Domingo, 31 de enero de 2016 | Hoy
MúSICA > MARIO BREUE
Planeó su futuro durante un viaje juvenil con su amigo Andrés Calamaro cuando aún no habían empezado los 80, grabó a Cerati antes de Soda Stereo y también el disco Corpiños de la madrugada de Sumo. Productor histórico del rock nacional, Mario Breuer dice que su olfato siempre lo llevó adonde todo estaba sucediendo. Por eso es que conoce a Charly García desde Yendo de la cama al living, fue el responsable de los últimos discos de los Redondos y hasta terminó heredando la última sala de ensayo de Luis Alberto Spinetta, para un presente desde el que mira atrás para un libro de memorias que está escribiendo su hija Mariel y hacia el futuro con su banda Ecochic. Mientras tanto, explica qué es lo que le interesa del metal, un género al que se dedicó menos que al rock o al folklore, cuenta la génesis de la charla con la que recorre el país, bautizada Muerte y resurrección del hi-fi, y por qué hoy no pierde el tiempo en retocar digitalmente la música que produce.
Por Micaela Ortelli
El padre de Mario Breuer tuvo oficios importantes. Antes de la Primera Guerra llegó desde Hungría como ingeniero electromecánico para enseñar el funcionamiento de un sistema de trenes. Vino con su compañera, que con 19 años y sin casarse había anunciado a su familia que se iba a vivir a “las pampas argentinas”. Instalado en La Lucila, padre de tres varones, dirigió un laboratorio que producía el 30% del compuesto base de las penicilinas para todo el mundo. El consejo que le dio a su hijo menor cuando terminó el secundario, a comienzos de los ’70, fue: “Pensá en lo que más te guste hacer en la vida y a eso te tenés que dedicar”.
Mario Breuer –uno de los productores más reconocidos del país, acreditado en más de 2500 discos, de los más escuchados del rock nacional entre ellos–, señala un sillón de su estudio y dice que en uno así se sentaba el padre a escuchar vinilos con él a upa. Ése es su primer recuerdo musical: la impresión que le causaban los instrumentos de la orquesta sonando juntos. Después aparece la escuela de música para madres e hijos que armó la suya –recibida en Argentina de psicóloga social– con una amiga también húngara. Por último emigró su abuela y con ella conoció a los Beatles, Joan Baez, Simon & Garfunkel y muchos más. “Era una vieja con mucho swing; hasta los 70 le ofrecieron matrimonio”, dice.
Su lugar de trabajo es la última habitación del segundo piso de la productora MCL Records en Villa Ortúzar. No es un estudio sobrecargado; los detalles son un Grammy latino sobre el compresor (de 2012, por su trabajo con el grupo brasileño Jota Quest) y una guitarra criolla que fue de Palito Ortega, regalo de su hijo Luis. Breuer llegó a ese lugar porque tenía la tecnología adecuada para grabar Kill Gil de Charly García (2010). Esa vez Charly quería sonar como en el cine, cuadrafónicamente, y Breuer, que lo conoce de la época de Pubis Angelical y Yendo de la cama al living (1982), dijo que lo más cercano a ese resultado era lanzar un DVD. En el proceso se hizo amigo del fundador de la productora –Tano Bonadío, un músico joven–, que en 2012, a mitad de año, lo llamó y le dijo: “Yo pensaba cerrar la sala y guardar ese oxígeno para siempre, pero tengo la sospecha de que Luis te la dejó para vos”. Así fue que Breuer mudó sus equipos a la última sala de ensayo del Flaco Spinetta, que en 1995 lo había convocado para grabar el primer disco de Los Socios del Desierto.
“Cuando empecé a trabajar acá lo primero que me pasó fue que me deprimí”, dice Breuer sobre su llegada, con 20 años de carrera, a MCL. Sucedía que en el nuevo espacio se lograba un sonido distinto al que él estaba acostumbrado. Veía que los técnicos usaban micrófonos a cinta, opacos para los platillos, o los ponían en el piso filtrados con un distorsionador: “Para mí la distorsión era una palabra prohibida –dice–. Durante muchos años de mi carrera a los discos de alguna manera se los rankeaba por la claridad de su brillo, sus agudos, su profundidad. Y de golpe y porrazo se ve una utilización más extrema de los compresores, los filtros. Parece que los agudos ya no son tan importantes en esta época, por ahí lo son las texturas, las voces intervenidas”. Breuer presenció sesiones y sumó el aprendizaje a su arcón: “Todavía de vez en cuando hago una mezcla y digo no, este tema tiene que sonar ‘80, ‘90”, dice.
Esas fueron las décadas de desarrollo para Mario Breuer y su mirada sobre lo que pasó musicalmente en ese tiempo quedará impresa en un libro que está armando su hija Mariel y colegas. Otro proyecto para este año será lanzar el disco de su banda estilo libre Ecochic, que formó con amigos. Breuer muestra pedazos de prometedoras canciones telúricas, compuestas y grabadas los días jueves de tres meses seguidos, donde dibujó melodías con un MIDI, programó baterías y cantó. A través de un amigo chef la canción “A la Montaña” llegó al comedor de una minera de San Juan y terminó convirtiéndose en el himno contra la minería a cielo abierto de un grupo ambientalista: “Eso es viralizar”.
A los nueve años Mario Breuer pidió estudiar batería. En su momento fue el encargado de musicalizar y ambientar los asaltos, con un equipo hecho de amplificadores valvulares, dos tocadiscos, un grabador y luces fabricadas con latas de aceite de auto. Dio las clases de música de tercero y cuarto en su escuela; iba a ver todas las bandas que podía –rock, jazz y folklore–, y con una consola que llegó a sus manos de casualidad fabricó música funcional para consultorios. Cuando terminó el secundario empezó percusión en el conservatorio y consiguió trabajo como cadete en el estudio Fonema.
Breuer recuerda en detalle aquel edificio construido por la embajada de Alemania, el primero de hormigón armado de Buenos Aires, ubicado en la intersección de Avenida Belgrano y Perú. Fonema ocupaba el primer piso, y en el fondo del lugar había una habitación siempre bajo llave. Un día su jefe le pidió que la limpie porque necesitaba trabajar ahí. Breuer entró sin saber lo que iba a encontrar: un cuarto con ladrillos a la vista iluminado por una bombita colgando del cable. Los clavos de las paredes sostenían carretes de cintas y sobre la mesa de madera torcida había una consola, dos grabadores y dos parlantes Turner. No se parecía en nada a la foto del vinilo de Let it be, la de Lennon con los pies apoyados en la consola repleta de botones que lo había impactado de chico. “Yo entré a muchos estudios en mi vida –dice–. Nunca ninguno tuvo un aspecto tan decadente y desalentador que ése. Pero yo entré ahí y dije ‘home’”.
Lo primero que necesitó saber para moverse dentro de un estudio se lo enseñó el ingeniero y productor Amílcar Chilavert. Breuer trabajó alternadamente en Fonema y EMI hasta que a fines de los ’70 se encontró con el tiempo y el dinero para hacer lo que quería desde hacía tiempo y todavía no se podía en Buenos Aires: estudiar ingeniería de sonido. Al año siguiente hospedó durante una semana en Los Ángeles a Andrés Calamaro (lo conoció asistiendo las sesiones del grupo Raíces; Andrés se rateaba del colegio para ir a grabar los teclados). Visitaron San Francisco, Fillmore, fumaron y conversaron interminablemente. Una noche compartieron un ácido y escribieron sus planes para los siguientes diez años. Calamaro dijo que iba a tener una banda que fusionara rock y reggae; Breuer, que iba a ir de gira con Charly y grabar con Spinetta. Los dos cumplieron su lista en la mitad de ese tiempo.
“El instinto me ha llevado a los lugares que hacían ruido, que estaban calientes”, dice Breuer sobre la apertura –al regreso de LA, a comienzos de los ‘80– del estudio Del Jardín, llamado así por el espacio verde del medio compartido con las nuevas figuras de la radio porteña Mario Pergolini, Lalo Mir y Ari Paluch. Ahí grabó a Gustavo Cerati previo a Soda, Corpiños en la madrugada de Sumo, Del ’63 de Fito Paez. Mario Breuer trabajó en todos los discos de Los Redondos desde La Mosca y la Sopa (1991). La convertibilidad le dejó comprar equipos y casa con pileta para su familia que crecía a la par de su carrera, en los célebres estudios Panda y después El Pie, donde fue socio de Alejandro Lerner. Los artistas que grabó hicieron historia. Pero Breuer no es un cazador que cuelga las cabezas de los animales que mata. Sentado al lado de Charly en un avión, trabajando en Electric Lady –el estudio que hizo construir Jimi Hendrix en Nueva York–, no sentía que había llegado a ningún lado: “No me sentía acreedor de nada más que de poder vivir ese momento”.
Charly sabe que cuando su “voltaje energético” es demasiado alto, Breuer prefiere distancia. Así se han entendido durante años: Charly trabajando a sus tiempos desquiciados, Breuer involucrándose cuando se necesitaba, además de su expertise, su presencia equilibrada. Mario Breuer se dice un hombre optimista, enfocado en el presente, pero con capacidad para predecir escenarios. “Las compañías discográficas van a dejar de vender discos”. Eso pensó en algún momento hacia fines de los ’90, ya desvinculado de El Pie y a cargo de su propio estudio de mastering. “Viendo lo que pasaba con el negocio de la música, decidí convertirme en una productora, usar todos los recursos que tenía y planificar una estrategia de trabajo para que los grupos independientes puedan hacer un gran disco con un cero menos”, dice.
Desde entonces su metodología es la más simple y efectiva: Breuer no graba lo que no podría ser representado en vivo y no gasta tiempo y recursos en corregir digitalmente las performances. “Yo eso lo interpreto como una estafa al público. El disco termina impecable pero no es el grupo el que suena así. Yo hice discos parte por parte, que un día grabamos los bombos, otro día los tambores, pero llegué a la conclusión de que la mejor manera de grabar es con todos los músicos juntos en la sala, grabar todo lo que sea técnica y humanamente posible de una vez. Así que la mayoría de las veces los mando a ensayar. Así, cuando un grupo está en condiciones de grabar, graba a los pedos. Y yo no me paso meses en el estudio grabando un disco”.
Así Mario Breuer, recién felizmente casado en segundas nupcias, puede diversificar su tiempo. El año pasado fue sonidista de O’Connor en todos sus shows. El metal es un género que trabajó menos que el rock y el folklore y le resulta desafiante porque siendo pura distorsión es difícil de mezclar. También da talleres de mezcla y gestión de producción (el camino de la sala de ensayo a las disquerías), pero sobre todo lo tiene entusiasmado una charla que ya lo llevó de viaje al interior del país. En Muerte y resurrección del hi-fi Breuer explica por qué los discos de la década del ’50 y ’60 suenan mejor que los hechos después: “El hi-fi era tener un equipo mínimamente bueno y uno sentarse en casa y escuchar música que sonara tan bien como en el estudio”, dice. Cuenta que con el disco Get a Grip de Aerosmith (1993) se inició la costumbre de masterizar a un volumen muy alto, y el problema con esos archivos hoy es que a través de los servicios de streaming suenan apretados.
Dice Breuer: “La música en las productoras se sigue haciendo a un nivel cualitativo muy alto, pero desde que sale del estudio empieza a pasar por un embudo rallador y sale un choricito de algo que era una bola de música hermosa. Ahora empieza a haber la posibilidad de que la música que se distribuye mejore porque Internet puede transportar archivos más pesados y los sellos te piden los archivos hi-fi. Esto se ha convertido en mi norte”. Ya Sony empezó a editar su catálogo en 24/88.2 (son los bits por las muestras por segundo y refiere a la resolución del sonido; el más alto es 24/192 y el estándar hasta ahora 16/44.1), y Neil Young financió el desarrollo de Pono, el aparato que reproduce ese formato en alta resolución: “Así que por primera vez en 30 o 40 años el sonido del consumidor va a dar un enorme salto para adelante. Es un gran momento, estamos de lo mas excitados”.
Breuer nunca les pregunta a los músicos que llegan a su estudio por qué quieren trabajar con él. “Hay discos que tienen mi nombre en los que nunca trabajé”, dice. El oficio del productor discográfico nunca se termina de entender muy bien, y entre la fantasía y el prejuicio está la idea de que cuanta más producción tenga una obra, menos auténtica será. “Mi prioridad como productor es sacar a flote la sinceridad de ese artista, su huella digital, lo que los diferencia de otros. Porque hay muchos grupos que llegan a ser un éxito de ventas sin haber encontrado su propia identidad”, cree él. Mario Breuer, el hombre que busca la armonía en la vida y la música de igual modo, pone a trabajar con metrónomo si es necesario, piensa instrumentaciones, pide acordes más complejos, compases más abiertos, y principalmente más ensayo. Exige con criterio, intuición y calidez, como un buen maestro. Como una persona que quiere bien y logra sacar lo mejor de los demás.
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