Domingo, 15 de marzo de 2015 | Hoy
CINE Uno de los mejores cineastas alemanes contemporáneos, Christian Petzold (Bárbara, Yella), se interna en el pasado de su país desde un lugar inesperado: Ave Fénix, que se estrena próximamente, es la historia de una mujer que sobrevive a los campos de concentración con el rostro tan desfigurado que exige una cirugía estética. Rigurosa, inspirada por Vértigo de Hitchcock y con guión compartido con Harun Farocki, la película es asfixiante como el despertar de una pesadilla y abunda en inspiradas citas cinéfilas.
Por Paula Vázquez Prieto
Dos mujeres viajan en auto por una ruta desolada, en plena oscuridad. Llegan a un puesto de control en el que un grupo de oficiales pide pasaportes y examina a los ocupantes de los vehículos. Lene, la conductora, lleva la voz de mando, entrega los papeles e intenta proteger de la revisión a su compañera de viaje, quien yace en el asiento del acompañante con la cabeza apenas recostada sobre el respaldo y envuelta en vendas ensangrentadas. “No es Eva Braun”, aclara Lene al militar impertinente que insiste morbosamente en ver el rostro desfigurado tras los vendajes. “Viene de los campos.” Así comienza Ave Fénix, la última película de Christian Petzold, el mejor director que ha dado el cine alemán en los últimos tiempos. Trágico, cerebral, artista del espacio y el desplazamiento, Petzold evoca con maestría la tradición geométrica de sus maestros, que van desde el Fritz Lang de La mujer en la luna, el Rainer Fassbinder de El matrimonio de María Braun y las parábolas fantasmales de la Vértigo hitchcockiana. Luego de una trayectoria nutrida y personal, en Ave Fénix se interna por primera vez en el oscuro pasado alemán deudor de la barbarie nazi, no desde la reconstrucción histórica sino desde el artificio de ese juego de sucesivos espejos que define para pensar la identidad de sus personajes y la de toda una cinematografía.
Exponente clave de la llamada Escuela de Berlín, un grupo no demasiado orgánico de directores entre los que se encuentran nombres como Thomas Arslan, Angela Schanelec o Benjamin Heisenberg, su figura apareció fulgurante en festivales a lo largo de la década del 2000 de la mano de su trilogía “Fantasmas” –integrada por tres películas, Die innere Sicherheit, Gespenster y Yella– y se consagró internacionalmente a partir de Bárbara, estrenada en Argentina en 2013. Su cine ha sido consecuente con la historia de una sociedad en permanente proceso de búsqueda y reconstrucción: primero tras la caída del Muro y la emergencia de la liquidez posmoderna que torna inasibles y efímeras las identidades comunitarias (evidente en Yella), luego en pleno apogeo de la Guerra Fría, cuando la escisión material entre Oriente y Occidente hizo de la huida y el olvido los únicos caminos para la integración (el epicentro argumental de Bárbara), y ahora un paso más allá en el pasado, hasta el origen de la caída retratada en clave mítica, que parece ser la única tolerable evaluación de ese mundo fantasmal. La pesadilla de Petzold es tan distante como rigurosa es su puesta en escena: sus mundos se despliegan con la precisión de un raciocinio certero e implacable, y sus planos vacíos dan cuenta de esas pérdidas, de esas ausencias que se tornan irrecuperables.
Inspirada en la novela Le retour des cendres, de Hubert Monteihet (cuyo título recuerda el regreso de las cenizas de Napoleón a Francia en 1840), con guión del propio Petzold y de su maestro y mentor Harun Farocki –documentalista lúcido y marginal de aquella ola renovadora de los ’60, fallecido el año pasado– Ave Fénix está plagada de dobles y reflejos, de artificios y sustituciones, de fotografías y recuerdos del pasado, de ritos de renacimiento y de gestas de supervivencia, de celos, muerte y venganza en una Berlín fragmentaria y crepuscular. Nelly (Nina Hoos, la inconfundible musa del cine de Petzold) ha sobrevivido al campo de concentración pero las heridas en su rostro exigen una operación costosa de reconstrucción. Una cuantiosa herencia le ofrece un nuevo rostro y una nueva vida. “¿A quién quiere parecerse ahora?”, le preguntan los médicos. ¿A Zarah Leander, la actriz mítica del nazismo? ¿A Hedy Lamarr, la bella estrella austríaca de pelo oscuro y labios encendidos a quien imitaba en sus rutinas de canto y baile en los cabarets de la movida berlinesa de entreguerras? ¿Cómo volver a ser ella misma sin ser otra? La verdad de Nelly se escurre entre sus miedos presentes y sus amores pasados, entre la aparente traición de su marido y la absorbente devoción de Lene que encuentra lejos, en Palestina, el único futuro para ellas.
Cuando el mismo Petzold pensó Ave Fénix como un reflejo invertido del punto de vista expuesto en Vértigo por Alfred Hitchcock, ancló su perspectiva en la criatura y no en su creador. Es Nelly quien deambula en un mundo cerrado y convertido en una trampa de la que no puede escapar, es ella quien teme y anhela convertirse en la que era y ya no es, en esa máscara mortuoria de una nueva identidad que sólo en su fracaso encuentra la liberación. Los quiebres formales del encuadre anticipan esa tensión en el reconocimiento, esa paranoia febril que se traduce en una quieta armonía predecesora de la tragedia. Petzold agita bajo esa apariencia gélida y calculada un estado de terror subterráneo, epidérmico, que nos invade lentamente como una bruma tóxica. Sus climas son opresivos y asfixiantes a partir del ejercicio pausado de la acumulación: sus motivos se tornan visibles en pequeños detalles, en sutiles guiños. Todo está allí por algo, como el velo fúnebre que lleva Nelly en su llegada al bar Phoenix, o el llamado insistente a Johnny que recuerda la voz histérica de Joan Bennett en la Scarlet Street de Fritz Lang, como los ojos tatuados en la espalda de una cantante que nos recuerda a la Marlene Dietrich de El ángel azul, o los espejos quebrados y la simetría en las puertas.
El juego con los géneros cinematográficos ha sido clave en el cine anterior de Petzold y Ave Fénix no es la excepción. Allí está el recuerdo del melodrama en su versión fassbinderiana, de las intrigas hitchcockianas de culpa y castigo, del terror mudo heredero de las fantasías estéticas del Fausto de Murnau, todo con la exquisita virtud del relato, que se afirma con admirable concentración, siguiendo a su protagonista por los vericuetos de las formas visuales en las que se interna, donde el realismo se pone en entredicho en virtud de algo superior, trascendente, que late más allá de la superficie. En Ave Fénix también se dan cita los dilemas ideológicos de la posguerra (cristalizados en las trayectorias inversas de Nelly y su marido entre recuerdo y olvido), los nuevos Estados nacidos del horror, las tensiones religiosas, y la convivencia con la culpa propia y las miradas acusatorias de los nuevos dueños del mundo. Ese despertar inmediato de una pesadilla larga y tortuosa que fue la Segunda Guerra aparece en la mirada de Petzold como una balada nocturna y surrealista, que emerge de los acordes de un piano desgastado para recordar que lo pasado sigue allí, escondido tras los vendajes de las tinieblas.
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