Domingo, 13 de diciembre de 2015 | Hoy
ENRIQUE RAAB
Fue uno de los periodistas más destacados de aquella camada brillante de los años 60 y 70, ligada a un momento de gran modernización cultural y de la aparición de nuevos medios. Enrique Raab participó de Primera Plana, La Opinión, y también fue integrante de la redacción de la revista clandestina Nuevo Hombre del PRT, partido en el que militaba. Fue desaparecido por la dictadura en 1977. Ahora, con la publicación de Enrique Raab: Periodismo todoterreno (Sudamericana) se puede acceder a la casi totalidad de sus notas y artículos (exceptuando las reunidas en Cuba, vida cotidiana y revolución, de 1973). Con selección, comentarios y prólogo de María Moreno, Enrique Raab, el libro, es una gran oportunidad para revisitar su figura y replantearse las condiciones y posibilidades del ejercicio del periodismo cultural en los grandes medios y en tiempos de Internet.
Por Claudio Zeiger
El periodismo cultural –su impronta, su futuro– parece ser uno de los grandes temas abiertos a la interrogación del nuevo siglo. Acosado, acoplado, escindido, proliferado, dependiente de las nuevas tecnologías de la comunicación, se recuesta apaisado sobre internet. Pero por inercia y también por tradición, internet sigue siendo para el periodismo cultural una suerte de prolongación y soporte de la cultura letrada, como un gran libro sin papel. La perspectiva sobre la cultura pop, uno de los bocados favoritos del periodismo cultural al menos desde los 80, con ínfulas tanto retro como futuristas, no llega a romper amarras con su trasfondo de materia literaria, de cita infinita de la cultura libresca. La biblioteca será virtual o audiovisual, pero no deja de ser Biblioteca. El auge de la crónica in situ de estos años es un fenómeno periodístico tan atendible como paradójico en tiempos de pantallas y exceso a la información digital. Ir al territorio suena tan refrescante como disparatado, o anacrónico. Como si el planeta hubiera sido arrasado y alguien, que salió a buscar vida en otras comarcas, volviera para contar lo que recogió en sus viajes extraordinarios. Lo escuchan con cierta compasión mezclada con destellos de sorpresa (“¡Gracias, habíamos olvidado el mundo real!”).
Los formatos del periodismo cultural (la entrevista que ya no requiere del cara a cara; la reseña crítica que admite una primera persona ya no tan encubierta; la columna caprichosa y arbitraria pero que rompe cierta inercia de objetividad; el ensayismo en sus variables múltiples pero sin citas al pie) son aceptados. La honorabilidad del periodismo cultural es aceptable. Hasta el medio más espurio y mentiroso puede aspirar a tener, y de hecho tiene, un honorable Suplemento o Revista cultural. Ya no es necesario recurrir a aquellas combinaciones bienpensantes y líberals que se condensaban en la divisa “de derecha en política, de izquierda en cultura” y cuyo paroxismo en la Argentina fue alcanzado en el diario Convicción de la Marina, que pasaba no sin elegancia de la mesa de tortura al canapé. Hoy, todas las combinaciones son posibles porque todo se ha flexibilizado en extremo y porque la autonomía relativa del periodismo cultural es muy considerable. Nada en las aguas bastante tranquilas que van entre la cultura y el arte (lo literario y lo artístico) y también puede discutir de políticas culturales a favor o en contra o ni a favor ni en contra, lo único que se puede afirmar sin temor a equivocarse es que no ha logrado penetrar, ni torcer ni quebrar, ni siquiera seducir, a la televisión de pantalla grande. Ese mundo de la gran tevé le resulta opaco e inaccesible. No es sólo por el rating sino que el antiintelectualismo de los gerentes, productores y de los miembros de la farándula de la tevé es irreductible e impermeable a cualquier atisbo de discurso que necesite de un mínimo de complejidad para desarrollarse. Y por eso el mundo intelectual, no sin lógica, casi ha renunciado a entender a la televisión y prefiere correr detrás de otras configuraciones de lo popular, más lejanas y filtradas, como las del actual fenómeno de las series “inteligentes”.
En medio de este panorama (absolutamente objetable y opinable pero que, se admitirá, no es ajeno a la historia de cómo fue evolucionando el periodismo cultural en la Argentina desde los años 80), apareció en las librerías un libro con tapa en blanco y negro, con la foto de un hombre desconocido para el gran público, apenas conocido para los periodistas actuales, un hombre con un ligero parecido a Luis Sandrini, quizá con un aire más tenso, más ansioso, como se puede apreciar en la foto, la mirada o la pose de alguien que vislumbra un futuro inminente más ominoso del que pudiera haber imaginado cualquier personaje de Sandrini bajo cualquier circunstancia.
Me consta que muchos periodistas culturales jóvenes entraron a la librería, lo vieron, lo abrieron, hojearon y se quedaron atrapados, pegados a un artículo de Raab leído ahí al pie de la mesa de novedades. Algo dice Raab que pega instantaneamente sobre la escena del presente. Hay entrevistas a gente que todavía está viva. Otra que no. Dialoga por teléfono con Tita Merello y tiene un cara a cara con Palito Ortega o Juan José Camero en su momento más alto como galán y como actor. Todo lo hace con una suficiencia que no excluye ni el temible mandoble ni una curiosidad genuina y respetuosa por lo popular y por el mundo del espectáculo masivo. Viaja a Mar del Plata para cubrir la casi inconcebible temporada de 1975. Considera que Porcel es quien mejor interpreta –con su cuerpo extremo, tan lejos de la flacura crística revolucionaria– el imaginario de los desposeídos, y lo desmenuza (y lo entrevista) en más de un artículo. Se interesa por la obra Hair, uno de los íconos del hippismo que viaja por el mundo entre marihuana y dictaduras sudacas.
Casi todo en este libro, Enrique Raab. Periodismo todoterreno –que cuenta con selección, comentarios y prólogo de María Moreno– tiende un puente increíblemente histórico entre los 70 pre golpe y nuestro tiempo, y nuestro periodismo cultural. Hay desgarramientos similares que hoy no se notan porque la pluralidad de medios y voces autorizadas más el ruido de las redes sociales genera una escena completamente fragmentada y horizontal hasta el rizoma. Raab escribía en medios muy autorizados y autolegitimados como Análisis, Confirmado, y muy especialmente Primera Plana y La Opinión. Si bien no escribió en los diarios más masivos, toda su etapa de La Opinión está imbuida de un prestigio inmenso que le abría puertas en especial en el mundo del espectáculo. Era una época en la que lo que decía el diario era palabra santa. Y además, hay que decirlo de una vez y simplemente, era un cronista de una sensibilidad extraordinaria, un gran periodista que podía ser muy duro en algunos conceptos o valoraciones críticas, pero que jamás se perdía por las ramas del ingenio o el narcisismo (por lo menos no el del protagonismo de las vedettes periodísticas, conductores/locutores que en esa misma época ya empezaban a ocupar la pantalla de la tele).
La vida de Raab, signada por su militancia en el PRT y su posterior desaparición a manos de la dictadura en abril de 1977, cuando tenía 45 años, su perfil, su retrato, están trazados en el prólogo de María Moreno, donde además se pueden escuchar diferentes voces de personas que estuvieron muy cerca de él (Felisa Pintos, Edgardo Cozarinsky, entre otros), y también se puede recurrir para conocer más de su vida, a la biografía que le dedicó Máximo Eseverri. Enrique Raab. Periodismo todoterreno agrega el corpus de notas y artículos que faltaba exhumar de los archivos y que se suma al material reunido en Cuba. Vida cotidiana y revolución de 1973, lo que escribió Raab como enviado especial a la isla.
Una primera hipótesis que puede pensarse al leer el libro es que las diferencias epocales no pueden ocultar que las tensiones entre cultura y espectáculos, entre lo mercantil, lo popular, lo literario y lo estético persisten aun teniendo en cuenta todas las flexibilidades de una época signada por una diversidad y una dispersión que no conocerían el siglo veinte aun en sus décadas más modernas, sofisticadas y politizadas.
En el libro se hace hincapié, no sólo desde el título sino en el espíritu mismo de la presentación de notas y artículos divididos en secciones como “Vida diaria”, “El mundo”, “Teatro-music Hall”, “Medios”, “Jetas y caretas”, “Mar del Plata”, del carácter todoterreno ejercido por Raab. Esto hablaría de una ductilidad de la persona y también de una época que celebraba la idea de “ser culto” de una manera abierta y amplia, no especializada o cerrada sobre saberes específicos. A tal punto que ese todoterrenismo elogiable y plausible, hoy podría ser visto bajo la lupa sospechosa de cierto chantismo. En fin: la distancia que va de un renacentista a un panelista. Lo cierto es que el todoterreno ejercido por Raab es tan calificado como resulta notable en la lectura del libro. “Justamente no se puede elegir a Raab por partes como no se puede elegir a Walsh por partes aunque la crítica parece separarlo en objetos diferentes salvo en la excelente biografía realizada por Eduardo Jozami”, opina María Moreno. “Por eso la noción de todoterreno me parece el valor a destacar. Es toda una militancia contra la especialización, un saber circunscripto, un área separada, una profundización ‘local’ necesariamente será parcial y falaz y ésa fue siempre la bandera del cronista latinoamericano. Un Martí trabajado por Julio Ramos o Susana Rotker “culto”, sería no tener privilegios sino investigar y relacionar sin límites, unir calle y biblioteca, pueblo y documentos. Todo lo contrario de un diletante”.
Dentro del concepto “todoterreno” uno puede identificar igualmente géneros, tonos, actitudes diferentes, a veces contradictorias. El Raab “cronista social” –social del pueblo y social en el sentido de una nota de sociales con Manucho–, el crítico implacable del cine y el teatro argentinos, el periodista a secas de los hechos. ¿A qué te parece que obedecían esos cambios, ese correrse de un registro a otro?
–No corre de una posición a otra por lo que te decía que no hay separaciones, sí usa diversas estrategias: un efecto de objetividad en las notas internacionales que no firma, juicios de valor muy precisos en cultura y artes y espectáculos, una retórica del paseo para las coberturas diarias, encuestas más producto de una escucha que se autoriza a sí misma como miembro de una elite de consumidores de cultura casi adictos como lo sugiere Felisa Pinto, que dé testimonios concretos. Hay que pensar que el periodista laico sólo podía existir en una Buenos Aires marcada por la revolución cubana, el Di Tella, el videoclub, las escuelas de cuadros y una industria editorial con todas las novedades del marxismo, el estructuralismo, el psicoanálisis. En ese sentido su figura está fechada, no habría transmisión, salvo señalar sus procedimientos, como si fuera un manual, releer a través de él el arte de la injuria. Si bien Raab era tal vez el mejor, casi todos los periodistas de los proyectos de Timerman eran muy buenos escritores y todoterreno por una coyuntura histórico-política concreta y el faro de una revista como Primera Plana que él define muy bien en un artículo: “Inauguró la era de las revistas –antes confinadas a la aparición mensual como Panorama o Atlántida–, del análisis de la información y un estilo particular, rico, excéntrico, llamativo, frívolo, culto y desenfadado”.
Hay algunas cuestiones de perspectiva en Raab, sobre todo, me parece, en sus intentos por entender el mundo del espectáculo y descifrar los mecanismos de la cultura de masas, que lo hacen actual, y pareciera que en él, sobre todo en los años setenta, se manifiestan tensiones aún no resueltas en el periodismo cultural.
–Por supuesto que no están resueltas. Quizá las palabra no sea “resueltas” sino ni siquiera pensables. En una revista del PRT señalar las virtudes del Gordo Porcel como instrumento crítico o de una película como Infierno en la torre siguen siendo operaciones que no existen hoy ni en la izquierda cultural ni siquiera en los estudios culturales que se han limitado más a la bendición de objetos plebeyos que a pensarlos sin prejuicios y sin los fórceps conceptuales internos.
Retomando las preguntas que te hacés en la introducción a la primera sección del libro, ¿cómo imaginás a Raab frente a ciertos paradigmas de la coyuntura actual, como la TV de los mediáticos y los realities de gente común, del nac and pop de los ultimos años, e inclusive del sesgo gerencial que parece que se viene en cultura?
–“Hubiera”, dice Sartre, es un verbo que no existe. ¿Criticaría la juridicofilia Lggttb? ¿Habría votado a Scioli en la segunda vuelta? ¿Sería kirchnerista? ¿Militaría contra el tinellismo? ¿Le hubiera dedicado un sorprendente análisis valorativo a un Jacobo Winograd o un Aníbal Pachano o se hubiera ensañado con ellos más que con Abel Santa Cruz? A esto puedo jugar sólo con total irresponsabilidad. Si salimos de la profecía, tentar un Raab de hoy sería en función de un proyecto político cultural y eso sería muy bueno. Ojalá que el libro sirva en ese sentido.
Con Perón en la tapa, la revista Time llegó a agotar su venta en la Argentina en 1973. En su crónica del hecho, Raab se mueve entre la información con borde kitsch, la indignación por el título infligido (“El ex y futuro dictador”) y un intento por descifrar algo del snobismo del consumidor de revistas como Time en nuestro país. En esta misma línea, la de unir un dato banal con una indagación de mayor aliento, hay un artículo que resulta insoslayable (y que se reproduce aquí). Raab convierte la clásica y muchas veces fatigosa “nota de rodaje” en una pieza excepcional que revela el clima que se vive en el país y que desembocará sin vueltas en el golpe. Lacónicamente, el título informa que “En campos del ejército, el director Juan José Jusid recrea Los gauchos judíos de Alberto Gerchunoff”. Poco a poco, en el desarrollo del relato, la mezcla de los mundos –el del Centenario de la novela de Gerchunoff, el del presente de la filmación de Jusid– prefigura un futuro donde los “gauchos judíos” pueden quedar atrapados en un campo de concentración.
En otras notas de “sociales”, como las que dedica al precio de los departamentos en la ciudad de Buenos Aires o la de los precios de la comida en el arranque de la temporada de verano en Mar del Plata, Raab hace gala de su enorme capacidad para retratar con sutileza los nexos entre la economía y lo social, como una filigrana de lucha de clases que encontrará una explosiva descripción en la última parte del libro, con crónicas de cuando Perón se peleó con Montoneros en la Plaza o la cobertura del desplazamiento del gobernador Obregón Cano en Córdoba, en medio de una tensión política y social extremas.
En este entramado de política, sociales, información general, temporadas de Punta y Mardel, el todoterrenismo de Raab no oculta que el clivaje Cultura & Espectáculos es el que más le seduce cuando se trata de ir directo al objeto. Hombre que llega con más de treinta años a la eclosión del rock y lo que intuye como una nueva cultura de twist y gritos que en gran medida lo desconcierta pero no lo ahuyenta, no ceja en sus intentos de acercar el oído a todo aquello que huela a fenómeno, a novedad, a suceso, a lo que puede capturar el alma del pueblo y frente a lo cual lo más aconsejable es dejar de lado el desdén, el rencor o la arrogancia. Esto no quita que llegue a tener una serie de piezas de dureza inusitada sobre las formas de representación de lo popular, como sucede con el análisis de Nazareno Cruz y el lobo, la película de Favio.
Muchos lo conocían como mito o periodista de culto –categorías que María Moreno discute con razón y que no le harían estricta justicia a Raab, al menos por parciales–. Otros siguen discutiendo el grado de compatibilidad entre su homosexualidad, su “sensibilidad artística” y su militancia en el áspero PRT. ¿Habrá hoy quien se atrevería a pensarlo en directa relación con el modelo periodista-escritor-militante de Rodolfo Walsh, con sus paralelismos y también obvias diferencias? Uno puede imaginar a Raab sentado en el lugar del periodista de “Esa mujer”, explorando los límites con el “interlocutor” militar, tan cerca de la verdad pero también del peligro.
Mientras estas cuestiones siguen latentes, este libro de Raab produce la alegría de poder pensar al periodismo cultural como algo que vale la pena y que no está condenado necesariamente a languidecer entre la apología del entretenimiento, el decoro o el salvajismo tecnológico comunicacional. Que, por utilizar un lugar común que habría hecho sonreír a aquella generación de periodistas de raza (y va otro), la cultura también puede ser algo de candente actualidad.
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