Domingo, 24 de enero de 2016 | Hoy
Por Oliver Sacks
A punto de cumplir ochenta años, con un rosario de problemas médicos y quirúrgicos pero ninguno incapacitante, me siento contento de estar vivo. A veces, cuando el clima es perfecto, exclamo “¡qué alegría no estar muerto!”. Estoy agradecido de haber experimentado tantas cosas –algunas maravillosas, otras horribles– y de haber escrito una docena de libros, haber recibido innumerables cartas de amigos, colegas y lectores y de disfrutar lo que Nathaniel Hawthorne llamó “un intercambio con el mundo”.
Siento haber desperdiciado (y seguir desperdiciando) tanto tiempo; siento ser tan dolorosamente tímido a los 80 como era cuando tenía 20 años; siento no hablar otro idioma salvo mi lengua materna y no haber viajado o experimentado otras culturas tan ampliamente como debería haberlo hecho.
Siento que debería estar intentando de completar mi vida, lo que sea que eso signifique. Algunos de mis pacientes que ya tienen noventa o cien años dicen nun dimittis (“tuve una vida completa y ahora estoy preparado para irme”). Para algunos de ellos, esto significa ir al cielo –siempre el cielo, nunca el infierno, aunque Samuel Johnson y James Boswell se estremecían ante la idea de ir al infierno y se pusieron furiosos con David Hume, que no consideraba esos pensamientos. No creo ni deseo una existencia postmorten aparte del recuerdo de los amigos y la esperanza de que mis libros todavía puedan “hablarle” a alguien después de mi muerte.
W. H. Auden me decía con frecuencia que pensaba vivir hasta los 80 y después “irse a la mierda” (vivió solamente hasta los 67). Aunque ya pasaron cuarenta años desde su muerte sueño seguido con él, y con mis padres y con algunos de mis pacientes –todos se han ido hace mucho pero los sigo amando y fueron importantes en mi vida.
A los 80, me acechan los espectros de la demencia o el ACV. Un tercio de mis contemporáneos está muerto y muchos más, con profundos daños físicos o mentales, están atrapados en existencias trágicas y mínimas. A los 80, las marcas de la decadencia son demasiado visibles. Las reacciones de uno son un poco más lentas, los nombres se nos escapan y las energías deben ser administradas con cuidado pero aún así con frecuencia uno se siente lleno de energía y de vida y para nada “viejo”. Quizá, con suerte, logre sobrevivir intacto un par de años más y quizá se me de la posibilidad de amar y trabajar, las dos cosas más importantes de la vida según Freud.
Cuando llegue mi momento de partir, espero morir en control, como lo hizo el físico y neurocientífico Francis Crick, mi amigo. Cuando le dijeron que su cáncer de colon había vuelto, al principio no dijo nada; simplemente miró el horizonte por un momento y después volvió al tema del que estaba hablando antes. Cuando, unas semanas después, se lo presionó para que hablara de su diagnóstico, dijo: “Todo lo que tiene un principio debe tener un final”. Cuando murió, a los 88, todavía estaba totalmente ocupado en su trabajo más creativo.
Mi padre, que vivió hasta los 94, solía decir que sus 80 habían sido una de las décadas más disfrutables de su vida. Sentía, tal como yo me empiezo a sentir, no un encogimiento sino un agrandamiento de la vida mental y la perspectiva. Uno ha tenido una larga experiencia de vida, no solo de la propia, sino de la de los demás. Uno ha visto triunfos y tragedias, explosiones e implosiones, revoluciones y guerras, grandes logros y profundas ambigüedades. Uno ha visto grandes teorías elevarse sólo para verlas aplastadas por los testarudos datos. Uno es más consciente de la trascendencia y, quizá, de la belleza. A los 80 uno puede tener una mirada y obtener un vívido y palpable sentido de la Historia imposible en la juventud. Puedo imaginar pero también sentir en mi huesos cómo es un siglo, cosa que no sentía ni imaginaba a los 40 o a los 60. No pienso en la vejez como un momento cruel o desagradable que uno debe soportar e intentar sobrellevar lo mejor posible, pero sí como un tiempo de ocio y libertad, libre de las urgencias de los días tempranos, libre de explorar lo que quiera y de enlazar los pensamientos y sentimientos de una vida entera.
Tengo muchas ganas de cumplir ochenta.
Este fragmento pertenece al ensayo “Mercurio”, incluido en Gratitude , el último y todavía inédito breve libro de Oliver Sacks, recopilación de los textos que escribió en los últimos dos años de su vida. Dieciocho meses después de escribir este texto, completó sus memorias En movimiento y también supo que el melanoma de ojo que le habían diagnosticado y controlado en 2005 había hecho metástasis y no le quedaba mucho tiempo de vida. Sacks decidió no retocar “Mercury”, donde celebraba su vejez y tampoco sus memorias, escritas y terminadas cuando aún no sabía que su enfermedad era terminal.
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