RESCATES
Berger, el joven
Cuando ya había perdido toda esperanza de ser pintor y se ganaba la vida como crítico, un entonces ignoto John Berger publicó su primera novela: Un pintor de hoy. Las críticas eran tibias y las repercusiones escasas. Hasta que Stephen Spender escribió que ese libro tan perverso sólo podría haber sido escrito por un Goebbels joven y Richard Wollheim denunció las simpatías totalitarias y la deshonestidad intelectual de su autor. Entonces la editorial retiró el libro de la venta apenas un mes después de publicarlo. Cuarenta años después, se editó en España aquella magistral novela sobre el arte y la militancia. En la Argentina, parece, todavía hay que esperar un poco más.
Por Juan Forn
Un joven crítico de arte (llamado John a secas) llega al atelier londinense de un pintor amigo, Janos Lavin: su mejor amigo, aunque tenga cuarenta años más que él y sea húngaro. Una de las mejores galerías de arte de la ciudad acaba de inaugurar una muestra de Lavin, la primera en las dos décadas que lleva en Inglaterra. La muestra es un éxito, el joven crítico está eufórico: su admirado amigo recibirá por fin el reconocimiento que se merece. Pero Janos Lavin se ha esfumado en el aire. No está en el atelier, no está en la ciudad, ya ni siquiera está en Inglaterra, como descubrirá el joven crítico por una breve carta de Lavin que recibe a los pocos días, remitida desde el continente: “No serviré de mucho. Ya soy mayor, y hace demasiado que elegí mi camino. Quienes no son como era yo elegirán hoy este mismo camino. Por eso ahora voy a contarles el error que cometí a los que sí son como era yo”. El año es 1956 y Janos Lavin va a perderse en la marea de la Historia, cuyo epicentro está en esos días en Budapest, la ciudad que abandonó más de cuarenta años antes por su militancia comunista y su afán de un arte que contribuyera a mejorar el mundo, como pedía Tolstoi.
La novela se llama Un pintor de hoy y la escribió el hoy legendario John Berger, pero cuando se publicó originalmente, en 1958, su autor era un ignoto debutante cuya única obra publicada (en Dresde) era una breve monografía incluida en un catálogo dedicado al pintor italiano Renato Guttuso. La novela mereció una sola reseña tibiamente favorable (en un periódico católico llamado The Tablet); el resto fueron lapidarias. Cuando Stephen Spender escribió en el Times Literary Supplement que ese libro tan perverso sólo podría haber sido escrito por un Goebbels joven y Richard Wollheim denunció en Encounter las simpatías totalitarias y la deshonestidad intelectual de su autor, la editorial Secker & Warburg retiró el libro de la venta y lo convirtió en letra muerta apenas un mes después de publicarlo. La Guerra Fría y la amenaza nuclear avanzaban hacia su clímax buscando enemigos por todas partes. El epígrafe de la novela de Berger era una frase de Gorki: “La vida siempre será lo bastante mala como para que nunca desaparezca en el hombre el deseo de algo mejor”.
Berger había decidido dejar de pintar a principios de los ‘50 y se ganaba la vida escribiendo crítica de arte. (Recién en 1974, con el Premio Booker a G, comenzaría su “carrera” literaria.) Sus mejores amigos eran pintores; la mayoría eran mayores que él y extranjeros: habían llegado a Inglaterra justo antes de la guerra, huyendo del fascismo. “Yo no había ido a la universidad, y esos exiliados, que vivían pobremente en el Londres de posguerra, se convirtieron en mis maestros. Sobre todo me enseñaron Historia, y cómo estamos todos obligados a vivirla”, escribió Berger sobre aquella novela de su juventud cuando se reeditó, en 1988. El impecable epílogo (que cierra repitiendo el epígrafe de Gorki por haber tenido “más fidelidad de la que yo mismo había imaginado”) dice unas cuantas cosas más. Por ejemplo: “Lo que suele dejar anticuado el contenido político de un libro es su oportunismo. Y este libro no era oportunista. El tiempo no ha hecho sino confirmar el relato de aquel momento histórico”.
El libro le enseñó tempranamente a Berger “a tener el orgullo que el escritor moderno ha de tener frente a los mass media, independientemente de que lo halaguen o lo denigren a uno”. Su reedición, tres décadas después, le permitió aprender algo que sabía que ocurría en la pintura pero no necesariamente en la literatura: el efecto del tiempo. “El empeño de ciertos restauradores por limpiar un lienzo hasta dejarlo tal como estaba el día en que el pintor lo dio por terminado es un tanto estúpido. Los pigmentos tardan entre veinte y treinta años en asentarse en el lienzo. Modifican su opacidad o transparencia, los colores se unen como si fueran las diferentes partes de un mismo cuerpo, la imagen pintada se seca profundamente. La frescura, la humedad de todas las decisiones tomadas por el pintor durante su creación ha dado paso, para mejor o para peor, a una sensación de inevitabilidad. Si el cuadro es malo se convierte en una advertencia. Si es bueno, su autoridad se hace aun mayor.”
Berger sabía desde 1958 que había logrado una incuestionable vividez en la caracterización del atelier de un pintor, con especial preponderancia de su “caja negra”: la cabeza del pintor (el joven John encuentra, entre los papeles de Lavin, un diario escrito en húngaro, que da a traducir y que cita en su totalidad, con anotaciones sumamente útiles: ése es el cuerpo central del libro, al que se agregan un prólogo y un epílogo). Janos Lavin sería suficientemente potente como personaje sólo por su costado estrictamente estético: sus reflexiones sobre el hecho en sí de pintar (cómo mirar, algo que Berger desarrollaría con maestría como crítico, si se puede llamar crítica a esa rara forma de creación que inventó con su escritura y sus apariciones televisivas, bautizadas Modos de mirar) son iluminadoras de tan visibles que son. Pero la apuesta era más alta en el otro aspecto del hecho estético en sí y de los tiempos que le tocaron vivir a Janos Lavin: el “contexto”. Porque el gran camarada de Lavin y su par en el mundo desde la infancia, su amigo Lazlo, el poeta y militante clandestino, el que eligió Moscú en lugar de París en 1933 y, a partir de ahí, la militancia por encima de la poesía, el que retornó a Hungría junto con el Ejército Rojo y ocupó desde entonces puestos cada más altos en la estruktura, pasa sucesivamente –en los cuatro años que abarca la escritura del diario: 1952/1956– de defensor del realismo socialista a caído en desgracia y sometido a juicio, luego obligado a hacer una confesión pública, luego ejecutado y rehabilitado post-mortem en la primera mitad de 1956, que es cuando finaliza el diario.
La apuesta más arriesgada de Berger fue convertir la evolución de la conciencia de Lavin en la columna neurálgica del libro. Los secretos apuntes que garabatea en húngaro el pintor se ocupan de dos temas excluyentes: la serie de cuadros cada vez más grandes con que logrará plasmar en esos cincuenta meses sus cincuenta años aprendiendo a mirar, y la sombra de Lazlo, la información sobre él que le llega a Lavin desde Hungría y desde su memoria. En una y otra cuerda, Berger lleva al lector al sótano más secreto del alma de un artista, a lo que yace por debajo del genio y de la vanidad: el dilema entre arte y militancia, entre egoísmo y altruismo, entre mirar y participar, entre ser un hombre y ser un artista.
“Cuando me atasco en medio de un trabajo, la dificultad es siempre resultado de un error anterior que cometí sin darme cuenta. Entonces tengo que escalar el obstáculo que me bloquea el paso. Pero el objetivo de mi escalada es ver desde arriba el camino que hubiera debido tomar para evitarlo. Entonces bajo, retrocedo y tomo el camino adecuado. No supero el obstáculo, aunque demuestre que puedo escalarlo. La obra de arte no es el resultado de una serie de conquistas. Es el resultado de algo mucho más difícil: encontrar una ruta directa, lógica y firme por un paisaje lleno de todo tipo de peñascos, barreras y obstáculos. El artista debe hacer que ese laberinto parezca una carretera.” Aunque se las adjudica a Lavin, estas palabras pintan a Berger de cuerpo entero en su entrega y su demanda al arte, en ese “cómo todos estamos obligados a vivir la Historia” que le enseñaron, junto con la idea de fraternidad, sus veteranos amigos emigrados: “Sólo los académicos creen que los grandes fueron dioses. Ni siquiera el más humilde pintor, el peor, tiene que sentir eso por sus predecesores. Sólo podemos aprender de los logros de nuestros iguales. Frente a un Poussin, me siento más orgulloso de mí. Me recuerda lo que significa ser pintor. El hecho de que al mismo tiempo me recuerde el fracaso relativo de mi propia obra carece de importancia: la fraternidad es más fuerte”.
Berger tituló su novela A painter of our time. Ese “nuestro tiempo” adquiere una sonoridad comparable a la del lienzo que termina de fijar treinta años después de pintado. Un pintor de hoy retrata un ambiente, una época, una concepción del arte y una concepción de la Historia con igual destreza y convicción. Leída acá y ahora, su mirada sobre lo artístico y sobre lo político tiene una elocuencia semejante: aquel tiempo se convierte en nuestro tiempo, su coherencia está a nuestra disposición. “Sólo podemos aprender de los logros de nuestros iguales”, y Berger es nuestro igual, como artista y como hombre de nuestro tiempo. Aunque Alfaguara no se decida todavía a editarlo en la Argentina, ni a traer al menos unos cientos de ejemplares de España. Pero no hay que desesperar: un libro que supo esperar treinta años sabrá esperar un poco más. El tiempo ya está de su lado.