Domingo, 31 de enero de 2016 | Hoy
Por Fernanda García Lao
Idea que puede ser odiosa, prematura. Uno la empuja hasta que no la ve. La hace nocturna. Le apaga la luz a la palabra. Pero sabemos que sigue ahí. Oculta parcialmente. Un día, o una noche, se aparece. Uno la había olvidado. Quién sos. Ella no dice nada. Chasquea los deditos. Se pone cínica. Fin. Y te acompaña a la salida.
La palabra es breve, se dice rápido. Promesa de futuro que no arraiga: una puerta que va a cerrarse. A veces de golpe.
Se pelea con Eternidad. Se llevan pésimo. Eternidad se hace la interesante, la lánguida. Se estira y no escucha. Es una palabra perpetua. No entra en ningún lado. Eternidad tiene el pelo largo y no se corta las uñas de los pies. Fin, que no tiene paciencia, le pega una cachetada. Pero no la lastima. Nadie pudo registrar la eternidad, le dice, pero acabar es cosa de todos los días. Las discusiones duran tanto que siempre gana Eternidad. Aunque no tenga argumentos. Lástima que no haya con quién festejar. Anda sola por ahí. El único que podría entenderla sería Infinito, otro desclasado. Pero nunca se encuentran.
Hasta el fin suena a promesa romántica. Los amantes se besan, se ofrecen. Prometen. Y después, de pronto, uno de ellos dice hasta acá. Es el final, sí. Pero de quién. El que dijo la palabra se libera. La tuvo en la lengua y ahora la dibuja en los labios. El que la escucha se la queda. Y mira sin saber cómo hizo esa palabra para meterse en la boca sin haber sido vista. Hasta que ella lo espanta y se ve obligado a caminar en dirección opuesta.
Fin de fiesta huele mal. Suele estar rodeada de vómitos. Tiene el vestido traspirado, roto. Es rastrera. Una palabra caída del éxito. La que no se fue a tiempo. Ya no queda nadie en la pista y ella sigue moviendo la pelvis con la boca seca. La tienen que sacar a la vereda, le piden que no vuelva. Se aleja gateando, tras perder la poca reputación que le queda.
Es todo lo contrario de por fin. Que es la palabra esperada. Sí, un poco histérica. Da vueltas, está casi entregada. Ya la estaban desnudando y de pronto, no. Se sube el cierre, toma aire, abandona el recinto. Ya la dan por perdida cuando ella decide que quizás es el momento. Vuelve perfumada, con los dientes limpios. La reciben con signos de exclamación. Es aplaudida. ¡Por fin, nena! Ahí se abre de piernas, como si nada.
Fin de semana es un tipo relajado. Y bebedor. Le gusta derrochar. Si no puede salir, se queda en cama viendo la tele. Se babea. Pero como el suyo es un estado transitorio, esquiva el drama. Sabe que volverá al cabo de cinco días, las oportunidades no le faltan. Se parece un poco a fin de año, pero menos petardo. Sin tantas ínfulas.
A fin de cuentas, siempre anda con una calculadora. Es materialista, fría no. Tiene una lista de reproches bajo la manga. También pone cara de superada, pero es pura actuación. Sabe lo que está haciendo y no se calla. Te larga el resumen del momento como un evangelista guionado. Saca conclusiones, pero le va mal: nadie se acerca. Debería aflojar, distenderse. Al fin de cuentas, a quién le importa su opinión.
Hay otro fin que justifica los medios. Suele olvidar sus escrúpulos con facilidad en el cajón de las medias. Es tan áspero que se jacta frente a un micrófono. Sonríe de costado, usa anteojos italianos, no tiene erecciones. Suele terminar mal.
Si lo pensamos como imagen, el fin es un movimiento: las películas concluyen y los créditos se lo llevan para arriba, hasta dejar oscura la pantalla. Después, la luz, irse, ¿nos vamos? Se terminó. Salir a la calle con las pupilas cansadas del juego de abrir la realidad y cerrar la fábula. Pero ya no se usa. The end suena ingenuo, es cosa del pasado. Ahora los finales son abiertos, piden que uno se los lleve sin terminar a la casa.
Entonces, sube o no se deja atrapar. Es un principio de espaldas. También se puede encontrar bajo tierra. Parece que nunca estuviera a la altura de los ojos. Trepa, huye o desciende. En cualquier caso, te obliga a mover el cuello. El alma se eleva y el cuerpo se va para abajo. El fin es una escalera bastante transitada.
Así como Juicio final suena a escarmiento y la muerte no tiene la última palabra, las almas han de justificar su desequilibrio pagando la cuota divina. Fines imperfectos y fines definitivos. La potencia de ser obliga a terminar. Tender hacia la muerte es ser alguien en el recorrido. Si en el principio era el verbo, el final es el hombre. Y no tiene palabra.
Los pesimistas lo presienten en cada curva. Los optimistas aceleran, lo combaten con la amnesia. Olvidar es un verbo activo, obliga a ponerse en campaña. Se entretiene uno con el asunto de confinar el tema. Fin de los tiempos, fin de la poesía, los agoreros quieren terminar con todo lo que palpita. Porque vivir es durar, genera pavor. Ideas fatalistas. Pero el deseo no muere, cambia de cabeza.
Hay quien cultiva el cierre precipitado y quien prefiere el lento. Los hay imprevisibles o cantados. Pero ambos, desde el comienzo, han caminado el fin por la hoja en blanco como subidos a una tijera. Hacia el barranco vamos, arrastrados por ese ocaso que obliga a cerrar. Salir herido dejando rastros de sangre.
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