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Domingo, 15 de noviembre de 2015

PERSONAJES > MILDRED BURTON

LA HORA DE LA ESTRELLA

Personajes Nacida en Entre Ríos, amiga de Federico Klemm, con quien compartía impactantes perfomances, Mildred Burton (1942-2008) tuvo que romper con su conservadora familia y luego con su esposo militar –por quien fue “adquirida” según ella misma decía– para poder pintar, instalarse en un caserón de La Boca y así protegerse de los desequilibrios emocionales propios y de la desdicha exterior, que siempre la acecharon. Sus intensos retratos se pueden ver ahora en Fundación Klemm, junto a la obra de Laura Códega, artista nacida en Campana. Ambas comparten cierta densidad selvática y ambas esquivan los géneros, abriendo puertas a universos malditos, repletos de fragmentos donde lo siniestro se resignifica.

 Por Eugenia Viña

Se peinó sus dos trenzas color sangre, agarró su guitarra y partió a trabajar de su descascarado caserón en La Boca hacia Montserrat, al cabaret El Dragón Rojo, regenteado por el temible Príncipe cubano, donde tenía su propio número/show de canto, en el que la sordidez del lugar se compensaba con buena plata. Es que aparte de ser una artista, tenía que alimentar a sus hijos y comprar lienzos. Sin ellos, y sin la pintura, su vida misma corría peligro. Pintar no era un entretenimiento ni una profesión para la música, grabadora, pintora y dibujante Mildred Burton (1942 - 2008), pintar era habitar la frontera que la protegía de la acechante locura y el absurdo del mundo.

Argentina con sangre irlandesa y alemana, criada con todos los protocolos y las buenas costumbres de la aristocracia europea , tuvo que sobrevivir a las estructuras patriarcales y opresivas de su familia, que insistían en internarla por leer enfermedad y locura donde había libertad y una personalidad creativa fuera de escala. Tanto insistieron, que ella misma terminó por creerlo. Ante la british life que se le imponía, Mildred respondía: “No tuvieron en cuenta que nací un 28 de diciembre en América del sur entre achiras, ceibos, yaguaretés y curiyús, y bajo la advocación de Ajotaj, viento vengador latinoamericano. Bebí la primera leche de aguara-guazú cautiva y me alimenté con mandioca, porotos, maíz y charqui, a pasar de los bellos robles Chippendale del piano, de las boiseries victorianas, de las bibliotecas Tudor y el escritorio Thompson de mi padre, que me controlaban con amor y arrogancia sajona”.

La entregaron a un militar que la embarazó con prisa y sin pausa, intentando hacer de esa mujer con cuerpo de niña y ojos de lince, una señora hecha y derecha. No imaginaron que era indomable, y que cargaría sus cinco hijos y sus pinceles hasta huir lejos de aquel circo gélido y previsible. Ella lo resume sin pelos en la lengua: “Pinto compulsiva y alienada…¡Basta! Grita el clan amenazante. Soy subastada y adquirida por un esposo militar, fuerte, apolíneo, poderoso y lleno de perofillos dorados y atenciones exageradas. Aún no se notan sus uñas y colmillos”.

Mientras ella estaba en la mitad de su vida, Laura Códega (artista que trabaja en Buenos Aires, codirectora del proyecto Metrónomo) nacía en Campana, atravesadas por el mismo río –el Paraná– la misma obsesión amorosa por la pintura y un mismo imaginario. Sus retratos, pinturas al óleo, se presentan a través de una paleta más cálida, dando lugar al retrato como máscara múltiple, que engaña la percepción y regala en cada mirada un nuevo sentido.

Mientras la obra de Burton nos sumerge en un género fantástico, en la que su virtuosismo no se deja dominar por la lógica académica, Códega nos invita a sumergirnos en un surrealismo carnoso de lenguaje contemporáneo. Cuenta la artista: “Trabajé tratando de conectarme el surrealismo con un imaginario de mi adolescencia. Apelé a algo más emocional, a una estética que de adolescente me seducía, me excitaba, porque me resultaba misterioso. Trabajé buscando en mi pasado y en la historia, especialmente en el surrealismo, que resulta de fácil llegada por su imaginario cándido y al mismo tiempo tiene una oscuridad que te deslumbra.”

Las artistas y curadoras Ana Gallardo y Guillermina Mongan detectaron una sincronicidad en la vibración de sus obras y las cruzaron en una sala oscurecida repleta de vida. No la de las naturaleza muertas ni las de plácidos paisajes. Muerte y misterio, las imágenes de las artistas esquivan el género, abriendo puertas a universos malditos, repletos de fragmentos –de cuerpo, de mentiras, de sufrimientos, confusiones y dobles sentidos– donde lo siniestro resignifica los adornos, los reptiles invaden cuerpos clásicos denunciando la parte oscura y compleja de lo que nos rodea y nos construye como seres históricos, y también individuales. Las sombras a través de las cuales hay que abrirse paso a machetazos, para que aparezca la luz. Ese el recorrido que el ojo hace en la Galería Klemm, en el mismo espacio donde Mildred Burton luego de cientos de premios y reconocimientos nacionales e internacionales, se disfrazaba de marciano lúcido con el vanguardista Federico Klemm para poner el cuerpo en las performances de la escena del arte argentino.

Códega establece puntos de unión: “Es nuestra procedencia del litoral. Compartimos el río Paraná, que trae riqueza, densidad selvática. Nace en el amazonas y muere tupido de lagunas. Es la misma ciudad con otras tonalidades”.

Mientras Mildred Burton construye sus retratos a través del entramado que la rozó –madres e hijos que naturalizan la tortura en manos de sus familiares– haciendo de cada retratado un estigma de negrura decorada, aunque más no sea, con las sobras del trabajo del hijo o del papá, con una parte de un dedo por aquí, o una oreja por allá, como en el óleo “La madre del torturador.”

Explico la artista: “No fue mi mente corrupta la que inventó esas crueldades. No, esas obras fueron ejecutadas un verano, mientras escuchaba los detalles encontrados en los muertos N. N., desenterrados para tratar de identificarlos y poder darles sepultura definitiva en paz. ¿Qué podía pintar en Buenos Aires ese verano? Ningún artista que se precie de ellos puede ser cómplice con su silencio”. La muerte y el dolor rodeaban a la artista entrerriana, quien contó cinco años antes de morir en una entrevista: “Yo convivo con lo terrible y con el miedo. Vivo en una casona terrorífica de la Boca. Creo que vivo cerca de un abismo que al mismo tiempo me atrae. Antes tenía miedo de caer en ese abismo, pero después de ciertas cosas que me tocó vivir aprendí que no hay abismo en el que pueda caer, salvo aquel en el que yo decida saltar. Me ocurrieron cosas tremendas, pero soy resistente. De los cinco hijos que tuve perdí a dos. Yo me solazo en ese mundo terrible.”

Retratos, acertado nombre y universo de la exposición, que burla el tradicional género de la historia del arte para ponerlo en jaque: no son grandes emperadores, papas ricos ni bellas mujeres de la alta nobleza. Tampoco graciosos ni pintorescos semblantes. Son máscaras en el caso de Códega, que se mueven con la misma mirada –denunciando lo inaprensible de cada identidad, y la encarnación de lo complejo en el caso de Burton, quien dijo: “Creo que todos somos muchas personas al mismo tiempo y que nos comportamos de distina manera, según quién tengamos enfrente. Lo peligroso es cuando eso se te escapa. A veces pienso que puedo terminar en la locura total y en el suicidio. Cuando llega la noche y estoy sola en casa, con todos mis perros, antes de que el sueño me venza siento que entro en la tragedia. Tengo pesadillas espantosas y vivo en un mundo paralelo insoportable. Mi sueño es un infierno todos los días, hasta que logro salir a las seis y media siete de la mañana y voy a pasear a los perros. Antes podía no dormir, pero ahora me canso más. Cada día lo termino hecha pedazos y mi vida consiste en manejar los pedazos. Sé que tengo un cierto grado de locura, pero lo enfrento”

Sin tanto drama –otra vida, otro tiempo histórico– Códega va detrás de los ecos de lo alguna vez o será: “Mis cuadros tienen algo fantasmático. Citan cosas ausentes. Hay algo del ensueño, una búsqueda en el inconsciente. La construcción de escenas que forman caras y todo confluye en un gran árbol genealógico, trazado identitario, una forma de autorretrato.”

Si el deseo es el deseo de los otros, como enseñó Lacan, Gallardo y Mongan proponen la pintura como biografía indirecta, a través de los retratos de otros, sin buenas intenciones ni inocencia. Los hipócritas se disfrazan de buenos, eso lo sabía Mildred. Y, por supuesto, no sólo no lo respetaba sino que estaba decidida a contarlo, para sobrevivir a este mundo y –sobre todo– para liberar la venganza, aunque más no sea, como un recurso pictórico.

Retratos, de Mildred Burton y Laura Códega, con curaduría de Ana Gallardo y Guillermina Mongan se puede visitar en Galería Klemm. M. T. de Alvear 626, de lunes a viernes de 11 a 20. Hasta fines de noviembre.

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LA MADRE DEL TORTURADOR, MILDRED BURTON, 1974.
 
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