Domingo, 28 de enero de 2007 | Hoy
PáGINA 3 › POR OSVALDO SORIANO
Por Osvaldo Soriano
¿Con qué cara se va a presentar ahora Alfonsín delante de Julio Sanguinetti y José Sarney? Si se observan con atención las fotografías tomadas al Presidente desde la rebelión de Campo de Mayo, es posible ver en su rostro la preocupación pero también el dolor, el cansancio y la sorpresa de casi todos los argentinos. No aparecen, en cambio, la sonrisa ni el miedo.
Hay días terribles que se quedan incrustados para siempre alrededor de los ojos. Miguel Martelotti, jefe de fotógrafos de Página/12, que cuenta más de mil retratos del jefe del Estado, observa que “los ojos y las manos del Presidente lo dicen todo”. A través de la cámara aparece, por un instante, el alma herida de Raúl Alfonsín. En sus pupilas marrones se reflejan, también, los horrorosos fantasmas del pasado, las pesadillas de una sociedad que se regodea en el fracaso y el odio.
Este rostro ajado, ¿contiene todavía las esperanzas de los argentinos que lo votaron en 1983? No parece. Más bien se ven las huellas profundas de la decepción, de la bronca contenida, del desafío de un futuro incierto. Es la cara de un hombre colérico que asimila los golpes y los cuenta para devolverlos uno por uno. Un boxeador vapuleado que busca tomar aire en su rincón. Alguien que, en el centro del ring, enceguecido por los aplausos de los suyos, se encontró con un gancho traicionero y no sabe muy bien si ahora –a 900 días de finalizar el combate–, va ganando por puntos o está al borde del nocaut.
A mediados de mes, en la portada del semanario El Periodista, Alfonsín daba pena. Pero la foto (tomada por Adriana Lestido en el Hospital Fiorito) estaba retocada y fuera de contexto. El ojo en compota y la cara sombreada sugerían la comprensible impotencia de los admiradores de Alfonsín ante la defección de Semana Santa. Pero la caricatura estaba lejos de pintar el estado de ánimo del Presidente: quienes lo conocen bien dicen que acepta sus derrotas con serenidad, capitula con estruendo y espera el momento de la revancha con la paciencia de un gato de albañal.
Por eso no hay nada que le quite el sueño. Como le dijo al campeón Santos Benigno Laciar, “estoy intentando la forma de dormir parado. Me duermo no bien me siento”. Eso se nota en las fotos de discursos ajenos: el Presidente se lleva una mano a la cara y simula escuchar, aunque en realidad está pensando en otra cosa. Tal vez recuerda la cabeza rapada del oficial fundamentalista Aldo Rico, a quien no olvidará jamás. O aquel asunto de la bella capital en la Patagonia, que iba a cambiar la vida de tantos argentinos.
Cuando puede dormir cinco o seis horas seguidas se lo ve casi rozagante. Desaparecen las ojeras y la mirada es más brillante y atenta. El bigote le da un toque de fiereza cuando acorrala a sus diputados y senadores y les exige que apuren el mal trago de la obediencia debida. Allí, dicen, la mirada es profunda y su rostro se vuelve apenas el contorno de ese misterio inquietante que es la razón de Estado.
En las fotos de ceremonias aparece como ausente: los puños crispados y los párpados cerrados para la misa; la sonrisa insinuada mientras besa a un niño en Entre Ríos; un brazo relajado para mirar el Rolex durante las visitas de los embajadores.
Se lo ve más flaco aunque ha dejado el cigarrillo y las comilonas. A veces, por las noches, se permite un vaso de vino y eso le levanta el ánimo si la jornada ha sido muy deprimente. Ya no tiene tiempo para leer y ningún diario lo deja conforme. Hoy no se le ocurriría citar a Jean-Paul Sartre como lo hacía en el primer año de gobierno cuando cargaba con su pasado de outsider rebelde.
Los astrólogos que han estudiado bien a Piscis aseguran que terminará el mandato constitucional en 1989 y que no será reelegido. No pueden decir, en cambio, si entrará en la historia con la arrogancia de Yrigoyen y Perón o con la modestia de Alvear y Arturo Illia. Los que lo quieren mal lo imaginan ir a paso sinuoso, como el patético doctor Frondizi.
Si se observan con detenimiento las fotos de archivo, hay que convenir que en la cara de Alfonsín hay algo de noble. Un indefinible aire discepoliano y trágico que afloró durante el discurso del miércoles 13, cuando su lengua trastrabilló 17 veces al admitir que no le gustaba perdonar a los verdugos, pero tenía que hacerlo.
“El límite de esta democracia es el terror”, ha dicho en estos días el filósofo León Rozitchner, y eso está pintado en el rostro de Alfonsín. No un miedo propio, sino el terror de las bayonetas que acechan a la vera del camino. Un sendero cada vez más estrecho y escarpado que puede llevar a la convivencia forzada o a la guerra civil, ese infierno innombrable, pero tan cercano.
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