede resolver fácilmente; a fines de los ’90 y durante dos años, Saddam tuvo sesiones regulares con una enfermera y un calígrafo islámico: la primera le extraía la sangre —fueron veintisiete litros en total— y el segundo la usaba como tinta para escribir un macabro Corán.
Esta obra siniestra permanece encerrada bajo tres llaves, las cuales reposan en manos de tres personas distintas. Hace falta la decisión de un comité para abrir la puerta de la bóveda. Los sunnitas esconden esta reliquia ya que ninguna decisión sería correcta: el gobierno chiíta quiere destruirla —como todo lo relacionado con Saddam— pero al mismo tiempo es un Corán, el libro sagrado, por más que esté escrito con sangre de dictador.
Ali Al Moussawi, portavoz del primer ministro iraquí, explica que “deberíamos conservarlo como un documento de la brutalidad de Saddam”. Agrega que “dice mucho acerca de él, pero (el Corán de sangre) no corresponde a un museo ya que ningún iraquí quiere verlo”.
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