Domingo, 22 de febrero de 2015 | Hoy
PINTURA En los años sesenta, Remo Bianchedi fue compañero de ruta de Clorindo Testa y Ennio Iommi, pero pronto encontró su propio y especial camino. En su exilio alemán fue discípulo de Joseph Beuys y desde su vuelta empezó una relación particular con la naturaleza y el paisaje. Vivió en Perú y en Jujuy, pero desde hace muchos años está instalado en Cruz Chica, Córdoba, donde vive, trabaja, muestra y, a veces, da entrevistas como ésta, donde habla de su pintura de nubes, de por qué comercializó parte de su obra en Mercado Libre y por qué cree que no hay ninguna diferencia entre su vida y su obra.
Por Eugenia Viña
Nietzsche ya estaba enfermo. No se sabía si era sífilis, melancolía o simplemente el absurdo de este mundo, pero era joven todavía cuando la palabra locura empezó a circular alrededor de él, con apenas 28 años y su primera gran obra, El nacimiento de la tragedia, recién publicada. En ese libro intentaba recuperar una filosofía sepultada por la ciencia y la historia, en la que la obra de arte y la forma de vivir, la ética y la estética iban de la mano y donde rescataba valores como la fiesta, el juego, el exceso, lejanos y olvidados en un Occidente avejentado. Ese era el espíritu dionisíaco que el pensador alemán creía necesario para poder contrarrestar la fría y dominante Razón.
Pero los seres humanos no somos dioses, fuimos castigados con la mortalidad. Por esa razón, la ceremonia del rito embriagador puede constituir la excepción, y no la regla. Remo Bianchedi (Buenos Aires, 1950) lo aprendió y supo encontrar el tono justo para vivir dionisíacamente, pero al mismo tiempo como un monje tibetano. Así se confiesa el poeta y artista plástico, “dionisíaco”, en su casa-templo- taller-galería en Cruz Chica (Córdoba) donde vive y trabaja, en una casa que cuelga a cientos de metros de altura en una montaña entre el cielo y la tierra. De todos modos, no hay que dejarse engañar. El hábito no hace el monje y Bianchedi inunda su vida y su obra (“Son lo mismo”, repite una y otra vez, como un mantra) con un espíritu embriagador que los árboles y las nubes compensan, porque la pelea del artista no es con la muerte –que define como “transformación molecular”– sino con la vida.
Ni cielos ni montañas, serie pintada entre el 2012 y 2014, está compuesta por pequeñas maderas enteladas de 30x24 cm que huelen a óleo puro, sin aceite ni artificios, donde viven paisajes inmensos en los que reina la desmesura, cuadrados que transportan como valijas la luz “única y contundente” del norte argentino... Dice –y escribe– el artista: “El color es lo que recuerdo. Lo que uno imagina es transparente. Cuando lo traduzco a la pintura aparece la opacidad propia del material, pero lo que se pierde ahí lo compenso con la proporción áurea, con el color, el trabajo complementario. Ni cielos ni montañas es una proposición filosófica exenta del yo. Me dije: Voy a pintar nubes, que son agua condensada con aceite. Ese cielo invisible, aire que rodea la tierra: nitrógeno, oxígeno, vapor de agua, ozono, dióxido de carbono, polvo, polen, esporas y cenizas de volcán”.
Comenzó a dibujar a los 14 años, y no se detuvo nunca más. A los 16 años dejó el colegio; a partir de los 17 fue seleccionado en el Salón Nacional (por sus grabados), en el Salón Municipal Manuel Belgrano (por sus dibujos) y en el Premio Georges Braque, por su objeto de grandes dimensiones Prohibido pisar. Fue compañero de ruta de artistas argentinos de la década del 60, como Aizenberg, Distéfano, Norberto Gómez, Pablo Suárez, Testa y el escultor Enio Iommi. “Uno no nace de gajo, como dicen en el campo, uno proviene de otros. Los escuché, los observé y con lo que de ellos recibí, emprendí mi camino. Son aún hoy motivo de pasión, de compromiso pleno con la vida”, recuerda Bianchedi.
Partió rozando los 18 años a la selva amazónica peruana, Yarinacocha, donde convivió un año en una comunidad shipiba. Regresó a Buenos Aires, pero no pudo soportar más de tres meses la capital. Jujuy fue la tierra que vio nacer a sus tres hijos. Luego, el exilio. Alemania sería testigo de un encuentro que le cambiaría la vida: Joseph Beuys. Volvió a la Argentina a fines de los ’80, en los que hizo de un rincón de Córdoba su hogar: “Mi táctica es el perpetuo movimiento”.
Cuerpos que son figuras, figuras que devienen paisajes, en los que el artista propone el mapa no sólo como geografía de su vida, sino como un territorio vivo donde las fronteras existen sólo para bailar sobre ellas. Nietzsche sonríe en su tumba. Su maestro, Joseph Beuys –aquel hombre capaz de explicarle un cuadro a una liebre muerta, de convivir durante tres días con un coyote en una galería de Nueva York hasta llegar al abrazo o de plantar 7000 robles en Kassel (Alemania), porque el arte es acción, y el concepto se constituye una vez que tiene alguna forma en este mundo– estaría orgulloso.
El artista mantuvo oculta durante mucho tiempo su relación con el revolucionario Beuys: “Fueron seminarios intensivos entre el ’78 y el ’80, experiencia en el exilio, en Alemania. Fue un descubrimiento, una epifanía. Arte y vida para Beuys se entrelazan de una forma inexorable. Como para Nietzsche, la ética y la estética eran, son, una misma cosa. Recuerdo el cartel en la puerta de la universidad, una frase de Platón que decía que el alumno no es el que no sabe sino el que no recuerda lo que sabe”.
Cuando comenzó el rumor, hace pocos años, de que Remo Bianchedi vendía sus obras en Mercado Libre, los comentarios corrían como agua. Lo cierto es que el artista estaba implementando el cuarto paso aprendido de la línea pedagógica de Kassel (instalada por Beuys) que trabajaba con un concepto ampliado del oficio de artista, que consistía/consiste en cuatro pasos: pensar, representar, argumentar y comercializar. Este último punto “tiene que ver con la autonomía del artista. El mercado tiene que ser uno mismo. En lo posible, sin intermediarios. Buscar la independencia, la libertad”, explica Bianchedi, quien rechazó hace muy poco participar en reconocidas ferias de arte porque le es difícil dejar su casa rodeada de montañas y cielos, la presencia permanente de la naturaleza: “El paisaje asusta. Soy un piojo integrado al paisaje. Aquí tengo la razón de la naturaleza que te hace hacer las cosas; lugares de ceremonia. Dibujo sin prisa, pienso sin urgencia. Respiro en paz. Obedezco a la naturaleza. No sólo hay que estar loco, sino que hay que ratificarlo”.
Como enseña el hexagrama 33 del I ching: Arriba Ch’ien, lo Creativo, el Cielo. Abajo Ken, el aquietamiento, la montaña. La retirada no es huida, es signo de fortaleza. No es fácil comprender las leyes de semejante retirada activa. El sentido que se oculta en un tiempo como éste es importante y significativo. En este caso La retirada es el modo correcto de actuar, que no desgasta la energía.
Ni cielos ni montañas
Cruz Chica (Córdoba)
Hasta el 9 de marzo
Contacto para visitar la muestra:
[email protected]
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