Domingo, 28 de enero de 2007 | Hoy
POR RODOLFO RABANAL
Por Rodolfo Rabanal
Soriano escribía de noche, siempre. Se sentaba a la máquina poco antes de las doce y trabajaba hasta que lo sorprendiera el alba, cuando el sueño ya le borroneaba el teclado. Despertaba al mediodía y el primer movimiento al que lo empujaba la conciencia era el de verificar si su gato –el gato de la familia cuyo nombre he olvidado– se había posado encima de la pila de páginas mecanografiadas. Se trataba de una instancia decisiva: los gatos siempre fueron animales sagrados, nada hacen por azar, tienen “propósitos”, designios, preferencias, son premonitorios. Al menos eso creía Soriano. De modo que si su gato había dormido sobre los papeles producidos durante la noche, el trabajo “tenía sentido” y era probable que fuera incluso más bien bueno, de lo contrario había que revisar todo y quizás hasta desecharlo. Tal vez ésa haya sido la más firme cábala del “gordo” y sin duda, el juez de preselección más severo de cualquiera de sus obras.
Creo recordar que esta doméstica sumisión extremadamente silenciosa empezó cuando escribía su libro Triste, solitario y final y todos compartíamos la redacción del semanario Panorama, en la Argentina caliente de los años ’70. Años antes habíamos sido colaboradores de Primera Plana pero sin conocernos, sólo traíamos nuestros trabajos a la redacción, los entregábamos al editor responsable y volvíamos a la calle. Ahora tengo la borrosa impresión de que, en algunos momentos, el entonces muy joven Soriano exasperaba a Hugo Gambini porque solía entregarle sus artículos escritos a mano en hojas de cuaderno. Es posible, Soriano había llegado de Tandil con las manos vacías, su ambición era trabajar en el periodismo, hacerse escritor y ahorrar para comprarse una máquina de escribir.
La otra ambición consistía en conocer Los Angeles, Estados Unidos, visitar la casa de Laurel y Hardy, indagar en la vida de Raymond Chandler y escribir algo tan maravillosamente bello como El largo adiós. Por Chandler profesó en esos años una auténtica idolatría. Marlowe, el parco detective de aquella especie de saga californiana, era su mascota. Por entonces, la literatura hacía estragos entre nosotros –la literatura y la política–, leíamos a Conrad, repetíamos de memoria el párrafo inicial de Lord Jim y afilábamos “el estilo”, un modo de decir que no fuera decir lo obvio (detestábamos la palabra obvio) y una manera de narrar que nos distinguiera del pasado sin olvidar a los maestros.
No sería inexacto decir que revistas como Primera Plana y Panorama y después el diario La Opinión prestaron a Osvaldo Soriano el marco y el contexto más afortunado para un joven escritor en marcha: en aquel periodismo estaba la calle y también la forma. La forma era la palabra justa describiendo la situación adecuada en el momento oportuno. Una frase debía ser precisa como un tajo y debía atrapar como un anzuelo. El reto era alto y el estímulo incesante.
Escribir bien era imprescindible. Años más tarde, esa virtud narrativa de Soriano enriquecida por los poderes de la imaginación –irónica, humorística, piadosa– haría memorables sus contratapas de Página/12.
Hoy, a diez años de su prematura muerte –pero la muerte siempre es “prematura”– no sabemos de qué modo trataría a Nalbandian y qué habría dicho de la selección del Juvenil jugando en Paraguay, pero sí sabemos que siempre habría dicho algo distinto, nuevo, para nada “obvio”. Tampoco sabemos, sobre todo, qué otros libros nos habría deparado, qué fantasías, qué críticas demoledoras enrostradas a la clase política, qué locas aventuras en pueblos perdidos de la honda Patagonia, de la vasta provincia de Buenos Aires o del Chaco ardiente. Pero semejante pensamiento es tan solo un juego de la mente, la obra de un escritor no se inscribe en los modos potenciales, vive por sí misma exactamente como un hecho y cada vez que alguien abre uno de sus libros se nos presenta entera. En ese sentido, podríamos decir que Soriano vive.
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