Domingo, 15 de noviembre de 2015 | Hoy
Por Claudio Zeiger
En la página doble central de este suplemento el lector se encontrará con una selección de tapas de Radar que en forma tan caótica como diversa viene a celebrar algo que empezó a tomar cuerpo el domingo 18 de agosto de 1996 y que hoy se redondea en una cifra contundente. Hoy, Radar cumple mil tapas ininterrumpidas. Algo que no es menor cuando se atravesaron años como el 2000, 2001, 2002... En estos años, Alejandro Ros es el artista diseñador del concepto “nota de tapa” porque sin esa impronta las tapas de Radar sólo habrían sido notas de tapa o la nota principal, o lo que hay que destacar entre lo que hay, fatal cuestión del periodismo cultural: llenar la olla con dignidad. No es aquí lugar ni es quien escribe la persona de temperamento adecuado para la autocelebración ni para la autocrítica, ya que ese periodismo de pescar tendencias, tratar de mostrarlo primero, ser justos y equitativos o no, está o debería estar reñido con ambas conductas. Así y todo, puede ensayarse alguna especie de reflexión sobre el hecho de tener que responder un suplemento o revista dominical a una centralidad —nota de tapa— y al ordenamiento o pensamiento que esto implica en el conjunto del producto.
En primer lugar, aclarar que “dominical” hace referencia al día de salida y no tanto a un espíritu que mucho no nos representa. Si bien el domingo viene a crear un imaginario de tiempo libre con solcito y medialunas, no es ése el timing ni el espiritu con el que se hicieron mil números de Radar.
Pensar la tapa. Tener (o no tener) tapa. No dormir pensando en cuál será la tapa de la semana que viene. Y agregar: la tapa de RadarLibros que empezó a sumarse más temprano que tarde al suplemento. Y desde esa centralidad el caleidoscopio de un conjunto que siempre tiene que atender a la pluralidad pero tratando de no perder eso que hace que todo se tiña de una melodía tenue que recorre la partitura, partes de un todo que a su vez nunca es todo.
Uno podría también pensar que la evolución del periodismo cultural de estos años, los del nuevo siglo en particular, tiene más que ver con los pliegues y repliegues del mundo editorial, de la cinematografía, las discográficas, el Teatro y los teatritos, las galerías y lo que se llama “la escena” del arte, la cultura, a los ambientes, que la evolución febril y disipada del mundo digital. ¿Son senderos que ya se han bifurcado para siempre y simplemente estamos viviendo los últimos días de un bello monstruo sumergido? ¿Se equilibrarán estos mundos en el más allá? No lo sabemos. Seguimos la evolución del folletín (o de la serie como se le dice ahora) sin pensar demasiado, haciéndolo, o para ser más precisos y justos, pensándolo mientras se lo hace. Una especie de compromiso no obsesivo pero lo más consecuente posible con el periodismo. Hay que escribir con todas las palabras, hay que editorializar en las bajadas, hay que pensar títulos ingeniosos, que le digan algo al lector cómplice o intente conquistar su corazón de un plumazo. Y sin perder la elegancia o algo que engloba un sentido literario que va más allá de los libros de literatura: la idea de que lo que se juega en cada número y en cada tapa es una cuestión de escrituras. Porque si esa cuestión se perdiera de vista, empezaría a dejar de tener sentido el tipo de periodismo que se quiere hacer.
El tiempo es veloz y cada vez más. Mil es vertiginosamente mucho y, por suerte, esto no termina acá. Hay que empezar ya mismo a pensar en mil y uno, en las mil y una que vendrán.
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