Domingo, 21 de diciembre de 2014 | Hoy
Un universo profundo y sumergido, cromado, abigarrado y a la vez austero, poblado de motocicletas y héroes del metal, empezó a emerger en pleno siglo veintiuno en una sucesión de films que ya desde sus títulos otorgaban algunas pistas acerca de lo que se traía entre manos: Legión, tribus urbanas motorizadas, Vil romance, Vikingo, Fango, Fantasmas de la ruta, salen del territorio del sur del Gran Buenos Aires con relatos corales de sus habitantes, con verdad pero sin impostación, sin miradas piadosas ni distancia lacónica. El hombre detrás de la cámara es José Celestino Campusano, un director que empezó demasiado joven a rodar pero que tuvo que esperar varios años, juntar dinero y hacerse de instrumentos técnicos para filmar lo suyo. Ahora es el turno de El Perro Molina, una historia de clima conurbano más rural que en films anteriores, donde se confronta la delincuencia con y sin código. En esta entrevista, Campusano habla de su método de trabajo, de su periplo en un cine argentino al que consideraba muy cerrado y clasista y de por qué cree que la mejor película es la que siempre está pasando delante de nuestros ojos.
Por Mercedes Halfon
José Celestino Campusano emergió en el panorama del cine independiente de modo contundente a mediados de los 2000 y dejó claro que su apuesta no era continuar la línea lacónica del Nuevo Cine Argentino, ni alimentar las arcas del mainstream con películas de digestión rápida. Lo suyo era un territorio nuevo que iba a ser defendido con uñas y dientes. Y no es metafórico: Campusano viene desde hace más de diez años mapeando como un antropólogo suburbano la zona sur del Gran Buenos Aires. Quilmes, Berazategui, Ezpeleta, Ezeiza, Monte Grande, Esteban Echeverría, Florencio Varela aparecen en sus películas como nunca antes habían sido filmados. Es el rostro que esos parajes saben darle a un local: sus basurales posnucleares que pueden funcionar como puntos de reunión del peliagudo hampa juvenil, sus campitos secos donde se cazan jabalíes, sus habitantes arcaicos y sus cultos paranormales, sus familias golpeadas pero vigorosas, sus casas realizadas con una norma estética que no tiene nada que ver con el kitsch ni con el pop ni con lo telúrico. Son espacios y personas mirados por alguien que nació allí mismo, en Quilmes, hace 50 años y decidió dedicarse al cine para contarlo.
Tiene el pelo por los hombros y un atuendo que no disimula su origen motociclista y heavy. “Tengo una moto grande, antigua, una Indian 1200. Pero hoy no la uso para nada, la tengo estacionada”, cuenta. Es uno más de esos a quienes filma, pero a la vez no. No es uno más: escuchándolo hablar se percibe que ese lenguaje brillante y sinuoso, ese modo poético y vehemente, podría ser el de un líder carismático o el de un militante nato. Campusano puede explicar cosas muy complejas con palabras simples, puede comprometer a las comunidades con las que trabaja a participar activamente en sus películas y convertirse en los narradores de unas historias que también los narran.
A diez años de Bosques, su primer mediometraje en codirección con Gianfranco Quattrini, Campusano acaba de estrenar El Perro Molina, su film más importante hasta el momento en despliegue técnico y producción, vía Incaa. Por primera vez también será estrenada a gran escala, con catorce copias en salas comerciales. Viene de que la versión fílmica de la serie de TV Fantasmas de la ruta –ganadora del concurso para la TV digital abierta– se haya proyectado en una sala desbordante de espectadores en el Festival de Mar del Plata. En los 210 minutos que duraba ese largometraje, los actores/personajes de todas sus películas se cruzaban en una historia épica de motos, trata y rutas argentinas. TV Digital, paso por festivales: de a poco este singular universo cinematográfico ha ido ampliando su base, sumando adeptos, dejando de ser un secreto de un grupo de fieles seguidores para convertirse en un nombre que así como la música heavy que aparece de figura-fondo en sus películas, resuena poderoso y fuerte. Ahora es el turno de El Perro Molina o Dog Molina. Filmada en Marcos Paz, escenarios algo más rurales que aquellos a los que este director nos tiene acostumbrados, el film está inspirado –como todas sus películas– en hechos verídicos: es la historia de Antonio Molina, un delincuente maduro que intenta sostener ciertos códigos delincuenciales si se quiere nobles, como el respeto por la palabra empeñada y la preservación de las amistades por fuera de la ley, cosas que ya nadie parece recordar. Las esquirlas de un drama amoroso cercano –el comisario Ibáñez y su bella esposa Natalia, que después de sucesivos desengaños se entrega a la prostitución– lo involucran en una tragedia. Y sí: justo cuando esperaba dar el último golpe para salirse del hampa. Y todo entre el registro documental y la ficción arquetípica, en la lucha entre el bien y el mal, entre el melodrama y el policial.
Es posible distinguir rasgos del cine de género en todas las películas de Campusano, pese a que a él no le gusten las comparaciones. Y en ese sentido hay que concederle que su obra no se parece mucho a casi nada. Heterodoxia, primitivismo, autenticidad, crudeza, aire fresco, fueron palabras que los críticos atinaron a decir cuando empezaron a circular sus primeras películas. Imágenes brutales del sur bonaerense profundo que nadie podía decir muy bien de dónde habían salido, ni de dónde provenía su soberbio magnetismo.
Tenía catorce años cuando terminó su primer guión e intentó presentarlo en el Incaa. Su pasión por la pantalla grande es genética, dice Campusano. No puede explicar por qué empezó. Corría el año ’78 cuando hizo ese primer intento, que no pudo prosperar por su excesiva juventud. Hubo que esperar para poder estudiar en la Escuela de cine de Avellaneda, hacerse de sus primeros rudimentos técnicos y a la vez empezar a vincularse, a hacer los amigos que lo acompañan hasta hoy. Participó como meritorio en algunos largometrajes, viajó a Europa, donde trabajó un poco más, pero ninguna de esas experiencias lo acercaban a los rodajes de ese modo definitivo que él estaba esperando. “Había un corset muy grande en el área, era difícil trabajar si no eras hijo o conocido de alguien importante. Y yo no era conocido de nadie. Me di cuenta de que el cine que iba a hacer no era para complacer a nadie, entonces necesitaba tener una solvencia económica que me permitiera cierta independencia. Así que me dediqué a trabajar. Tuve un comercio de puertas y ventanas durante una década.” Campusano cuenta que llegó un momento en que no estar filmando como él anhelaba y que el negocio fuera su actividad principal empezó a angustiarlo. “Empecé a ahorrar para filmar de cualquier manera, en cualquier condición, en 16 mm, con película vencida, como fuera.”
En ese período inicial hizo algunos cortometrajes documentales como Ferrocentauros (1990), que registraba una encuentro de motociclistas en el conurbano sur. Hay que retomar aquí un dato clave en su biografía, y es que ése era su ambiente por naturaleza. Según cuenta, la primera vez que se subió a una moto en su vida, incentivado por sus tíos, tenía cuatro años. Es pionero de la escena del motociclismo bonaerense y ésa también fue su puerta de entrada al cine. Primero con aquel documental de observación, que fue continuado años después en su primer largo documental Legión, tribus urbanas motorizadas (2006) y finalmente con Vikingo (2009), una ficción sobre dos motoqueros reales –el homónimo Vikingo y Aguirre– que terminó siendo su película emblemática. Ese universo tuerca y conurbano, rústico y excéntrico a la vez, constituye el adn de sus imágenes. Algo que con el transcurso de las películas se fue complejizando e incorporando una gran voluntad narrativa que incluía historias sumamente singulares en una cadena de una efectividad apasionante, poderosa.
Pero volviendo a la dificultad de esos inicios, se produjo un golpe de suerte: “Si hoy en día alguien puede considerar el ámbito del cine como cerrado o clasista, en ese momento era mil veces peor. Afortunadamente se produjo el advenimiento del digital y esa fue nuestra vía de acceso”. Con estos formatos y con un equipo mínimo comenzó a buscar material para un largo: “Fue una etapa muy mágica porque había estado años alejado de la posibilidad de la captación. Con Leonardo Padin, mi primo y socio hasta ahora, empezamos a probar material documental con VHS, a trabajar la mirada. Hicimos los primeros minutos de un documental que se llamaba Culto suburbano de práctica individual y era sobre devotos de San La Muerte”.
El rodaje se convirtió en una escuela acelerada de cine y también de cuestiones relativas a sobre qué asuntos filmar y cuáles mejor tenerlos a distancia. “Es increíble la historia, pero mientras estábamos grabando empezaron a ocurrir sucesos paranormales. Tuvimos que parar. Continuamente se nos rompían o cambiaban de hora los relojes. Los volvíamos a poner y al rato nos pasaba lo mismo. Incluso el de mi camioneta, que se alimenta de la batería, se volvió loco.” Ese y otros hechos extraños ocurridos a participantes del film los alejó de aquellos cultos, pero más allá de esta suerte, la experiencia en su totalidad resultó decisiva. “Estábamos probando lenguaje, mezclamos actores que venían del teatro y la televisión con personas del barrio que tenían una cercanía con ese mundo. Noté ahí por primera vez que no iba por ese camino. Hubo un desfasaje enorme. Lo convencional hubiera sido impostar o reconstruir los lugares y convocar un elenco de actores. Pero yo no quería eso. Entendí que lo mejor era dar un salto al vacío, no admitir el término medio, romper con los códigos de representación e ir a lo profundo, a la sustancia. Para eso había que ceder el lugar del director en algunos aspectos. No en determinar el resultado final, pero sí antes. Abrir el juego y trabajar entre varias conciencias, para no empobrecer la premisa.” ¿Qué significa esto? El método de Campusano de ese momento hasta la actualidad. Trabajar con anécdotas ocurridas, que aportan diferentes personas, que a su vez también participan del film, muchas veces como (no) actores.
“Quería que hubiera una construcción coral, con la mayor cantidad de elementos reales posibles. Si la persona habita en el ámbito y ha presenciado algunas anécdotas, eso no tiene que morir, tiene que ser el cordón umbilical con la cámara. Porque si muere eso, muere mucho.”
Uno de los cuestionamientos que se le hacen a Campusano suele ser el tipo de actuación que aparece en sus películas. Como si esa apuesta a trabajar con personas vinculadas a los hechos que se narran y no con actores profesionales redundara paradójicamente en una falta de verosimilitud de las historias contadas. Además de lo contradictorio de este planteo –exigir un código de representación como si fuese el único posible habla de un hábito que se hace norma e impide ver–, es inexacto. El registro interpretativo de las películas de este director es claramente no-naturalista, pero en esto encuentra su sistema, su homogeneidad. Quizás el aspecto más experimental del cine de Campusano sea precisamente éste: buscar –como lo hicieron Robert Bresson y Pier Paolo Pasolini de formas distintas– una irradiación, una empatía moral entre personas reales y personajes cinematográficos.
Después de Bosques y Verano del ángel –mediometrajes en codirección– ya estaban dadas las condiciones para realizar sus primeros largometrajes en solitario. Fue el turno de Legión, tribus urbanas motorizadas. Le siguieron Vil romance y Vikingo, películas con las que inició el camino de la ficción que ya no abandonaría nunca. Esos cuerpos, esos rostros, esas geografías suburbanas, se enlazaron en una narrativa contundente. Campusano se destaca tanto por su elección de personajes dentro de esas comunidades, como por su destreza como contador de historias y artífice. Vil romance podría pensarse como un melodrama marginal y gay; Vikingo como un western motoquero. Aunque más allá de cualquier filiación posible se trata de historias particulares, muy suyas. “¿Por qué estas temáticas y no otras? Históricamente la historia de los pueblos la han contado pequeñas elites que fueron cobijadas en las grandes capitales. Películas argentinas dedicadas a determinadas temáticas en el interior del país las han contado directores porteños que apenas conocían esos temas. Básicamente se trasladaron, trataron de empaparse, pero mucho no los motivaba porque era el problema de otros. Si queremos un testimonio de procesos culturales, sociales, no puede quedar como registro sólo la mirada de las capitales, que es una mirada parcial. Hace falta un cine regional. ¿Por qué no cuenta sus historias el propio pueblo?”
Con esta idea como insignia, con los protagonistas de sus historias como emancipados portavoces de sí mismos, a Campusano no le hace ninguna gracia la lectura que vincula su cine con el norteamericano. Por más clásico que sea: “Nuestra genética está condicionada a una forma de relato que viene de los juglares, e incluso de mucho antes, de los fogones, del Paleolítico. Hay una forma cadenciosa de atrapar la atención del otro y después de dejarlo con una sensación, una ensoñación. Creo que hay una cuestión ahí que incluso puede ser peligrosa: por algo el cine ha sido el principal socio del mal desde su nacimiento. Ha sido un perpetrador del racismo, la misoginia, del colonialismo. Porque es una herramienta tan elevada, tan sublime, que cuando está tergiversada puede ser nefasta. Un ejemplo concreto, hace poco viajamos a Perú con Fantasmas de la ruta y un espectador me dijo que gracias a esa película se había enterado de que en Argentina había gente morena. Porque el cine argentino estuvo siempre embebido de los códigos de la publicidad. Es aberrante que como directores no nos cuestionemos eso”. Por supuesto que él se lo cuestiona y mucho. Así como cuestiona fuerte tanto al cine latinoamericanista promedio como al heredero del moderno, ese cine de morosidad narrativa que es moneda corriente en los festivales dedicados a lo experimental: “Pienso en el cine que es premiado en el Hemisferio Norte. Nunca van a premiar una película donde un latino sea ágil de mente y organice a su comunidad. El negro, el asiático y el latino tienen que tener sus roles determinados, subalternos. Esto se logra con clínicas de guión, fondos de coproducción, prensa, premiación y programación que adoctrinan. Con esas herramientas favorecen cierto tipo de audiovisual. También se premia la menor cantidad de información posible, en el mayor tiempo de toma posible. Esa destreza. Si ese cine aletargado fuera tan bueno, ¿por qué no lo produce Hollywood? Sería cine contemplativo en masa. Lo premian pero no lo hacen”.
Como buen biógrafo de culturas y subculturas del sur del GBA, en los 88 minutos que dura El Perro Molina, Campusano deja dibujado esta vez un retrato de diferentes generaciones de delincuentes en pugna. Molina es el que intenta cuidar su linaje, el que va a solucionar un problema contraído por otros que alguna vez se jugaron por él, y el que a su vez entabla una relación de tutor con un joven que lo admira. Pero ese discipulado no va a terminar bien porque el vínculo entre generaciones está carcomido de raíz. Los jóvenes se intoxican con drogas más destructivas de lo que podemos imaginarnos y en ese estado ya nadie puede sostener un código de convivencia ni mucho menos uno de ética. Es Molina el que queda en offside. “Mi cine es un poco duro”, confiesa Campusano. “Contamos historias muy nuestras. Contamos nuestras tragedias.”
Pero lo interesante, quizá lo más perturbador de todo lo desplegado en esta obra, es el modo en que el director encuentra, una vez planteados los vínculos iniciales, después de que creemos entender de qué va la historia, y por dónde van a pasar los conflictos, que el relato empiece a espesarse y adquirir dimensiones que nos hacen entrar en crisis acerca de qué es lo que está bien y mal, acerca de qué clase de situaciones estamos mirando. Así sucede en El Perro Molina por ejemplo con el Calavera, el mafioso que regentea el burdel donde termina la mujer del comisario. La belleza de Natalia y su historia lo conmueven hasta un punto tal que queda hundido en la tristeza casi hasta el final de la película. Está enamorado pero no lo dice, nadie en la película lo termina de afirmar y así la tragedia que sobreviene es peor, mucho más confusa y melancólica.
“Desde mucho antes de filmar yo sabía que había una serie de historias muy vertiginosas, únicas, que eran invisibles o estaban invisibilizadas. Y que si no era yo el que las mostraba, en mi carácter de testigo privilegiado, esto iba a ser así siempre. Si no las filmaba desde una mirada empatada con lo humano, sin conmiseración, eso se iba a perder. Hay veces que puede no parecer que ciertas miradas tengan este tipo de actitud, pero el abordaje de los estratos más marginales suele ser simplificándolos y el ser humano es híper complejo en todos los estratos, casi que no lo podemos abarcar. Por eso me interesa hacer un cine de cara a lo verdadero, a la vida, que siempre nos va a superar. La mejor película que podemos hacer está pasando delante de nuestros ojos. No la podemos filmar por una atrofia de nuestros sentidos que no nos permite verla. Pero a veces podemos enfocar.”
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