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Domingo, 24 de enero de 2016

OLIVER SACKS

ME HIRVE LA CABEZA

Quizá ningún otro médico haya difundido tanto la ciencia de la neurología como Oliver Sacks. Con libros que se volvieron famosísimos como El hombre que confundió a su mujer con un sombrero o Despertares, inspiradora de la película donde Robin Williams lo interpreta, Sacks retomó la tradición narrativa de los médicos escritores del siglo XIX y divulgó en forma popular los misterios de la memoria y el cerebro, registrando los casos mentales más estrambóticos. A fines de 2014 terminó de escribir sus memorias, y en agosto de 2015 murió, a los 82 años. Ahora se publican estas memorias en castellano. En movimiento (Anagrama) es un relato ameno y anecdótico donde Sacks habla por primera vez de su homosexualidad, reconstruye su juventud en Inglaterra, su viaje a California, experiencias con las más variadas sustancias y drogas, y también rememora casos de sus pacientes y da cuenta de la plenitud que según confiesa logró alcanzar en la vejez.

 Por Mariana Enriquez

En diciembre de 2014, Oliver Sacks terminó de escribir y corregir En movimiento. Una vida, su libro de memorias. Apenas unos días después, se enteró de que tenía metástasis, producto del melanoma en el ojo que le habían diagnosticado nueve años atrás. Se estaba muriendo. En el breve ensayo “Sabbath”, publicado dos semanas antes de morir, además de hablar del descanso y de la religión de su familia –Sacks era judío y ateo– escribió que lo alegraba enormemente haber completado y publicado sus memorias sin saber que su enfermedad era terminal. Y que se alegraba “de haber podido, por primera vez en mi vida, hacer una completa y franca declaración acerca de mi sexualidad, enfrentando al mundo abiertamente, sin secretos culposos”. En movimiento. Una vida es una autobiografía selectiva donde Sacks se cuenta como hombre gay, como médico y como escritor. Anecdótica y alegre como toda su producción, también es tímidamente reveladora y esconde una narrativa que excede a Sacks: la del joven universitario británico, hijo de una familia de médicos de clase media alta que escapa de la opresiva Inglaterra que había castrado –literalmente– al genial Alan Turing. Cuando Turing murió, Oliver Sacks tenía ya 22 años y además de estudiante era un fanático de las motos. De hecho, así empieza el libro: con motos. Con visitas a Crystal Palace a ver carreras, con el amor a su primera Norton, con sus compañeros motoqueros de Birmingham, el placer de manejar sin límite de velocidad por North Circular Road de Londres, sus primeros accidentes. Es un estudiante tan inteligente como inquieto y disperso; se sobreentendía que iba a ser médico, como sus padres, pero le interesaban la química y la literatura y la botánica. Y también, aunque Sacks lo dice entre líneas, durante esos primeros años de estudiante en Oxford tenía la cabeza y el cuerpo ocupados por el deseo. A los 18 años le contó a su padre que le gustaban los chicos; el señor Sacks se lo tomó bien. No le hizo caso a su hijo, sin embargo, cuando Oliver le pidió: “No se lo cuentes a mamá”. “Se lo contó y a la mañana siguiente mi madre bajó echando chispas, con una cara que no le había visto nunca. ‘Eres una abominación’, dijo. ‘Ojalá no hubieras nacido’. A continuación se marchó y pasó varios días sin hablarme. Cuando volvió a dirigirme la palabra, no se refirió a lo que había dicho. No volvió a mencionarlo nunca más”, escribe Sacks.

Quizá por la maldición de su madre, que Oliver Sacks nunca olvidó, o quizá por mala suerte o por su –confiesa– incurable timidez, sus romances y amores fueron tristes y truncos: de hecho, pasó treinta y cinco años viviendo como un hombre célibe y recién formó pareja a los 75, con el escritor Bill Hayes. En Oxford se enamoró de Richard Selig, un atractivo poeta de 24 años. Se lo dijo y Richard lo rechazó pero con respeto y afecto: “Yo no soy así pero aprecio tu amor y también te quiero, a mi manera”, le dijo. Sacks pensó que serían amigos durante toda la vida pero, en un extraño giro, el amor y la medicina se cruzaron de manera trágica. Selig le mostró, en su habitación, un bulto que tenía en la ingle. La escena es involuntariamente erótica; escribe Sacks: “Se bajó los pantalones y los calzoncillos y ahí estaba, en la ingle izquierda, del tamaño de un huevo. Era firme y duro al tacto. Lo primero que se me ocurrió fue que era cáncer”. Tuvo razón y Selig murió poco más de un año después. Durante la enfermedad, los amigos no volvieron a verse: Selig no podía soportar verle la cara al chico que le había anunciado la muerte.

Sacks, deprimido por este amor trágico y por cuestiones académicas, se fue un tiempo a un kibutz en Israel. Pero no era el cambio que necesitaba. “Me dije que tenía veintidós años, era bien parecido, delgado, estaba bronceado y seguía siendo virgen”. Volvió a Europa y lo solucionó pero el relato de su primera relación sexual con un hombre es inquietante: borracho, en un bar gay de Amsterdam, perdió el sentido y despertó acompañado de un desconocido. “Me había visto borracho como una cuba en el arroyo, dijo, me había llevado a su casa, y me había sodomizado. ‘¿Estuvo bien?’, pregunté. ‘Sí’, contestó. Muy bien: lamentó que estuviera demasiado fuera de combate y no hubiera podido disfrutarlo”. Lloró, escribe, mientras hablaba con ese hombre, que en las memorias permanece sin nombre. Y dice: “En el Londres de la década de 1950 no era fácil: había algunos clubs y pubs gays, pero eran constantemente vigilados por la policía, que llevaba a cabo continuas redadas. Por todas partes había agentes provocadores, sobre todo en los parques y retretes públicos, entrenados para seducir a los incautos y cándidos y llevarlos a la destrucción”. Aun así, Sacks conoció a través de un anuncio sexual a Bud, un chico que, al principio, sólo hablaba de motos y de submarinismo, pasión que compartían. La pasaron bien juntos pero Oliver Sacks, siempre tan intuitivo, el gran observador, jamás se dio cuenta de lo que se escondía detrás de la pose de duro de Bud: cuando le anunció que se iba a Estados Unidos a trabajar, recibió una carta apasionada y afligida: “Comprendí demasiado tarde que debía haberse enamorado de mi y que acababa de romperle el corazón”.

LA CONQUISTA DEL OESTE

Era 1960 cuando Sacks llegó a América; primero y por breve tiempo a Canadá, hasta que se instaló en San Francisco. Todavía no era la ciudad de la liberación pero el aire era respirable. Esta parte de En movimiento se dedica a sus primeros pasos como médico en California pero sobre todo a unirse con ese paisaje amplio y vigoroso. Sacks pasa semanas recorriendo el país en su moto BMW, escribiendo su diario de viaje junto a camioneros y al mismo tiempo descubre una nueva pasión: levantar pesas. No se lo tomaba ligeramente: en 1962 rompió el record de sentadilla de California, con una barra de 272 kilos sobre los hombros.

Si todo esto parece increíble o extraño cuando se recuerda la imagen de los últimos años de Sacks –el anciano afable de barba blanca– o la del médico eléctrico de Despertares que con precisión interpretó Robin Williams (eran muy parecidos físicamente) es porque lo es. Sacks en California, se rompía huesos con las olas cuando fracasaba en sus intentos de surfear; experimentaba con drogas de todo tipo y mandaba a sus amigos al hospital cuando se pasaban de ketamina; se pasaba horas en el gimnasio y se enamoraba de un compañero levantador de pesas, Mel, que aceptó vivir con él pero como buen tapado se aterrorizó cuando Oliver no pudo contenerse y, mientras lo untaba de aceite, eyaculó sobre su espalda.

Es un joven médico bastante salvaje, vestido de jean y cuero, curtido por el sol y el viento de la ruta, siempre al teléfono con sus amigos pidiéndoles que por favor lo rescataran de un mal viaje producto de alguna de las muchas sustancias que se metía en el cuerpo.

En movimiento también es una historia de amistad y hay varios amigos destacados, del mundo de la medicina y la ciencia, influyentes y admirables. “Me convertí en un narrador cuando la narrativa médica estaba casi extinta. Esto no me desalentó, porque creía que mis raíces estaban en la gran narrativa neurológica de casos clínicos del siglo XIX”, escribe en el ensayo “Sabbath”. Es verdad: Sacks no escribía como un investigador, escribía como los médicos de hace cien años: un estilo descriptivo, fascinado por lo raro, muy popular. Pero En movimiento revela otras influencias, directamente literarias. La más importante es la del poeta Thom Gunn. A él le mandó sus primeros diarios de viaje por California y el sur de Estados Unidos. Gunn era otro inglés expatriado que había adoptado a San Francisco y la Costa Oeste como su lugar de bohemia y libertad. Aunque Sacks no lo menciona directamente en sus memorias, Gunn era gay y vivió en Haight Ashbury desde 1960 hasta su muerte, por sobredosis de metaanfetaminas, en 2004. Edmund White decía de él: “era serio e intelectual de día, sensual y drogón de noche”. Para Sacks, fue el hombre que leyó casi todos sus manuscritos. Y es un testamento a ciertos pactos de su amistad que, salvo la vida comunitaria y desprejuiciada de Gunn, no se refiera a él más que como eso, su amigo, su colega. Gunn hizo el mismo camino que Sacks, de la opresión de Cambridge a escribir sobre sexo y LSD; en 1992 publicó su más famosos poemario, el extraordinario The Man With Night Sweats, una colección de elegías sobre el sida dedicada a muchos de sus amigos –Gunn se mantuvo negativo hasta su muerte–. Es la gran amistad gay literaria de Sacks: En movimiento se llama así por el poema “On The Move” (1957) de Gunn. Y fue Gunn el primero en leer Despertares. En la devolución de opiniones sobre el libro, una larga carta, Gunn le dice a su amigo algo brutal: que Despertares es un gran libro porque al fin desarrolló la empatía. “Me pregunto si sabes lo que ha ocurrido. Quizá se deba a haber trabajado tanto tiempo con tus pacientes, o quizá el ácido ha abierto tu mente, o realmente estás enamorado de alguien en oposición a simplemente encaprichado”.

En lo de enamorado se equivocaba: después de una acusación de abuso sexual a pacientes autistas incomprobable y que Sacks niega enfáticamente, se retrajo: su última aventura sexual en la vida adulta fue en Inglaterra, él tenía 40 años, su amante era un joven que había conocido en Hampstead Heath y pasaron juntos una semana festiva e íntima.

La amistad literaria con Thom Gunn no es la única importante en la vida de Sacks. La otra, impresionante, es la que mantuvo con W. H. Auden. Lo conoció en 1967 en Nueva York y lo llamaba “Wystan”, el nombre tras la W. Se hicieron amigos: fortuitamente, el padre de Auden, también médico, había tratado a pacientes con encefalitis letárgica (lo que padecían los de Despertares) y le encantaba hablar de medicina. En 1972, Auden dejó Estados Unidos y Sacks lo ayudó en la mudanza –ligó de regalo unos cuantos libros–. También lo llevó al aeropuerto con Orlan, un amigo común: “Nos besó a los dos: el beso de un padrino abrazando a sus ahijados, un beso de bendición y de despedida”, escribe Sacks. “De repente le vimos terriblemente viejo y frágil, pero tan noble y grave como una catedral gótica”. Desde Inglaterra, Auden le escribió a Sacks diciéndole que Despertares era una obra maestra pero que por favor le agregase un glosario. No volvieron a verse.

LO QUE QUEDA DEL DIA

Lo más impactante de En movimiento son las revelaciones porque se trata de la primera vez que Sacks habló públicamente de su sexualidad. Pero sería injusto decir que se trata de lo más importante en un libro de 400 páginas. Sacks escribe sobre sus bloqueos de escritor y sobre sus influencias, especialmente la del neuropsicólogo ruso A.R. Luria; sobre sus casas junto al mar y sobre la vez que casi muere embestido por un barco cuando nadaba en mar abierto; sobre otra experiencia cercana a la muerte cuando escalaba en Noruega, descripta en el libro Con una sola pierna, de 1998. Escribe sobre sus pacientes con síndrome de Tourette y sobre su hermano Michael, un paciente esquizofrénico. Escribe sobre su familia, sobre Robert De Niro, sobre el lenguaje de los sordos. Se intuye una vida solitaria y apasionada, intensa y plena pero que –y esto a pesar de que él sostuvo que estaba listo para morir y que, además, estaba en edad, aunque su padre vivió hasta los 94– no le resultó suficiente. Hay una curiosidad voraz en este hombre que aprende hasta último momento, que se enamora a los 75 y lo considera “un regalo magnífico e inesperado para mi vejez”.

Cuenta, también, que llevó diario durante toda su vida. Que, en ocasiones, extraía material de ahí para sus libros pero, por lo general, “lo más habitual es que casi nunca los repase, son una forma de pensar en papel”. Es posible que, entonces, En movimiento no sea lo último que Oliver Sacks tenga para sus lectores.

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