Domingo, 28 de enero de 2007 | Hoy
POR RODRIGO FRESáN
Por Rodrigo Fresán
Hace unos días leí un muy buen libro de la escritora norteamericana Francine Prose titulado Reading Like a Writer: A Guide for People Who Love Books and for Those Who Want to Write Them.
La tesis del libro –fácil de enunciar pero no tan sencilla de demostrar; y lo interesante es que Prose lo consigue– es que los escritores no sólo son diferentes (o no son “exactamente personas” como, impreciso, precisó Fitzgerald) sino que además, también, leen diferente. Y que empiezan a leer diferente incluso antes de ser escritores. Es decir, para Prose (gran apellido para alguien de su profesión) la vocación de escribir libros propios no sólo se inicia con la lectura de los libros de los otros (nada nuevo) sino que, además (y esto es lo novedoso) lo que en realidad se busca es culminar la obra y la vida emulando, por escrito, aquel modo intenso y casi alucinado con que leímos durante los primeros capítulos de la novela de nuestra existencia. En más o menos resumen: lo que queremos ser es lectores que escriben y no –según pasan los años o pasamos nosotros– escritores que de tanto en tanto leen algo que les entusiasma mucho. Lo que se necesita –aquello con lo que se sueña– es la preservación o, al menos, la recuperación de ese estado mágico y extático en el que leíamos como si cada palabra fuera la primera o la última y tanto una como otro fueran La Verdad. Cuando lo único que teníamos era una insaciable hambre de lectura que, poco a poco, con tanta extática digestión, iba provocando la sed de escritura.
Así, continúa Prose, la relectura de un libro no es –como se suele afirmar– un destino al que se arriba en la madurez sino, por lo contrario, el punto de partida. La relectura –o la súper-lectura– como ocupación eminentemente adulta es un equívoco. Prose cuenta –en las primeras páginas de su libro– que la primera ocasión en que, en sus días de academia, fue bien guiada por un maestro en la lectura de un clásico sintió “que yo estaba aprendiendo a leer de una manera completamente nueva”. Pero un punto seguido después, Prose descubre y deslumbra cuando confía: “Pero esto era cierto tan solo en parte. Porque de hecho yo estaba reaprendiendo a leer de una vieja manera que ya había aprendido pero olvidado”.
Y leído y asimilado.
Y los diez años de la muerte de Osvaldo Soriano.
Y la perturbadora angulosidad de los números redondos.
Y qué decir frente a la renovada certeza de que los escritores pasan y los libros quedan.
Y –cuando uno ha tenido la suerte de conocer a ese escritor, y haber escrito sobre la obra de ese escritor, de haber estudiado sus crónicas, de haber conversado con ese escritor que siempre te preguntaba qué estabas escribiendo y cómo iba tu vida, y de hasta haber escrito un relato sobre el fin de la vida de ese escritor– qué más se puede agregar.
Poco y nada y lo que uno diga o pueda llegar a decir importa nada y poco.
Por suerte –porque nada es casual– yo había leído a Prose justo antes de sentarme a escribir esto y entonces la idea casi obligada de averiguar si lo que ella había dicho era cierto o si, por lo menos, se aplicaba a circunstancias como éstas: ceremoniosas, un poco torpes, necesarias pero al mismo tiempo irremediablemente inútiles, porque uno nunca hablará mejor que aquel que ya no puede hablar.
Entonces ir hasta la biblioteca y buscar y encontrar ese ejemplar de Triste, solitario y final que sigue siendo el mismo que yo leí, recién regresado a la Argentina, en 1979 y leer –releer, súper-leer– aquello de “Amanece con un cielo muy rojo, como de fuego, aunque el viento sea fresco y húmedo y el horizonte una bruma gris. Los dos hombres han salido a cubierta y son dos caras distintas las que miran hacia la costa, oculta tras la niebla”.
Y seguir leyendo, seguir hasta el final, feliz y bien acompañado. Me pasó lo mismo hace cinco años no obligado pero sí inspirado por otra efeméride de éstas (hacer memoria equivale a repetir, a repetirse, sí; pero lo que queda y lo que permanece es lo que vale por más que no se altere o, quizá, justamente por eso) y, seguro, me volverá a pasar dentro de cinco, de diez, de veinte. La diferencia es que cada vez lo leo mejor, que cada vez lo leeré mejor, “de una manera completamente nueva”, que es la misma manera en que lo leí cuando yo ya era un lector que quería ser escritor y que quería escribir algo que le produjese a otros lo que eso que estaba leyendo le producía a él.
Semanas atrás, a propósito de la muerte de William Styron, me preguntaba cuándo es que muere realmente un escritor: ¿cuando deja de escribir, cuando deja de publicar, cuando deja este mundo o cuando deja de ser leído? Supongo
que la respuesta correcta es todas:
los escritores mueren de a poco pero nunca del todo e incluso la última
posibilidad no es el fin del camino porque han sido muchos los que, redescubiertos o descubiertos, han vuelto de la tumba para vivir más felices que nunca o, por lo menos, para hacer tan dichosos a los lectores.
No hay mejor homenaje para un escritor que seguir leyéndolo por más que ya no escriba y por más que ya se haya leído todo lo que se escribió.
Me parece que son muy pocos los escritores que acceden a ese privilegio y que, generosos, te dan esa oportunidad de reencontrarte con ellos, como si el tiempo no pasara; porque hay contados libros y autores para los que el tiempo no pasa.
Y, última página, Marlowe le pregunta a Soriano si no tenía otra cosa mejor que hacer y le dice que “Durante los días que estuvimos juntos me pregunté quién es usted, qué busca aquí”. Soriano le pregunta al detective si ya lo averiguó y Marlowe responde: “No, pero me gustaría saberlo”.
Por suerte quien firma esto y los miles de lectores de Soriano –a diferencia de Marlowe– siempre lo supimos y seguimos sabiéndolo y seguimos leyéndolo y releyéndolo con la certeza compartida de que sabíamos quién era y qué era aquello que buscaba y que había encontrado.
Ahí está, ahí continúa y ahí continuará estando.
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