Domingo, 6 de diciembre de 2015 | Hoy
ARTE > NICOLáS SARMIENTO
La nueva muestra de Nicolás Sarmiento, Saga candado, es un monólogo de enormes hojas chorreadas, coloreadas sin motivo aparente. Páginas sueltas de un atlas abandonado, elogio del cuelgue; Sarmiento fue, hace algunos años, uno de los gestores de Rayo Lazer, un espacio de muestras y fiestas montado en una casona arruinada de avenida Lacroze que fue una escuela intensa de relaciones públicas y organización de exhibiciones.
Por Claudio Iglesias
El verde es azul y amarillo: un azul barato de lapicera o de pigmento industrial, un amarillo de anilina. Un verde sucio es lo que resulta. El cuelgue con la birome, la mugre del taller, una taza que se vuelca, una pisada: todo queda en el papel. Nicolás Sarmiento (Necochea, 1986) había avisado que podía convertir su pequeña miseria de dibujante en un desfile de banderas de papel con su primera muestra individual en Buenos Aires, en 2012. Después volvió al silencio y al trabajo mal pago como montajista y asistente. En su nueva muestra, Saga candado, vuelve a su monólogo de grandes hojas chorreadas. Esta vez los papeles alternan colgados en sobres de lona para el tamaño de un cíclope que tuviera que mandar cartas transparentes, cartas analfabetas que no tienen destinatario ni orden, pero que transmiten la felicidad tonta de un calmante mal utilizado. Los dibujos parecen no querer nada, invaden el espacio a pesar suyo. Son ficciones desintegrativas, páginas sueltas de un atlas abandonado, mojado y roto en pedazos en una avenida ancha del conurbano.
El tamaño de la ambición de Sarmiento no tiene nada que ver con la de los papeles: las suyas parecen ambiciones invisibles. La escala de las imágenes en cambio parece generar anestesia o sosiego. Esta pintura con déficit de capacidades sociales, que balbucea y babea, una pintura sumergida en el delay, la traba, la atención que se dispersa, empezar por un lado de la hoja y seguir en cualquier otra parte, dejar un círculo a la mitad, quedarse tildado viendo cómo un papel húmedo adherido a otro le transmite lentamente el pigmento, son algunas de las formas que tienen una historia particular en Buenos Aires.
Fue Nicanor Aráoz quien los descubrió, alrededor de 2010: unos jovencitos que deambulaban por las muestras y hacían esculturas y dibujos bizarros. Hicieron base en una casona arruinada de la avenida Lacroze que se convirtió en solar de muestras y fiestas en formato aguantadero: se llamaba Rayo Lazer. El lema del lugar era: “te podés quedar a dormir”. Además de pernoctantes, ocasionalmente hubo charlas, asados, picaditos. Pero el espacio no dejó atrás su premisa fundadora y uno de los que se fue quedando a dormir cada vez más seguido era un Nicolás Sarmiento muy jovencito que venía todos los días desde Marcos Paz. Con el tiempo el lugar quedó bajo la dirección de un triunvirato: Sarmiento, Lucio Romano y Mario Scorzelli pintaban en sus respectivos talleres, planificaban fiestas, hacían las compras juntos. Por un tiempo Rayo Lazer se convirtió en un jet set de pobres: al lema de la casa se le fueron añadiendo los condimentos de un centro cultural cutre, con paredes jodidas y muchas botellas de cerveza en el piso. Aunque todo se hacía con un cierto desorden y finalmente cada uno siguió su camino. El proyecto no duró más que unos años, pero fue una escuela intensa de relaciones públicas y armado de exhibiciones: por allí pasaron muchísimos artistas como Franco Vico, Gala Berger, Tomás Maglione (que hizo su primera muestra individual en la casa) y Ailín Grad, entonces integrante del sello musical Mainumby.
Sarmiento al mismo tiempo presentó sus grandes papeles en una muestra individual en la galería Peña en 2012. Se llamaba Alexis Brisa. Valentina Liernur lo convocó al año siguiente para una exposición con Karl Holmqvist: un artista internacional muy famoso y ya madurito, una especie de padrino sueco de la artista oriunda de San Isidro. Reacia a darle una muestra individual a su ídolo (invitado por la Universidad Torcuato Di Tella por idea suya), Liernur le puso a Holmqvist tres adláteres: uno de ellos fue Pablo Accinelli, otro era Victor Grippo. El tercero, Sarmiento.
Saga candado sigue con la temática de los papeles grandes, coloreados sin proyecto aparente, con golpes de marcador y varios accidentes (té que se cae, más cerveza, huellas de zapatos) y les agrega el sobre de plástico y la rémora de un industrialismo obsoleto. El adolescente recluso, el hikikomori, en Sarmiento se reencuentra con la figura del procrastinador bonaerense. Sus obras tienen la desidia de quien deja tiradas unas parte de motor o unas tablas de fibrócil en el patio de atrás, para no afrontar el esfuerzo de ordenarlos. Lo suyo es seguir en el cuelgue, potenciar su registro, convertirlo en una bitácora de calamidades climáticas como el reciente desastre en Minas Gerais, la mancha de barro tóxico que podría venir de un bolígrafo gigante que se queda quieto sobre un papel secante. En algunas de imágenes de Sarmiento, la naturaleza se puede entrever como un sustrato de toxinas y metales pesados, un verde cuyo verde queda cubierto por los matices sulfurados de la catástrofe. La imagen de la droga, algo que enturbia y colorea la mente, queda equiparada con la de la industria, algo que arruina la naturaleza, la confunde en tonos que van del amarillo al violeta. Los pigmentos de Sarmiento generan algunas de estas visiones: lapiceras gigantes de barro, paisajes rendidos ante el derrame de un veneno inocente y brutal.
Saga candado se puede ver hasta el 19 de diciembre en Móvil, Iguazú 451, Parque Patricios. Los viernes y los sábados de 16 a 20.
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