Domingo, 28 de junio de 2015 | Hoy
Por Mercedes Halfon
Hace ocho años escuché a Pablo Katchadjian leer El Martín Fierro ordenado alfabéticamente en el Festival de Poesía Salida al Mar. Era un domingo a la tarde en pleno invierno, la lectura se hacía en la ex Iglesia Marineros Finlandeses, una vieja y rara construcción de madera a pocos metros del bajo, por completo carente de calefacción. Nos recuerdo a los presentes con camperas superpuestas, las manos clavadas en los bolsillos, intercambiando palabras de entusiasmo entre lectura y lectura, mientras salían de nuestras bocas pequeñas nubes de vapor. La joven concurrencia estaba amuchada para oír poetas de distintas nacionalidades. Alguien anunció que el siguiente autor sería Katchadjian, quien iba a leer un librito de reciente edición. Sonreímos cuando dijeron el título del volumen –El Martín Fierro ordenado alfabéticamente– que anticipaba totalmente el procedimiento literario con que había sido construido. Hasta esa tarde a Pablo lo conocía apenas de nombre, sabía que era un escritor de bajo perfil, docente de Sociales de la UBA y que tenía algunos poemas publicados por la editorial de culto Vox.
El fragmento seleccionado por Katchadjian fue la Y griega, es decir, todos los versos que se iniciaban con esa consonante. Un recorte que ponía en primer plano la primera persona del libro, al juntar todas las veces que Fierro decía, como primera palabra, yo. El efecto en la escucha fue de un impacto inolvidable. Cuando terminó de leer, la iglesia entera ovacionó. Por supuesto que se trataba de los tan internalizados versos octosilábicos de José Hernández, pero por eso mismo, el resultado del procedimiento de reordenamiento que proponía Pablo era un poderosísimo catalizador. De pronto estábamos escuchando un monologo íntimo de Fierro, un corte trasversal del gran poema nacional, que lo traía hasta el presente de un modo insospechado. Fue una lectura extraordinaria. La y griega, como un árbol en medio de la planicie pampeana, se volvía un eje alrededor del cual el poema entero gravitaba, un eje ya no narrativo sino sonoro y conceptual. Quiero decir que El Martín Fierro ordenado alfabéticamente de Pablo Katchadjian era un texto completamente nuevo, un texto que desnaturalizaba el automatizado y escolar Martín Fierro para acercarlo a nosotros, jóvenes lectores/escritores de poesía contemporánea que bancábamos el frío.
Años después Pablo Katchadjian editó El Aleph engordado, donde también llevaba un procedimiento experimental sobre un texto canónico. Lo leí con la misma sorpresa y emoción con que había recibido el anterior. Otra vez, desde el título se advierte qué es lo que se va a hacer con ese clásico: una profanación. Como dice Giorgio Agamben: “Si consagrar es el término que designa la salida de las cosas de la esfera del derecho humano, profanar significa restituirlas al libre uso de los hombres”. El engordamiento del célebre cuento de Jorge Luis Borges, es precisamente eso. Veo en su profanación dos aspectos. Uno al nivel de las ideas: si en el aleph se supone que está todo, Pablo se permite agregar algunas cosas más. El segundo, de orden estético: al leerlo, se percibe inmediatamente que se trata de un texto diferente del de Borges, un texto con un clima enrarecido y un humor sutil propio de la literatura de Katchadjian. El Aleph engordado es una nouvelle que se inserta en una obra que este autor venía desarrollando y que continuó en otras novelas como Qué hacer, Gracias, celebradas internacionalmente, traducidas y reconocidas por su colegas como apuestas singulares en el panorama de la nueva narrativa argentina.
Luego, llegan las noticias. El aleph engordado está desde 2011 en litigio a partir de una querella establecida por la única heredera de los derechos de Borges, María Kodama. Fue desestimada por los jueces de primera instancia y de la Cámara de Apelaciones; incluso fue desestimada por la fiscalía, que desistió de la acusación y no acompañó ninguna de las apelaciones de los abogados de la viuda. Así y todo, hace pocos días la Cámara de la sala IV de Casación dio lugar a la querella de Kodama y logró el procesamiento de Pablo Katchadjian.
Rescato el momento iniciático de la primera escucha porque fue una espontánea y colectiva celebración de los sentidos, que constata el innegable valor del trabajo de Pablo. Lo digo, porque en estos días han circulado comentarios en las redes y medios, que pretenden poner en duda esto y en ese gesto miserable, avalar una causa injusta. La querella iniciada por Kodama, se basa en la defraudación de los derechos de la propiedad intelectual –ley 11.723–. Pero, como dicen los abogados, en cualquier defraudación, sólo se admite la forma dolosa. Es evidente que Katchadjian actuó sin dolo, esto es, no pretendió engañar a nadie: su procedimiento está exhaustivamente aclarado en una posdata incluida en el mismo volumen. Ningún lector incauto puede confundir El aleph engordado con una obra de Jorge Luis Borges. Tampoco quiso procurarse un lucro indebido ya que el libro se editó en una ínfima y ya extinta editorial –Imprenta Argentina de Poesía– en 200 ejemplares que fueron mayormente regalados a familiares y amigos. ¿Entonces?
Volvamos a Agamben: una de las formas privilegiadas de pasaje de lo sagrado a lo profano, es el juego. Engordar un aleph. En el juego están el mito y el rito propios de las esferas de lo religioso, pero inmersos en el mundo de los hombres. La profanación de Katchadjian es claramente de esta índole. Lúdica. Pero el juego en toda su belleza, en su sentido profundo, está en decadencia en el mundo contemporáneo. La prohibición de “usar”, de convertir en experiencia humana, la cosificación por excelencia, tiene su lugar tópico en el museo. Los que buscan la museificación del mundo, son los que no pueden jugar con lo sagrado. Por eso decimos, con Agamben (y esperamos que no nos penalicen por hacerlo): la profanación de lo improfanable es la tarea política de las nuevas generaciones.
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