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Domingo, 21 de diciembre de 2014

HABLANDO CINE

CINE En su largometraje Nº 43, Adiós al lenguaje, con el que ganó el premio del jurado en el último Festival de Cannes, Jean-Luc Godard vuelve a demostrar que su lugar en el cine contemporáneo es absolutamente único, ensimismado y abierto al mundo al mismo tiempo. Y en los compactos setenta minutos de su película filmada en 3D también admite que, para él, el cine no es un arte, ni un medio, ni siquiera un lenguaje, a pesar del título: es una lengua.

 Por Alan Pauls

“No soy un genio, soy lo que la ciencia llama un autista de alto nivel”, declaraba Jean-Luc Godard a la televisión suiza en mayo de este año. Acababa de empezar el Festival de Cannes, y todo el mundo –en particular los jerarcas máximos del festival, Gilles Jacob y Thierry Frémaux– esperaba que Godard compareciera para acompañar a Adiós al lenguaje, la película con la que participaba de la competencia oficial. Esperaron en vano. Tal como lo había anticipado a la TV suiza, Godard nunca apareció. Ganó el premio del jurado pero no se movió de su bunker de Rolle, la imperceptible comarca suiza desde donde dispara cada dos o tres años estas bengalas cinematográficas que rejuvenecen el cine y envejecen sin consuelo a colegas y detractores.

¿Moverse? ¿Para qué? Para movimiento están las películas, y Godard había enviado dos: Adiós al lenguaje, su largometraje número 43, setenta compactos minutos rodados en 3D, y una carta filmada de nueve dirigida a Frémaux y Jacob, donde con una voz de áspera ultratumba sobrevolando uno de sus típicos collages de found footage explicaba por qué ya no estaba en el lugar donde Frémaux y Jacob creían que estaba cuando lo invitaban a hacerse presente en los famosos 24 escalones de La Croisette, y por qué el lugar donde sí está –ese vórtice que no comparte con nadie, a la vez ensimismado y absolutamente abierto al mundo, de donde hace nacer, a los 84 años, objetos como Adiós al lenguaje– vuelve irrelevante el alarde de exponer su calvicie, sus lentes y sus eternos Partagás número 2 a los flashes de los paparazzi.

Filmar cartas no es un vicio nuevo para Godard. Ya lo había hecho antes con Jane Fonda (Letter to Jane, 1972), para explicarle a la actriz, con la que acababa de filmar Tout va bien, por qué elegía promocionar el film con una equívoca foto de ella en Vietnam y no con una de la película, y con Freddy Buache (Lettre à Freddy Buache, 1982), director de la cinemateca suiza, para contarle por qué no participaría del homenaje a los 500 años de la ciudad de Lausanne al que Buache lo había invitado. No es nuevo, y probablemente tampoco sea del todo voluntario. (Godard es un poco como Artaud, que no podía no escribir en forma de carta todo lo que cualquier otra persona sólo pensaría, o diría, o conversaría, o imaginaría.) ¿Quién se sorprenderá cuando, muerto el cineasta, alguien husmee entre sus cosas y encuentre listas de compras filmadas, reclamos a compañías de teléfono en video 8, cartas de amor a su compañera, Anne-Marie Miéville, en cinemascope y technicolor? Porque Godard es alguien que habla, escribe, argumenta con el cine. Habla cine (como se dice de alguien que habla francés), y esa relación de consustancialidad, de implicación recíproca que tiene con el cine es quizás el rasgo más único del lugar único que ocupa. El cine para Godard no es un arte, ni un medio, ni siquiera un lenguaje (he aquí un primer adiós), es una lengua. Una lengua múltiple, heterogénea, hecha de materias y de formas innumerables, que Godard parece reaprender cada vez que la articula en eso que todavía, anacrónicos, llamamos una película.

Adiós al lenguaje es un film de autista, sin duda, a condición de reconsiderar el cuadro psicótico más fotogénico de la historia del cine y distinguirlo de la voluntad de impermeabilidad y hermetismo con la que se lo quiere confundir. Nadie más preocupado por el otro que el psicótico alta gama que es Godard (papel que, de paso, el propio Godard interpretó en uno de sus films más bellos, Prénom Carmen, donde hacía del tío Jean, un paria que iba en bata de neurosiquiátrico en neurosiquiátrico golpeando las cosas para cerciorarse de que existían). Nadie más atento a las modulaciones que el lugar del otro sufre en el mundo contemporáneo, a las formas en que se presenta, ayuda, protege o amenaza, duplica o contradice, inspira o bloquea, alegra o entristece.

El otro, en Adiós al lenguaje, es por supuesto el partner, el amante, el objeto de deseo, la presa erótica. Como en todo film de Godard, aquí hay una pareja en juego. El punto no es menor, teniendo en cuenta sobre todo el pavor en que naufragan los jefes de prensa cada vez que les toca promover un Godard. (“¿Otro? Pero ¿no se había muerto?”) Hay una pareja problemática (ella está casada con un marido intemperante, él –que parece un hijo árabe de Serge Gainsbourg– no), o más bien lo que queda de ella, en qué se transforma una pareja cuando el que la filma es Godard, para quien una escena de amor es menos un tête-á-tête personal que un prodigio físico de una concentración extraordinaria, un cataclismo molecular, un torbellino de fuerzas y velocidades encontradas que arrastra cuerpos (¡hay desnudos en Adiós al lenguaje!, ¡muchos!, ¡frontales!), naturalmente, pero también palabras, objetos, imágenes, ráfagas de música, etc. Sólo que entre la adúltera y su pretendiente hay algo que va y viene y hace las veces de lazo, un go-between mudo, errático, que, fiel a su estirpe callejera, vagabundea a la intemperie como si estuviera en su salsa. Ese otro de los otros –a la vez íntimo y completamente exterior– es un perro. Se llama Roxy (en los créditos aparece como Roxy Miéville) y nunca conoció el lenguaje. Pero es sólo a través de sus ojos, de los ojos del animal –dice el film que decía Rilke– como conocemos “lo que está afuera”.

“Afuera” en Godard suele ser sinónimo de “entre”. Para este autista centrífugo, ese intervalo, por mínimo que sea, es crucial y es todo lo que importa, porque es el verdadero teatro de los acontecimientos. Si algo sucede, dice Godard, autista del montaje, sucede siempre entre, en el hueco que separa a un personaje de otro, a un cuerpo de aquello que dice, a una imagen de un sonido, a una escena doméstica de una catástrofe histórica, al yo de los otros, a la naturaleza de la cultura, a lo propio de lo ajeno. Seguir a Roxy en Adiós al lenguaje es seguir ese zigzag que liga –no necesariamente para hacerlos coincidir; a menudo, incluso, para saber qué ruido hacen cuando chocan– todas esas porciones de cosas que conforman la película: el drama adúltero, la naturaleza, el concepto de totalitarismo, la Segunda Guerra Mundial, la tecnología, la imagen, el animal. No son “temas”, porque Godard no los trata ni los desarrolla, ni siquiera elípticamente; son más bien esquirlas de mundos que algo hizo estallar, y cuya única posibilidad de sobrevida es componer algo juntas en ese hogar que es el film de Godard.

Uno de esos muchos recorridos discontinuos es el que liga las dos grandes máquinas que en el film se presentan como instancias de poslenguaje: la telecomunicación es una; la otra es la pintura. Si Adiós al lenguaje cuenta algo, cuenta cómo se pasa de una a la otra, qué clase de lógica extraña, al mismo tiempo sombría y entusiasta, crítica y curiosa, es la que lleva de un pulgar percudiendo un iPhone a una tela embadurnada de pintura donde brilla, todavía, el rastro manual de la pincelada. La escena de los celulares es farsesca; Godard la filma como un paso de comedia digital, decapitando a los personajes y montando en el interior del plano dos políticas manuales contrastantes: dos personajes teclean sus celulares con sus pulgares maniáticos mientras otro, a un costado, se limita a sostener un libro abierto. El pulgar es el otro de la mano: un otro autista (ahora sí, en el sentido Rain Man de la palabra), celoso de la privacidad de sus “contenidos”, pura performance, que actúa como si el lenguaje fuera un trasto demasiado viejo y demasiado caro. La mano está inmóvil, abriendo y sosteniendo el libro, del que revela a la vez, para nosotros, hipócritas lectores, la contratapa y la doble página en la que ha sido abierto. La mano es muda, pero el lenguaje no es su lastre anacrónico sino su reverso íntimo, y está preñado de sentido.

Así funciona Adiós al lenguaje: no por relatos sino por regueros, pequeñas series, historias portátiles: la historia de la mano (con su triple modulación: percusión digital, carnalidad pictórica, reposo pensativo de la literatura), pero también la historia del desnudo (a los 105, cuando se jubile, Godard podrá vivir muy bien enseñándoles a sus colegas cómo filmar gente en cueros), la del rostro, la del cine, la de la naturaleza, la de la sangre, cada una de las cuales “monta” épocas, comportamientos y regímenes (culturales, sociales, técnicos, políticos) que de otro modo difícilmente se habrían encontrado.

¿Y el 3D? ¿Había acaso algo más antigodardiano que la imagen tridimensional, ese gadget de la animación, el ilusionismo a escala masiva y el entretenimiento pueril? A los 84, Godard no sólo sigue fumando puros y haciendo esperar a Cannes. También sigue siendo lo único por lo que quiere ser reconocido: un contradictor. (Miéville ha dicho más de una vez que lo único que habría que inscribir en su tumba es: “Por el contrario”.) La causa de su interés por el 3D es tan malsana y provocativa como la que tuvieron todos sus afanes de exploración tecnológica (película ultrasensible a fines de los ’50, technicolor en los ’60, video a mediados de los ’70, digital en los ’90, etc.): el goce político de usar la técnica a contrapelo; de refuncionalizar, descontextualizar y recontextualizar; de valerse de la velocidad para ir más despacio, de la lentitud para acelerar. Antes se preocupaba siempre por ser el primero. Ahora, en cambio, al pionero le gusta llegar tarde. Porque sólo llegando tarde se puede entrar en el reino de la estereoscopía con la elegancia, la precisión conceptual y el sentido perturbador de belleza que tiene Adiós al lenguaje. Al instrumento de impacto y simulación, Godard opone un 3D realista, analítico, nítido hasta la obsesión, o un experimento cromático a la vez saturado y melancólico, como de un Warhol prerrafaelita; a la chatura con relieve, la profundidad con volumen, como si el alma de Orson Welles hubiese encarnado en el dispositivo estereoscópico; a la obligación de consenso óptico (la convergencia de los dos ojos, ley fundamental del 3D), la libertad de diverger. Así, en las dos escenas más espeluznantes de Adiós al lenguaje, Godard invita al espectador a violar el tabú primordial del dispositivo: lo invita a decidir qué imagen quiere ver en una misma imagen, lo que sólo puede hacer tapándose un ojo o el otro. Porque “¿para qué puede servir el 3D –se preguntaba el autista premium–, sino para que la gente se dé cuenta de que tiene dos ojos y no uno?”

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