Domingo, 25 de enero de 2015 | Hoy
Por Federico Kukso
La foto es asombrosa. Inquietante como mínimo. Atados a la distancia por un vínculo invisible, sus protagonistas irradian pasado, presente y futuro, en el mismo acto, en el mismo gesto. Como si, en vez de haber apresado simples y anónimos fotones, se hubiera puesto en pausa la estructura atómica de la que están hechos los genios. La fotografía más famosa de la historia de la ciencia late. Sólo verla conmociona: a medio camino entre la efusividad de aquellos retratos grupales de viaje de egresados que una vez colgados en la pared coleccionan años, mientras funcionan como termómetro del tirano paso de tiempo y el estoicismo púber de la imagen de prontuario tomada a fin de curso, 28 hombres y una mujer posan con desdén. Erwin Schrödinger –recordado más por un gato que por sus aportes intelectuales y sus reflexiones sobre la vida– observa hacia un costado. “¿Y este loco qué mira?”, pregunta el rostro de Wolfgang Pauli, a su lado. Un poco más lejos, Werner Heisenberg, colmado por la incertidumbre, luce como perdido, sin saber que algún día será confundido con un capo narco ficticio. Abajo, el taciturno Dirac y el engominado Niels Bohr se esfuerzan por ocultar sus pesadillas atómicas. Max Planck, en un extremo, no intuye que medallas, institutos, cráteres lunares, telescopios, constantes y sociedades llevarán en breve su nombre, así como Max Born no se imagina que en un par de décadas tendrá una nieta a la que bautizarán Olivia Newton-John. Marie Curie, acostumbrada a invadir un universo por entonces exclusivamente masculino, sospecha que algo no anda bien con su cuerpo. Y Albert Einstein, en el centro de gravedad de la fotografía, entorna su mano como si ocultara del propio tiempo el artefacto más déspota inventado por el ser humano: un reloj.
¿De qué se habrán reído en los baños del Instituto Solvay en Bruselas los miembros de este dream team físico-químico? ¿A quién le habrán sacado el cuero estos 29 científicos –17 de los cuales ganaron un Nobel– en octubre de 1927? ¿Qué habrán prometido no contar más allá de esas paredes? Nadie lo sabrá. Nunca. Lo único cierto es que durante un momento preciso y mensurable, estas estrellas de la ciencia coexistieron. Cohabitaron en la capital belga y también en este universo.
Stephen Hawking y Alan Turing, por su parte, nunca se conocieron, pero convivieron –separados y en silencio– durante 12 años. Unos 187 kilómetros se interpusieron entre ellos, dos hombres-máquina, dos figuras de culto. El astrofísico-cyborg nació en enero de 1942 en Oxford. El padre de la computación y la inteligencia artificial –el héroe oculto que ayudó a abreviar la Segunda Guerra Mundial al descifrar los códigos que los nazis utilizaban en sus transmisiones– murió a los 41 años en Wilmslow, al sur de Manchester, un frío lunes de junio de 1954. Hoy se reencuentran, no a través de las invocaciones cargadas de mentiras de una médium sino gracias a la sincronicidad de Hollywood, que desembarca con dos películas clones: La teoría del todo y El código Enigma, semblanzas de dos científicos disímiles, lo cual viene a confirmar aquello que asomaba en Una mente brillante (2001): el científico mutó, al fin, de figura marginal a un héroe comercialmente redituable.
Hawking superstar
En menos de seis meses, Stephen Hawking recibió dos grandes updates: el científico más inflado por los medios, el best seller man, actualizó la computadora de su silla de ruedas con un sistema para comunicarse más rápido con el mundo, y renovó su imagen pública como celebridad post–humana mediante un film que, si no fuera por la ausencia de material de archivo y una voz en off que comande el relato, podría leerse como uno más de los documentales en los que al cosmólogo le gusta restregar sus hipótesis y especulaciones salvajes. No sorprende así que La teoría del todo esté dirigida justamente por un especialista en este género: con la obsesión de un taxonomista, el inglés James Marsh –Man on Wire y Project Nim– disecciona, segmenta, reordena las piezas de una vida y en 123 minutos, a través de aquella sobriedad angelada de Eddie Redmayne y Felicity Jones, embellece la versión original.
La historia es una versión edulcorada de lo volcado por Jane Hawking, la primera esposa del astrofísico, en Hacia el infinito: mi vida con Stephen Hawking (Lumen): el descenso de un hombre y su compañera al infierno, el momento en que su cuerpo le declara la guerra –la detección de la esclerosis lateral amiotrófica– y el comienzo de su momificación en vida. Hasta que, subrayada su condición sufriente –como Daniel Day Lewis en Mi pie izquierdo–, Hawking resurge victorioso de su naufragio corporal. Sobreviene el ascenso del héroe: su metamorfosis de gusano en mariposa, su consagración como el científico vivo más famoso, el genio de nuestra época, el cerebro total que desde la cárcel de su materialidad defectuosa y propulsado por la fuerza pura de la razón se asoma en agujeros negros, busca entender las leyes que gobiernan el Universo, escribe una Breve historia del tiempo, el libro más vendido, pero menos leído de la ciencia. Pese al derrumbe matrimonial, Hawking, convertido en exactamente lo mismo que aquello que estudia –una singularidad–, una figura exótica y gravitacionalmente atractiva para los medios y para la iconografía de la ciencia, se gradúa como personaje border e ingresa en el Parnaso científico, suspendido entre la discapacidad y el prodigio, la grandeza y el narcisismo.
¿Cuáles son los grandes aportes científicos de este investigador al que el Nobel lo esquiva? ¿Qué descubrió? ¿Qué misterios desnudó el Darth Vader de la cosmología? El film, escudado en pizarrones invadidos por ecuaciones, omite estos pequeños grandes detalles. Se limita a afirmar un hecho: que Stephen Hawking es una superestrella, un dios pagano al que hay que reverenciar sin chistar, besarle los pies, aplaudirlo a rabiar.
La clave que resuelve el enigma alrededor del cual se construye toda biopic o película biográfica no se encuentra en la habilidad de sus protagonistas para capturar el ethos del homenajeado. Reside más bien en aquel contrato que el espectador firma tácitamente tras la aparición de la frase “Basada en una historia real”, aquel conjuro que hace que todo lo que siga sea tomado como cierto pese a los errores históricos, las omisiones y las ofensas a la verdad justificadas por directores y guionistas bajo la excusa de “licencias artísticas”.
Si La teoría del todo opera a través de la glorificación de su protagonista –una biografía visual faenada de un sobreviviente al que los médicos le diagnosticaron dos años de vida–, El código Enigma simplifica, en un intento fallido de redención, el complejo entramado de fuerzas que incidieron en la vida de un gigante intelectual como el matemático inglés Alan Turing, y lo reducen a una caricatura y a una mera víctima. El director noruego Morten Tyldum y el guionista Graham Moore tomaron la monumental biografía Alan Turing: The Enigma, del matemático y activista gay Andrew Hodges, y reciclaron sus 768 páginas en una película de secretos y espías. En su versión –combatida por el propio Hodges y los otros dos grandes biógrafos de Turing, David Leavitt y Jack Copeland–, el gran retratista del siglo XXI –Benedict Cumberbatch, aquel camaleón que ya fue Vincent van Gogh, Sherlock Holmes, Julian Assange, Hawking y Dante Alighieri– se muestra como un nerd petulante, casi autista, un solitario de voz suave y gestos robóticos que no congenia con un heterogéneo grupo secreto de criptógrafos, lingüistas, campeones de ajedrez y oficiales de inteligencia, aquellos freaks que tienen como misión descifrar el código de la inquebrantable máquina Enigma de los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial.
Jugando en la estructura con tres tiempos narrativos, Tyldum convierte al verdadero Turing –sí, excéntrico y abstraído, pero de complexión fuerte y atlética, mejor recordado en la ficción de Criptonomicón de Neal Stephenson y en el film Codebreaker– en un individuo débil, un Rain Man gay. Suprime cualquier alusión a sus ideas brillantes y originales sobre lógica e inteligencia artificial de este hacker cuyo papel en la guerra recién salió a la luz a comienzos de los ’80, cuando se desclasificaron los documentos sepultados bajo la etiqueta de “secretos de Estado”. Y reduce a una nota al pie el juicio y la humillación que sufrió Turing al ser perseguido y condenado por “indecencia grave y perversión sexual”. Minimiza los efectos del tratamiento con hormonas femeninas para “curarlo” al que se vio obligado a someterse, y arroja a la papelera de reciclaje la escena más hollywoodense de la vida de Turing: cuando se suicida al morder una manzana rociada con cianuro al estilo de su película favorita, Blancanieves y los siete enanitos.
La acepción moderna de la palabra “genio” es relativamente nueva. Surgió en el siglo XVIII de la combinación de los términos latinos ingenium (una disposición interna al talento) y genius (para los antiguos romanos, el espíritu o dios tutelar que guiaba en la creación): o sea, la fusión de una característica natural con un poder sobrenatural. “Los genios decodifican, descifran los misterios del Universo”, escribe en Divine Fury: A History of Genius el historiador inglés Darrin McMahon, para quien la persistencia del culto a esta figura –el culto de la gran excepción– sería una especie de resabio de las épocas plagadas de ángeles, profetas, apóstoles y santos. O lo que es lo mismo: un fenómeno cultural más que un atributo cognitivo.
Esa es la imagen del científico que La teoría del todo y El código Enigma inyectan al torrente sanguíneo de la cultura fílmica: genios torturados, conquistadores, adelantados, pioneros y salvadores que persiguen una idea fija, obsesiva, por la que son capaces de sacrificar todo. Además de compartir la catatonia mesiánica –la mirada perdida–, Hawking y Turing en la ficción son radicales y subversivos, van contra el sentido común, contra el dogma. Al mismo tiempo que despliegan su superpoder –su erudición, un atributo intraducible–, florean cierta pedantería aristocrática. Son distintos.
Como se ve en otras biopics científicas –Gorilas en la niebla, Einstein y Eddington, La medida del mundo, Creation, Dark Matter–, la idea de una película funcional a su leyenda no es nueva. Hace tiempo se esperaba un film como La teoría del todo, un capítulo más en la construcción del mito que el propio Hawking ha creado alrededor de su figura, y que crece año tras año con su exhibicionismo mediático y sus apariciones en la cultura pop, de Viaje a las estrellas a Los Simpson, Futurama y The Big Bang Theory: aquel sujeto cartesiano perfecto, un ser superior y prodigioso que no debe hacer nada más que sentarse a pensar los misterios del Universo. Un personaje. Canonizarlo sólo por su discapacidad es la forma más insultante de discriminación.
Ambas películas encajan con aquella concepción distorsionada de cómo funciona la ciencia, según la cual el saber total sólo puede descubrirse de golpe, gracias a la astucia de genios solitarios, magos. “No hay nada más lejos de la verdad –asegura desde Canadá la antropóloga de las ciencias Hélène Mialet, autora del libro etnográfico Hawking Incorporated–-. Stephen Hawking es un ser colectivo: sus colaboradores y estudiantes funcionan como sus extensiones cognitivas, sus prótesis. Como el resto de sus colegas, produce ciencia acompañado por un ejército de subalternos en los que delega. Son su cuerpo extendido.”
Ni La teoría del todo ni El código Enigma buscan ser ambiciosas. No se meten en aguas peligrosas. En su fervor revisionista, responden a una operación de photoshop biográfico, la reescritura en este caso de dos vidas. Lo más interesante es lo que omiten: que Turing, un jefe de equipo capaz, amable y centrado, era un hombre abiertamente homosexual y que nunca consideró que serlo sea el más peligroso de los secretos. O que jamás recibió una disculpa pública por su injusta condena sino un escueto perdón real póstumo en 2013 gracias al lobby de miles de científicos encabezados por Hawking (una suerte que no tuvieron miles de hombres y mujeres procesados entre 1885 y 1967 y aún considerados criminales). En el caso del astrofísico, La teoría del todo omite que abandonó a su primera mujer por su enfermera –esposa a su vez de quien diseñó su sintetizador de voz–, que su separación no fue nada civilizada, que por ahora no encontró una teoría unificada del Universo, que su hija Lucy tuvo problemas con las drogas y el alcohol, que sufre por su nieto autista o que sus colegas se ríen cuando los medios lo consideran el heredero de Einstein.
Nada de todo esto aparece en este cuento de un sapo que se convirtió en príncipe y que concluye con un principio. “Mirá lo que hicimos”, le dice Hawking a su ex esposa mientras apunta con la mirada a sus tres hijos. He ahí su Big Bang, el instante en el que fue el dios de su propio universo.
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