Domingo, 7 de diciembre de 2014 | Hoy
Hijo de una familia de artistas y músicos de Viedma, Río Negro, Lisandro Aristimuño se terminó por consagrar como el mejor representante del nuevo indie local que emergió durante la década pasada, traspasando los límites de esa escena a fuerza de convocatoria y prepotencia de trabajo. A pesar de estar identificado con la Patagonia, en realidad grabó todos sus discos –seis en total, si se cuenta el doble Las crónicas del viento como dos– ya instalado en la ciudad de Buenos Aires, participando activamente desde sus comienzos de la escena porteña. A punto de regresar el próximo fin de semana al teatro Gran Rex para despedirse de Mundo anfibio, que editó dos años atrás, Aristimuño confiesa que prefiere no grabar más discos de los necesarios y recorre su carrera desde su etapa de artista de covers en su ciudad hasta el presente, en que fue coproductor de Liliana Herrero y acaba de producir el nuevo disco de Fabiana Cantilo.
Por Sergio Marchi
Un señor de edad mediana, arquitecto, padre de familia, residente en una capital de provincia patagónica, decide que quiere una guitarra acústica. No se gana con ella la vida ni le es imperiosa para su futuro, pero por alguna razón que desconoce, ese instrumento le resulta indispensable. No se trata de cualquier guitarra sino de una Ovation, la guitarra que, a comienzos de los ’80, usaban los grandes rockeros vernáculos como Luis Alberto Spinetta, Moris, León Gieco, Juan Carlos Baglietto o David Lebon. La marca se hizo un lugar aprovechando los tiempos de la “plata dulce” de Martínez de Hoz, pero por más barato que estuviese el dólar, esa viola costaba un dineral. Era hora de empeñar las joyas de la abuela, pero restaba sortear un pequeño detalle: la abuela no dejó joyas. Entonces, serían las alianzas de casamiento.
Este relato bien podría ser un paso de comedia, con la mujer del señor entrando por un costado del escenario, ruleros en testa onda Doña Florinda, y revoléandole a su consorte un soberano sartenazo por la cabeza, a ver si se vacía de ideas tan trasnochadas. Pero esto no era un paso de comedia, sino una historia de amor; la mamá de Lisandro Aristimuño le dijo a su marido que estaba de acuerdo, y así fue que empeñaron las alianzas, “de oro grosso”, según la tasación anecdótica que hace hoy su hijo, y se compraron la Ovation. Flor de guitarra. El cuento cerraría perfecto con Lisandro Aristimuño empuñando la Ovation a corta edad y convirtiéndose en el artista que es hoy. Pero este descendiente de vascos hace honor al mito de las duras cabezas que sus antepasados engendraron por su tenacidad, y para comenzar a tocar la guitarra no eligió la Ovation, sino otra que había en su casa, una Antigua Casa Núñez. “El primer tema que toqué fue ‘Blackbird’, de los Beatles –le cuenta Lisandro Aristimuño en voz baja a Radar–; la saqué de oído, pero años después lo vi a Paul tocándola y no la hace igual que yo. Se ve que no la saqué muy bien, pero sonaba igualita.”
¿Y qué pasó con la Ovation? Es una larga historia, pero Lisandro supo darle un buen uso: fue un eslabón fundamental en la cadena de cosas que desembocan en su presente de fines de 2014. Son 70 las canciones que Aristimuño tiene publicadas en una obra todavía corta pero absolutamente contundente que consta de cinco discos (seis, dice él, contando a su doble, Las crónicas del viento, como dos) y una sonoridad única que desafía cualquier lógica de mercado, pero que al mismo tiempo no es para nada expulsiva. Sus melodías son bellas, a lo mejor no son tarareables, pero sí portadoras de una poderosa personalidad que es lo que ha llevado a Lisandro Aristimuño hasta este punto en su carrera. Un oyente atento puede intentar componer en una probeta su ADN musical con los siguientes elementos: folklore, electrónica, rock, unas gotas de reggae, y poemas de amor en estado líquido. La música de Lisandro Aristimuño contiene todas estas cosas, pero también algo más: lo contiene a él. Y a nadie más. Es un artista único en un universo clonificado.
En eso reside tanto el secreto de su éxito como su éxito en sí. No existe otro artista tan singular ni tan atractivo en su música, dentro del espacio sonoro argentino, salvo otros músicos (escasísimos), anfibios como él. Tiene la marca de artistas enormes pero no como influencia en el ojal, si no más bien como si él fuera (y lo es) miembro de una dinastía reducida cuyo elenco se cuenta con los dedos. Muchas veces se ubica a Brasil como ejemplo en el mapa musical porque todos comparten en vez de competir, y por la unicidad de artistas como Caetano Veloso.
La existencia de Lisandro Aristimuño es testimonio vivo de que hay una estirpe similar entre nosotros. Porque en su música resuenan ecos del Charly García más orquestal, del Fito Páez más folklórico, del Spinetta más cálido, del Cerati más lírico. Pero son ecos, nomás. El resto sale de la yema de sus dedos, de sus programaciones percusivas improbables donde un ruido tiene el mismo valor que un bombo legüero, y de un montón de cosas de las que él, a lo largo de la conversación, parece inconsciente. “No me considero ningún tipo de rótulo –dice–; me gusta todo. No me interesa hacer algo concreto, agarro un poco de todo y hago una ensalada.” Lo cual es muy coherente viniendo de un vegetariano que no le hace asco a un buen asado, si lo hacen en Luis Beltrán, el pueblo de Río Negro vecino a Choele Choel donde transcurrió buena parte de su infancia. “Poca gente y buenas personas”, resume Lisandro a ese lugar cómodamente instalado entre los dos Río Negro, el norte y el sur. Linda metáfora para un músico que navega siempre a dos aguas.
MAS ALLA DE LOS COVERS
Instalado en la butaca principal, enfrentado a una consola de sonido y un monitor enorme, con la luz entrando a raudales por un amplio ventanal, Lisandro Aristimuño es el Willy Wonka de su fábrica de sonidos: Viento Azul. Y hoy el jefe no tiene ganas de sacar un nuevo producto, pero al mismo tiempo quiere seguir disfrutando del chocolate.
“No tengo un nuevo disco a la vista. Tiene que ver con que alcancé un tipo de escalón con Mundo anfibio (2012) y con que nació mi hija (Azul). Al ser independiente y llevar adelante mi propia gestión, puedo darme el lujo de tomarme el tiempo necesario para poder crear algo que realmente me movilice y no sea más de lo que hice. Entonces, al ser mi propio dueño, me voy a tomar todo el tiempo que quiera y no voy a hacer lo que, a veces, artistas que yo admiro, hicieron; te das cuenta de los discos que tuvieron que hacer, y aquellos que ellos querían hacer. No quiero que quede un disco mío, en vida, de algo que yo hice apurado o presionado o que hice porque tenía que pagar el alquiler. Si quiero pagar el alquiler, me hago un concierto.”
Tal vez por eso, hace dos: 12 y 13 de diciembre vuelve a tocar en el Gran Rex. Cuando se editó Mundo anfibio, Aristimuño tocó cuatro veces en el mítico teatro, por eso al surgir la idea de unos recitales a fin de año, parecía lógico que lo hiciera en un lugar más grande, como el Luna Park. Sin quitarle mérito al Palacio de los Deportes, prefirió retornar al Gran Rex porque sabe que allí lo suyo suena mucho mejor. Y reconoce que su música requiere de un lugar con un perfil más íntimo, donde la magia de sus discos pueda reproducirse. No es que necesite un ambiente estéril; tan sólo una buena acústica que deje percibir los detalles y recovecos de su intrincada estética.
Cuando se habla de Lisandro Aristimuño, se lo asocia con la Patagonia, lo que es una sociedad natural para este joven de 36 años, nacido en Viedma, que cursó la primaria en Luis Beltrán, y que regresó para hacer la secundaria en su ciudad de origen. Ese regreso le posibilitó subir a los escenarios por primera vez, y con la Ovation de su padre. Entre los trece y los dieciséis años fue el cantante y guitarrista de Marca Registrada, “donde tocábamos muchísimo rock nacional en un pub de Viedma, pero era medio a la carta. El mozo nos traía servilletas con pedidos de la gente. ¿Quieren La Portuaria? Tenemos ‘El bar de la calle Rodney’ y ‘Selva’. Eramos la banda estable del lugar, la gente venía a tomar algo y a escucharnos. Hasta el día en que yo quise mechar un par de canciones mías. En la banda había pibes más grandes, que eran como los managers, yo era el más chico, arranqué con trece. Uno de los dueños les dijo a uno de los otros pibes: ‘Mirá no metan más temas de ustedes, los contraté como banda de covers’. Y dejé la banda. Yo quería que también hiciéramos otra cosa, que hubiera más futuro que tocar en una banda de covers en un bar”. Y ahora, paradojas de la vida, es el productor de Fabiana Cantilo.
En uno de esos encuentros multitudinarios de músicos, Fabiana Cantilo preguntó por Lisandro a los gritos. Le gustaban sus discos y quería conocerlo. Después se cortejaron mutuamente invitándose a los conciertos del otro. Y de ahí a que Fabiana le llevara una canción para que Lisandro la produjera hubo un paso. Y del resultado, a que Cantilo decidiera que Aristimuño tenía que producir todo el disco, hubo otro paso más. “Yo quería que ella volviera a tener el valor artístico que tuvo en los primeros discos. Charlamos mucho de lo que era ella dentro del rock argentino, de las cosas que le pasaron, de la prensa, de sus fobias. Siempre la acusaron de no componer, de que siempre hizo canciones de otros. En este disco, Fabi quería volver a componer, entonces buscamos una manera de trabajar que le fuera cómoda. Ella me mandaba ideas grabadas en un teléfono, con su guitarra y una melodía tarareada. Yo venía al estudio, lo abría, veía la forma, lo armaba, grababa la voz y ella hacía la letra. Y las letras son una de las cosas más lindas de este disco. Las letras... y su voz.”
Evidentemente, ha corrido mucha agua bajo el puente, aunque en el caso de Lisandro sería más adecuado decir que ha soplado mucho viento por sus ventanas.
EL GUARDIAN EN EL CEMENTO
Por carácter transitivo, si a Aristimuño se lo vincula con la Patagonia, el legendario viento patagónico se cuela en la ecuación, porque sopla en sus canciones y porque todo el mundo cree reconocerlo en su sonido. No lo dice, hombre cortés, pero está un poquito cansado del asunto y no por renegar de sus orígenes, que despliega orgulloso. Es que su música tiene mucho más que eso. “De todos modos, hace ya doce años que estoy en Buenos Aires, y todos mis discos los saqué desde que estoy aquí. La ciudad me dio el oficio. Te diría que mi lugar es Luis Beltrán; tengo muchos amigos de ese tiempo que viví allí y cuando voy para allá me como un asado con ellos. Pero nací en Viedma. Ahora la cosa está cambiando porque antes me bardeaban muchísimo, y ahora no, ya soy un tipo importante para ellos. ‘Es medio boludo, pero nos hace quedar rebien’ ó ‘el loco es de Viedma y tocó en el Gran Rex’. Yo hacia covers allá, y era recareta por que era rehitero, y el bar se llenaba de chicas y los rockeros se morían de envidia. Rockero nunca fui. No sé qué es el rock.”
Pero hay un eslabón perdido en el irregular derrotero de Lisandro Aristimuño, y es su paso por Mendoza. Si bien dice que Buenos Aires le dio el oficio, Mendoza le templó el espíritu. No fue una experiencia agradable. “De Viedma me fui a Mendoza, a Guaymallén. Intenté estudiar música allá; mi viejo es director de teatro y tenía un amigo actor, entonces me dijo ‘andate a lo de los tíos que te bancan una cama ahí hasta que vos encuentres tu lugar’. Estuve un año y medio en Mendoza, y fue una experiencia redura, porque yo salía de Viedma de una banda de covers, y en un pueblo, achicando todo, éramos como los Beatles. Era muy fácil el reconocimiento y el techo también. Una banda de jóvenes, Gancia con limón y rock: muy cancheros. Yo ya tenía mi novia, estoy en pareja hace 21 años, y con ella tuve a mi hija.”
Las cuentas son fáciles: está de novio desde los quince, pero ella se fue a Buenos Aires y Lisandro, a Mendoza. Si todo va bien, alcanzará un record matrimonial. Pero antes pasó por Mendoza a buscar algo que no sabía bien qué era. Duró poco tiempo en “lo de los tíos”, hasta que se alquiló un lugar a una cuadra del canal que divide la Capital del Gran Mendoza, donde él residía.
“Era la primera vez que me había ido de mi casa, de mi lugar, de mis amigos. Fue en 1997. Intenté hacer bandas, pero me resultó muy jodido, porque era un lugar muy cerrado: había muchas bandas armadas y no entrabas ni en pedo. Tenías que hacer un laburo muy grande de relaciones públicas. Yo no tenía ganas y lo que hice fue encerrarme en un monoambiente que me alquilaba y empecé a hacer demos. Pero no tenía un mango, no tenía para morfar. Mi viejo me mandaba, pero no me alcanzaba: me lo gastaba en birra.”
Buenos Aires fue otro asunto; llegó para finalmente estar con su chica y feliz de la vida atravesó el quiebre de 2001. Había que ser muy valiente para irse a la Capital, con un clima político tan espeso. Aristimuño frena la charla y corrige: “Yo fui valiente desde que salí de Viedma, no es que mis discos me hayan hecho valiente. Tuve que tener valentía para decirles a los pibes de mi banda que no quería hacer más covers, sino mis temas. Tuve que ser valiente para irme de mi casa muy joven, a una ciudad como Mendoza. Cuando vine a Buenos Aires, me decían ‘vos vas a ser una hormiga entre muchas otras hormigas, nadie te va a distinguir’. Mis viejos miraban la tele y lo que pasaba en Buenos Aires y me decían: ‘Hijo, ¿dónde estás?’. Y yo feliz, junto a mi mujer en un colchón, escuchando los cacerolazos”.
Es ahí donde se gesta Azules turquesas, su disco debut, que marcó desde el vamos un estilo con aires folklóricos y sonidos electrónicos en una fusión que no sonaba forzada. “Hoy se respira viento sur / ese que nace del frío”, es la frase que funciona como tarjeta de identificación. Pero no tanto por el viento, sino por la respiración. Lo que mejor puede explicar al hombre que plasma esta música de tanta sensibilidad no es su origen, sino su condición. Lisandro Aristimuño es asmático, lo que en un punto equivale a ser anfibio. “Sí, cuido mucho el aire, lo tengo muy presente, el aire es muy importante en mi vida: es mi droga. Creo que también que por eso canto con aire; si te fijás, la palabra aire suena todo el tiempo en mis temas, algunos hablan de ahogos. La humedad es mi veneno, a veces no puedo respirar. Me siento como un pescado y también por eso mi disco se llama Mundo anfibio. Si entro a una pileta me agarra asma: el agua es mi kryptonita. Más que la música, lo que me hace respirar es el amor. Me he ahogado en un escenario, pero nunca me ahogó el amor.”
Y no lo dice, pero lo ha comentado en varias entrevistas: la ciudad también lo ahogaba, por su humedad, sí, pero también por su intensidad, que puede descolocar al más centrado. “¿Viste que siempre dicen, cuando estás con una mujer que te gusta mucho, que los primeros tres meses vas a estar muy bien, y el cuarto o quinto, ya comienza el desastre? –traza una analogía, Aristimuño–. Eso me pasó con la ciudad. Es como que primero haces el amor todo el día y después lo haces una vez por semana. Y después, ya no. La ciudad me pegó refuerte en ese sentido, porque me dio miedo, fobia.” Ese clima de “paranoia y soledad” (recordando el tema de Pedro Aznar para Seru Giran) se trasladó a su segundo disco; editado en 2005, Ese asunto de la ventana, cuyo título está tomado, según su autor, de una frase que J. D. Salinger escribió en El guardián en el centeno. Bueno, Lisandro fue “el guardián en el cemento”: “Ese disco lo hice en un edificio, en un departamento, mirando desde una ventana. No podía salir a la calle, me daba miedo”.
Para el siguiente se sintió mucho mejor, pese a la fiebre. 39 grados, su tercer disco, es donde su sonido comienza a madurar o, mejor dicho con sus palabras, a “mutar para ser mejor”. Abre con una de sus canciones más hermosas: “Me hice cargo de tu luz”, donde figura el paisaje y la meteorología de Mendoza y una canción de Charly García que, no tan casualmente, es “A punto de caer”, que el bicolor compusiera junto a Fabiana Cantilo, a quien Aristimuño hoy produce. “En 39 Grados ya me cago de risa, en algún punto es una droga natural la fiebre, un malestar del cuerpo. Quedé golpeado, pero a la vez mi cabeza estaba entendiendo lo que estaba pasando. Cuando estás como yo estaba, tu mente desconoce tu cuerpo. En cambio con 39 grados, pasé a la fiebre. De última, sé que pasa: soy yo, roto, con fiebre. Pero volví a ser yo.”
En su lisergia febril, Aristimuño se reconoce y siente alivio. Pero cuando la infección citadina finalmente abandona su cuerpo, la razón le hace preguntarse ¿quién es ese yo que ahora reconozco? Y para responder ese interrogante tiene que rebobinar su propio casete, ir bien atrás, estudiar sus raíces. “Sí, y eso es Las crónicas del viento. Es el Sur, Luis Beltrán, mi infancia. Fueron dos discos, y uno lo grabé en España solo. Y al intentar recuperar mi identidad dentro de la ciudad, me salieron mellizos: por eso es doble.”
EL NOMBRE DEL ARTISTA
El asunto de la música de Lisandro Aristimuño es un asunto de una familia de artistas. Dice que no hubo un mandato familiar, pero que sí había una venia, un permiso, un vía libre para mandarse a hacer lo que le gustara. En ese viaje, arrastró a dos de sus hermanos: Tomás, guitarrista que toca en su banda, “pronto va a tener su segundo disco” (el primero se llamó Verde árbol), y Rocío, que también toca con él (es uno de los elementos más destacados de su grupo); “la quiero y la admiro mucho, baila flamenco, nos respetamos mucho: somos muy amigos”, dice. La restante, María Luz, la mayor, vive en Viedma, donde todavía residen sus padres.
Se le pregunta a Lisandro si cree que su familia es un clan, y responde con otra definición: “Gitanos totales”. Se ríe y piensa al mismo tiempo que “nos movemos en masa y no nos peleamos nunca. Yo creo que mi viejo quería que nos dedicáramos al arte, porque él también es un creador, pero nosotros somos muy reservados en eso. A mí me cuesta decir que soy artista, porque es muy difícil notar qué es ser artista para mí. Artista es Charly García, un tipo que llena un lugar de algo. Yo creo que paso más inadvertido. Tampoco me gusta que me reconozcan por la calle; sólo quiero que se escuche mi música. Después, tranquilo: comer, andar, emborracharme con alguien en un lugar. Con la gente quiero una relación normal, no que yo soy distinto o que me hagan sentir distinto. No me gusta ir a eventos, y si voy, es para acompañar a alguien. En mí no nace eso. Y no es falsa modestia, para nada, porque en muchas cosas soy muy canchero y egocéntrico. En la venta de mis discos (que la hace en sus propios conciertos), peléandome con el distribuidor, hago valer esto”, dice y señala unas cajas de CD desprolijamente apiladas en un recoveco de su estudio. “O cuando toco en un teatro municipal, y me dicen que no hay algo que pedimos con mucha anticipación. Ahí me hago notar. Pero no me interesa tener este carácter para la música, lo tengo por el lado de atrás del telón.”
La tarea más complicada que tiene cualquier artista es la de encontrar su propia voz. Lisandro Aristimuño lo resolvió desde su primer disco; su estilo no ha hecho otra cosa que progresar hasta lograr su mejor forma en Mundo anfibio, el lado oscuro de su luna, el disco en el que alcanza su, hasta ahora, mejor forma expresiva. Pero ahora viene el tramo complicado: ¿como se continúa eso? ¿Cómo hace un artista para superar su obra maestra? Es probable que Aristimuño no haya tenido tiempo para contestar esa pregunta, porque su respuesta puede llevar toda una vida. “Honestamente, no sé qué soy para el afuera. Muchas veces me preguntaron si Lisandro Aristimuño es mi nombre artístico”, dice riéndose por la confusión de cierta gente. Pero habría que ver si es tan gracioso: porque el suyo es el nombre que representa el arte de sus discos.
Y como lo sabe, aguarda el momento justo, esquiva la presión, y disfruta este presente hasta la última gota, aunque sepa que estos próximos conciertos en el Gran Rex quizás impliquen el cierre de la etapa “mundo anfibio”. ¿Qué vendrá después? La respuesta está soplando en el viento, como diría Bob Dylan. Sólo que, en este caso, el viento es patagónico.
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