Domingo, 25 de enero de 2015 | Hoy
> LOS RECORRIDOS DE EDDIE REDMAYNE Y BENEDICT CUMBERBATCH, LOS INTéRPRETES DE STEPHEN HAWKING Y ALAN TURING, RESPECTIVAMENTE
Por Mariano Kairuz
Unas semanas atrás, en el sitio Vulture de la revista New York, el periodista Bilge Ebiri analizaba los reclamos de exactitud y fidelidad que recaen sobre Hollywood al comenzar cada temporada del Oscar. “Uno sabe que estamos en pleno Oscar season cuando aparece el escuadrón de la precisión histórica”, empieza, y alega que, si bien esto ocurre todos los años, en 2015 ha alcanzado “niveles cómicamente epidémicos” debido, en parte, a la cantidad de biopics y films basados en sucesos históricos en general que compiten en las categorías principales. Ya fueron sometidas a escrutinio y polémica Foxcatcher, Francotirador de Clint Eastwood y Selma. Y, claro, dos de las favoritas del momento: La teoría del todo (la de Hawking) y El código Enigma (la de Turing). Era inevitable: ambas películas –que se estrenan en la Argentina dentro de 10 días, el 5 de febrero– están basadas en “historias reales”, son parte biopic y parte film histórico, y mucha dramatización y licencia.
El argumento más interesante de Ebiri en Vulture es que “estas películas no son documentales, ni artículos periodísticos; son obras narrativas y, como cualquier otra obra narrativa, deben ser fieles a sí mismas, a las exigencias del drama, del entretenimiento e incluso a las de verdades más amplias que están tratando de evocar (...). A veces en el cine uno puede alcanzar una verdad mayor, tomándose algunas libertades con los hechos históricos. El código Enigma es un ejemplo interesante de esto: un retrato auténtico del riguroso e increíblemente tedioso trabajo hecho por Turing, probablemente no hubiera dado lugar a gran cine. Así que la película hace un poco de trampa: lo muestra a Turing construyendo, él solo, la enorme máquina para resolver el código Enigma, aunque de hecho los polacos, que habían descifrado los códigos Enigma originales, habían construido estas máquinas, Turing las revisó y expandió. Los atajos narrativos que usa el film tal vez no sean del todo precisos, pero hacen conexiones emocionantes entre el trabajo de Turing para el gobierno inglés y su juventud, que nos conducen a una comprensión más grande y profunda de su personaje. Las libertades que se toma con la verdad hacen a la película más conmovedora”.
Muchos de quienes han escrito sobre la naturaleza narrativamente convencional de ambas películas han estado de acuerdo también en que hay algo en cada una de ellas que las eleva por encima de sus esquematismos y clichés: las actuaciones de sus respectivos protagonistas. Al punto que sus nominaciones al Oscar a mejor película y mejor guión adaptado (y, en el caso de El código Enigma, también a mejor director) parecen proyecciones o extensiones del objeto central de ambos relatos: el trabajo de cada una de sus estrellas, puestas en los incómodos zapatos de dos personajes reales y dificilísimos. Es cierto que ambas caen en la categoría “enfermedad/discapacidad (física o mental)” que a la hora de los premios los votantes parecen considerarla el más alto desafío del arte interpretativo (pensar en Mi pie izquierdo, Rain Man, Perfume de mujer, I am Sam, Forrest Gump y Filadelfia). Será un tema a discutir, pero en todo caso esto no les resta mérito a los trabajos que hacen Eddie Redmayne (para recrear de manera verosímil la brutal degradación física que sufrió Hawking a lo largo de más de veinte años) y Benedict Cumberbatch (que, aunque menos salvaje en sus exigencias físicas, incorpora los tics y las taras sociales que se le atribuyen a Turing, convirtiéndolo por momentos casi en un autista, o una víctima de síndrome de Asperger). A su vez, es justamente en el discurso sobre sus actuaciones que tanto los actores como el resto de los responsables de cada una de estas producciones han pisado el palito de la “precisión histórica”: a la vez que defienden la necesidad de sus respectivas licencias dramáticas, cada una ha asegurado en varias oportunidades que sus protagonistas se deslomaron para conseguir interpretaciones fidedignas, y que tanto Hawking como los parientes de Turing dieron sus respectivas bendiciones a cada film. Hawking incluso se mostró tan complacido con la película que hasta le cedió su voz electrónica (que es única y detenta copyright). Ambos actores cuentan en numerosas entrevistas cómo se prepararon para sus personajes: en el caso de Redmayne, fue medio año de estudio de textos y abundantes registros audiovisuales de su personaje, una investigación en un centro neurológico, entrenamiento físico con un profesor de danza (“Quería que la parte física fuera tan automática que a la hora de filmar pudiera concentrarme en la historia, no estar pensando ‘mi dedo no debería moverse así en este momento’”), y hasta varios encuentros con el propio Hawking, quien visitó el set de filmación y tras ver la película completó su aval “oficial” de la misma, diciendo que “en algunos momentos sentí que me estaba viendo a mí mismo en la pantalla”. Lo que está en juego es la pertinencia del relato y sus detalles, pero el prodigio de Redmayne, la manera en que reproduce el deterioro físico, es incontestable.
En el Village Voice, Stephanie Zacharek escribió que “Redmayne saca adelante su trabajo de un modo hermoso. Todos sabemos cómo se ve Hawking: cuando pensamos en él, vemos a un hombre encogido en una silla de ruedas, a menudo exhibiendo una sonrisa algo maliciosa. ¿Cómo hace un actor para interpretar a la persona y no la enfermedad? Redmayne lo consigue sin sucumbir a la mera imitación. En una escena, cuando acaba de recibir su diagnóstico, lo vemos explorando sus manos como si ya no le pertenecieran. Luego ya no puede moverlas en absoluto, pero Redmayne deja en claro que la mente de Hawking está siempre viva y en movimiento. Estamos tan concentrados en mirarlo a él que la silla de ruedas prácticamente desaparece. Lo que vemos es un hombre, uno con la mirada torcida del gato de Cheshire, probando que la fisicalidad está toda en la mente”.
Al Turing de Cumberbatch, Richard Corliss (Time) no le ahorró elogios: “Esta es una película de superhéroes de la mente. La ‘acción’ acá consiste en Turing jugando con su máquina. O simplemente pensando, lo cual, en la manera en que lo interpreta Cumberbatch, es una aventura del más alto nivel. El actor no interpreta a Turing sino que más bien lo habita, con valentía y empatía, pero sin mediación”. Lo secunda David Edelstein (New York Magazine): “Cumberbatch interpreta a Turing con cautivante extrañeza; tiene la cara perfecta para un hombre que parece haber sido en parte alienígena y sus enormes ojos azules parecen estar absorbiendo lo que el resto de nosotros jamás llegará a atisbar siquiera. Él es el toque freak en una película que por lo demás es convencional”. Y A.O. Scott, en The New York Times, escribe: “Lo que ha vuelto a Cumberbatch tan efectivo al interpretar a Sherlock Holmes y a Julian Assange –y lo que convierte a su Alan Turing en una de las mejores piezas interpretativas del año– es su curiosa habilidad para sugerir al mismo tiempo un frío distanciamiento y una aguda sensibilidad. Si no existiera, la cultura popular del siglo XX, tendría que inventarlo: un robot que siente, un alienígena empático, una salamandra de sangre caliente con un loco atractivo sexual”.
Las simultáneas nominaciones al Oscar de Redmayne y Cumberbatch ponen sobre la mesa un número de paralelos entre los dos brit-boys del momento (no tan boys: uno tiene 32 años, el otro 38) que no empezó acá. Ambos son amigos, provienen de familias acomodadas y educaciones aristocráticas: Redmayne fue primero a Eton, junto con el príncipe William, y luego a Cambridge, “como Hawking”; Cumberbatch se crió en Kensington y Chelsea, fue primero a Harrow, uno de los internados para varones más tradicionales, respetados y caros del Reino Unido, y luego a la Universidad de Manchester y a la Academia de Música y Arte Dramático de Londres. Ambos se curtieron en puestas shakespeareanas, pero están bien dispuestos a embarrarse en los más masivos productos de la cultura popular; algo en lo que Cumberbatch lleva ventaja, no sólo por su Sherlock televisivo sino por haberle puesto la voz (y todo el cuerpo, dice) al dragón Smaug de El Hobbit, y haberle prestado su “radiante malignidad” a Kahn, de Viaje a las estrellas. Ambos llevan algo más de una década haciendo también televisión. Redmayne participó de adaptaciones de Tess D’Uberville y de Los pilares de la Tierra, entre otras miniseries, pero sus películas de mayor notoriedad hasta ahora habían sido Mi semana con Marilyn (en la que interpreta al cinéfilo obsesivo Colin Clark, que cuidó a Marilyn Monroe durante la realización de El príncipe y la corista), Los miserables y la más pequeña Savage Grace, donde fue hijo, amante y asesino de Julianne Moore. En pocas semanas estará en cartel en todo el mundo, bajo maquillaje sobrenatural, en El destino de Júpiter, de los hermanos Wachowski.
La historia de Cumberbatch es más conocida: hijo de actores, ya pasó como secundario por films prestigiosos como Expiación, El topo, Caballo de guerra, 12 años de esclavitud, y ha interpretado a varios personajes de altísimo perfil en producciones de diverso calibre antes de Turing, como Van Gogh y Assange. Favorito de todos en su país, fue nominado dos veces al premio teatral Laurence Olivier –ganándolo por el Victor Frankenstein que hizo con Danny Boyle–, tres veces al Emmy y varias veces al Bafta (el premio de la Academia Británica), dos al Globo de Oro, y decenas de publicaciones inglesas y norteamericanas lo ungen como “una de las personas más influyentes del mundo” (Time 100), o “uno de los cien hacedores del siglo XXI” (Sunday Times), o “uno de los 50 creadores más cool” (Entertainment Weekly). Su voz profunda lo ha convertido también en uno de los preferidos de numerosas producciones documentales, audiolibros y comerciales. Es elegante, caballeroso y se exhibe modesto al referirse a su enorme encumbramiento actual: “Cada vez que escucho que habla del hype ‘del hombre del momento’ o cosas así, sonrío con ironía: es la misma estupidez del ‘no sé qué más sexy’: yo ya estaba acá diez años antes de eso, como actor, y nadie se tomaba esta misma jeta con seriedad; es tan sólo una proyección”. También supo reírse oportunamente de su apellido –que en inglés hace pensar un poco en cucumber: pepino– y reconoce que aunque su madre le recomendó cambiárselo para venderse al mundo del espectáculo, un productor lo convenció de que su singularidad es una ventaja, y lo conservó. A su vez, tan correcto como es, rechaza el gracioso nombre de cumberbitches que se les ha dado a sus fans, por “peyorativo y discriminatorio”.
Con la misma conciencia y corrección política, pero cuidándose de no mandarse la parte, ha investido de importancia a su trabajo en El código Enigma: a falta de registros audiovisuales como los que tuvo a su disposición Redmayne para hacer de Hawking, compuso a Turing hablando con sus familiares, estudiando todas las biografías disponibles, para hallar la fuente de su tartamudeo (“la falta de amor paterno, la ridícula vida de secreto y represión a la que fue forzado por ser gay”), y los efectos más visibles que la castración con inyecciones de estrógeno a la que lo condenó el gobierno, pudo haber tenido en su cuerpo; todo esto con el objetivo de interpretarlo “con todo mi físico”. “Una de las razones principales por las que me atrajo realmente interpretar a Turing era la posibilidad de llevar su historia, oculta durante tanto tiempo, a un público lo más amplio posible. Turing ayudó a salvar una democracia del fascismo, y es enfermante que se lo haya recompensado con su castración. Me resulta incomprensible que su figura no esté en nuestros billetes o en las tapas de los libros escolares.”
Redmayne y Cumberbatch coincidieron en una película: La otra Bolena. Pero ahora sus carreras tienen algo más en común: Cumberbatch interpretó a Hawking en un telefilm de la BBC, hace diez años; para ello se entrevistó con el científico; ganó premios por su interpretación y se convirtió en la voz oficial de films y series relacionadas con el matemático, narrando los especiales Into the Universe with Stephen Hawking (2010) y Stephen Hawking’s Grand Design (2012). Hasta ahora, al menos, que entró en escena Redmayne, deslumbrando. Sin embargo, probablemente el Oscar por el que compiten se los arrebate Michael Keaton, renaciendo de sus cenizas en Birdman. De todos modos, y sea lo que fuera que ocurra en el Kodak Theater el próximo domingo 22 de febrero, ya no hay vuelta atrás para los dos meteoros que lograron convertirse en la cosa más importante de sendas películas discutidas por sus licencias y sus convenciones narrativas; los dos a los que nadie, ni siquiera los miembros del escuadrón de la precisión histórica del que hablaba Ebiri en su artículo, se atreve a discutir.
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