Domingo, 22 de febrero de 2015 | Hoy
MUSICA Se convirtieron en un mito de los años ’90: un trío de chicos arrogantes que se apropiaban de instrumentos ajenos cuando la banda que tocaba se distraía y hacían su propio, caótico, show. Con un sonido agresivo e industrial y letras crudas, cosechaban amores y prejuicios. Ahora que hace años Dios ya no existe, se estrena el documental Escuchar a Dios, de Mariano Báez, que recupera a esta leyenda del under.
Por Santiago Rial Ungaro
Los tres, Javier, Tomás y Pedro, se quedaban al acecho, al costado del escenario. La idea, el plan, era esperar a que la banda que estaba tocando se distrajera y dejara por un momento los instrumentos disponibles. Se hacían los boludos, pero en realidad eran bastante pillos. Unos zarpados, desubicados incluso, y para algunas de sus víctimas, que de repente veían a un trío tocando con sus instrumentos, en su fecha, unos hijos de puta; después venían las excusas: “Son un par de temas”, “es sólo bajo y batería, un toque”. Lo cierto es que los pibes de Dios empezaron así: copándoles el escenario a las bandas, como hacían Pappo o Charly García, pero sin haber grabado un solo tema. En la película de Mariano Báez, Escuchar a Dios, lo cuentan (la versión de Pedro Amodio es impagable, quizá porque lo suyo, agarrar el micrófono, era mucho más simple), uno se imagina la escena y se da cuenta de que hay algo profundamente desquiciado y temerario en empezar a tocar en una banda así: sin sacar una fecha, sin anunciarse, sólo por el placer terrorista de hacer cualquiera, la necesidad furtiva de tocar, de que explote todo, de tener la excusa perfecta para volverse totalmente locos y, claro, de enloquecer también a todo el mundo. Sus víctimas (los bajistas y bateristas de las bandas) los querían matar, pero ellos ya eran Dios. Tómalo o déjalo. En el amor y en la guerra (ambos presentes en casi todos sus temas) todo vale. El célebre grito de guerra de los MC5 (“Kick out the jams, motherfuckers!”) resuena al ver Escuchar a Dios, este fascinante documental sobre una de las bandas más originales de los ’90. De acá y de cualquier lado. Y es que “patear el tablero” fue el origen mismo de la banda y también lo que generaba verlos en escena: Pedro Amodio, sacando de sus bolsillos pequeñas libretas con sus poéticas y crudas letras, y relatando, con aire canchero y suficiente, el lado salvaje de la vida urbana. Tomás Nochteff, tocando sus hipnóticas líneas de bajo a todo volumen, en una síntesis perfecta de lo que ahora se conoce como postpunk, entre Lemmy Kilminster y el dub, dándole una base melódica al caos. Y Javier Aldana, el baterista, alto y morocho, primo de los Aldana de El Otro Yo, aporreando en trance ritmos frenéticos de una batería ajena, o de una propia, casi de juguete: apenas un par de cuerpos en estado calamitoso, completada con chapas, con lo que fuera. Así empezaron y Tomás acepta que, claro, a veces los echaban. Pedro lo analiza con una displicencia magnífica: “Muchos no se copaban por eso”. Pero también así pintaban algunas fechas. Chicos malos, pero apuestos, talentosos, “dispuestos a todo”, los Dios fueron durante años, muchísimo antes de que pudieran pensar en que alguien iba a hacer una película sobre ellos, los peores de todos. Los que arruinaban la fiesta con sus letras de historias sórdidas, con su estilo único, su sonido chirriante, agresivo, industrial. Alguna vez, en este mismo suplemento, en una de sus primeras notas, Tomás mismo le ponía los límites a Javier, quien afirmaba alegremente que lo que ellos querían, al fin, era que la gente se divirtiese: “Sí, queremos que la gente se divierta, pero también queremos quemarle la cabeza”. Durante sus primeros años, Dios fue una banda de quemados y para quemados: marginados por ser distintos a todos; despreciados por ser una de las bandas más pesadas de la escena sin pertenecer al heavy metal; atormentados en sus inicios por la “osadía” de ser una banda “garantizada, libre de guitarras” (¡que burocrático y prejuicioso puede llegar a ser el público del rock!); injustamente acusados de parecerse a Joy Division (en su vida Ian Curtis escuchó a Alberto Castillo ni a Tita Merello, lamentablemente para él); moralina e hipócritamente tildados de depresivos por la crudeza de sus letras (que narraban las desventuras de princesas merqueras caídas en desgracia, ex boxeadores borrachos, cabos cobardes cómplices de comisarios pederastas, hermanos trabajando en fábricas, todo rapeado por la monocorde y milonguera voz de Amodio, cantando como un relator de fútbol), los Dios jugaban solos contra el resto del mundo. Y es que si lo que marcó la música de los ’90 en un principio, y casi como una reacción al dark, el regreso a cierta psicodelia, filtrada por el rock garagero o el house, pero marcada por la exuberancia y una estética colorida e intenciones pop que en el panorama local se expresó en la llamada “movida sónica”, los Dios eran una banda en blanco y negro. Con muchos grises, sí, y una gran capacidad para captar el infinito dolor de una ciudad hermosamente monstruosa como Buenos Aires. “Mis amigos pensaban que la banda era una mierda, mi novia pensaba que la banda era una mierda, la novia de Pedro pensaba que la banda era una mierda. Todos nos decían que lo que hacíamos era una basura”, comenta aún quizá dolido Tomás, ahora instalado en Berlín con Mueran Humanos, su actual banda. “Les gusta cualquier cosa a ustedes”, bate un risueño Amodio (también instalado desde hace años fuera del país, en Palma de Mallorca), en una imagen de un show como respuesta a los enfervorizados aplausos del público. La película de Mariano Báez amplía considerablemente las “obras completas de Dios”, integrada por un casete grabado en vivo en el C.C. Rojas en 1995 y un CD grabado en una portaestudio por Gonzalo Córdoba, por entonces en Suárez, en 1998, a la vez que cuenta una historia oculta de una década perdida, por lo menos culturalmente: “Creo que ellos hicieron el disco más original, visceral y autóctono de su época, o al menos de su generación. Hacer un documental es una manera sensacional de acercarte a personalidades o cuestiones que te generan curiosidad o simpatía, y de los que te interesa aprender”. Y es que una de las enseñanzas en la historia de esta banda (que luego se redimió de sus inicios abriendo espacios para que tocaran otras bandas, desde Pepe Albano y el Reviente hasta Estupendo) es que gente, público, es lo que sobra. Incluso una banda así, después de años de tocar con una “sensación de guerrilla” permanente, logró, para sorpresa incluso de los mismos miembros de la banda, encontrar un público. Los Dios habrán hecho todo al revés de todas las bandas pero, a pesar de la supuesta blasfemia nominal, el tiempo demostró que no tomaron su santo nombre en vano. Al lado del rock esquinero, ricotero, bersuitero o renguero, con su demagogia pseudo futbolera o su pseudo hermetismo siempre malinterpretado, los Dios le dieron al rock ese carácter revolucionario del que hablan tanto los libros, pero que tanto niegan los festivales locales. “Nunca desafían las costumbres, / nunca enderezan su espalda. / Los campesinos trabajando cosechan su espalda”, canta aún a los gritos Pedro Amodio desde la pantalla, lanzando un desafío tan lúcido e intenso que sigue generando vértigo.
Escuchar a Dios se estrena el jueves 26 de febrero en la sala Artecinema de Constitución (Salta 1620) y va a estar en la cartelera de ese mismo cine durante dos semanas.
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